Palabra

 Nombrar es conjurar, crear, invocar, moldear, o parir, desde el verbo, el mundo. La palabra es poderosa, capaz de amanecer el día a las siete de la tarde, capaz de levantar a un muerto, de matar a un alma. 

De alejarte.


El hueco en el que hubo de estar la palabra es, de igual modo, poderoso. Apela a la carencia, al ruidoso silencio de negar el nombre, la explicación, el consuelo.

Aquello que no nos dijimos tiene un relato, un trotar lastimoso, casi sin ganas. El cuento que se dice antiguo, que ya nos explicaron las mujeres de antes. Las sin respuesta, las que esperaron estériles y yermas. Confiadas. Aquellas mujeres de Lorca. Que ya sabían que no. Que callaban. Las invisibles. "Quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies, quiero bordar mis enaguas y no encuentro los hilos." 

Así, tu no palabra.

Ea, mi niño, ea

 

Estoy a punto de acabar de leer uno de los libros más bellos que he leído y, sin embargo, uno de los más tristes que han caído en mis manos, a cuenta de su aniversario, a cuenta de dejar de huir de ese escritor que no me parece amable, ni simpático, ni veo genialidad en sus maneras, ni belleza en su cara. A cuenta de unas cosas, suceden otras; a cuenta de arriesgar o de bajarse de la cárcel de los prejuicios, uno se abre al mundo. Y así, hoy juro por Mortal y rosa, que amo sus letras, las lentes geniales de describir la vida, la cosa, el sexo, la enfermedad, la pérdida de un niño, de tu niño, a través de una precisión de poesía afilada, que te deja llena de arañazos obligatorios, de sangre y verdad, por dentro.

¿Por qué no lo acabo? Porque no puedo, porque abandonar esas páginas es quedarme con la idea central del diario, el niño que está ausente, que se enferma, que se muere; y prescindir del paisaje con el que esto me ha sido contado, obviar la risa del niño, su pizarra de elefante en la que él traza números cuatro como si fueran escaleras, o sillas; despojarme de las mañanas llenas de exterioridades por el mero hecho de transitar la vida de la mano de un niño: “El niño lleva en las manos raíces, armas, frutos secos, objetos, cosas, realidades. Yo llevo periódicos, sólo periódicos, palabras, palabras, palabras”. Y sería quedarme solo con la palabra del mundo adulto. Llevar la muerte en las manos.

Si concluyo la lectura, decía, mato al niño que no deja de transitar en cada página, con su risa de acuarela, con su silla pequeñita de paja, con sus meriendas, pionero de cualquier arte, por muy reinventada que esté ya la técnica; sobre el niño no pesa la historia, ni la cultura, contiene toda la belleza salvaje de un recién llegado.

Si concluyo habré de aceptar que “la vida no es noble, ni buena ni sagrada”, así como Lorca le cantaba a Walt Withman. Eso que el padre ya se ha contado a sí mismo en sus letras: “La vida es suicida y necia cuando se encarniza contra el niño, se niega a sí misma, y el mal de los niños tiene todo el horror de una profanación. Un niño enfermo es una blasfemia que profiera la vida”.

Pero hube de concluirlo al fin, dolientemente, a golpe de mecedora, en ese calmo mecer que significa dormir a un niño (a veces, para siempre). Eaeaea. Ea, mi niño, ea. Eaminiñoea. La poesía solo puede ser un niño que habla ya casi dormido.

J.

 Somos diferentes, y en esa polaridad, nos reconocemos. En una melodía, mi madre sería el sonido y yo el silencio que le sucede, pero necesario para cargarle de sentido y, a su vez, el segundo dependiente del primero. Una compleja relación de negación y dependencia. Pero lo cierto es que juntas sonamos.

Es que nunca te arreglas, acostumbra a señalar ella. Y debo darle la razón. Cada vez que coloco sobre mi cuerpo una prenda desgastada o poco favorecedora, tengo la poderosa sensación de que, de sus mangas, bolsillos, o de entre su botonera, va a aparecer ella con cara de disgusto, apreciando una vez más mi falta de coquetería. Y eso es justo lo que siento ahora, tras introducir mi cabeza por el cuello de este viejo jersey de lana, lleno de bolitas y con un par de tallas más de las que me correspondería.

Busco en mi armario la combinación perfecta para este suéter, entre montones y montones de ropa descolocada, hambrienta de plancha y desfasada; hallo unos vaqueros raídos y que me quedan algo pesqueros, ¿por qué no?, me digo, y me introduzco dentro. Remato con unas zapatillas deportivas que heredé de mamá y que conseguí rescatar justo cuando las conducía derechitas al cubo de la basura. Para no descasar con el atuendo, recojo mi pelo en una descuidada coleta caída sobre mi espalda. ¿Me favorece? No. ¿Cumple su función? Perfectamente.

Chequeo el resultado final, observándome en el espejo del baño, enmarcada por una ambarina luz que me devuelve una espectral imagen en la que se agudizan todos mis defectos.

Qué poco le gustaría mi aspecto a mamá. Porque mamá es todo volante, tacón y todo pulcritud. Emplea cuarto de hora en maquillar sus labios y, cuando se pone a la tarea con los ojos, tengo comprobado que me da tiempo a escuchar casi completamente mi disco favorito de Bob Dylan. Ella cepilla sus pestañas, yo grito "Now and then theres´s a fool such as I."

Cuando camino, tiendo a llevar el cuerpo extrañamente encorvado, es decir, mi cabeza siempre le lleva un par de pasos de ventaja a mi cuerpo; en cambio, ella camina vaporosa, pareciera que sobrevuela el suelo, su voz es delicada y sus maneras en público son exquisitas. 

Indiscutiblemente, yo me parezco a mi padre, que seguramente sea el único fracaso conocido de mamá. Bueno, más bien su relación con él, que hace diez años que se limita a lo justo.

Desde hace un tiempo era un secreto a voces que mi madre está viviendo alguna historia de amor, pero la mantenía envuelta en un macizo halo de misterio, salpicado en susurrantes conversaciones telefónicas, escapadas nocturnas, sonrisas bobaliconas y un par de ramos de flores enviados a casa, o que subió Justino, el portero. De uno de ellos pendía una tarjeta en la que ponía, con esmerada caligrafía: Morirán en unos días, pero son bellísimas. Larga vida a lo nuestro, y lo firmaba "J".

El tal J me resultaba un hombre bastante cursi, pero debo reconocer que agudizó mi imaginación de una manera desbocada: le otorgué mil aspectos, le imaginé con múltiples profesiones, aficiones, nacionalidades y nombres: Javier, José, Jorge, entre otros exóticos nombres extranjeros. 

Algunas noches, cuando mi madre se arreglaba para la misteriosa cita, yo la espiaba con una ansiedad incomprensible; me arrodillaba en la moqueta del pasillo y observaba cómo iba cepillando mimosamente su pelo; lo hacía tantas veces, que su cabello se iba mágicamente electrizando, haciendo flotar por unos segundos algunos cabellos en el aire, dibujando, de ese modo, una preciosa escena. Por último, atravesaba etérea el pasillo, dejando la casa anegada de su particular perfume, anunciando así su partida.

Yo, entre las sombras, la seguía hasta la antiquísima escalera de nuestro edificio, atalaya última desde la que veía alejarse desde arriba su impecable recogido. La veces en las que fui más osada, la seguí hasta abajo y vi como se subía, imponente, en un taxi.

Sin embargo, anoche, atravesé a hurtadillas el portal. Era una noche lluviosa, pero cálida, en la que una excitación casi infantil me insufló la idea de seguirla hasta su destino. Ella flotaba mágicamente bajo la lluvia, mirando coquetamente su reflejo en cada escaparate. Yo, en chándal, la seguía los pasos, tras ella iban todas las imágenes y todas las ideas construidas de J, apunto de desnudar la verdad. La verdad de J.

Tras una bocacalle, llegó J. Y al borde del mareo, presencié el beso más apasionado que había visto hasta entonces. Presencié también a J., que, a pesar de tanta fantasía persiguiendo su identidad, no me había acercado ni mínimamente a su realidad.

Mi madre y J, ajenas a mi intromisión, continuaron el beso: carmín sobre carmín, enredando sus faldas y sobrándolas la calle, los cines y, por supuesto, mis excesivos ojos fisgones. 

Me alejo sin dejar de escuchar su acompasado sonar y mi avergonzado silencio.


Cuánto ruido hace una lata al caer


La luz que vi en ti solo era un fogonazo que me pertenecía, estaba en esa fe que yo tenía de creer haberte descubierto. La conexión se produce a través de una lógica aparentemente azarosa, de instrumentos que hacen permutaciones con la información. El chispazo no era menos falso que dicha información.

Parece que delante hay todo un paisaje de morados, malvas, lilas, violetas. Me deslumbro. Primer error. Delante, finalmente, no había nada de eso.

Te pierdo en la lógica frenética del aparato y sus entresijos, no soy capaz de aseverar que haya sido a causa de un fallo de método independiente, concibo tu extravío como una elección humana. Tú eliges la interrupción. Dudo, es propio de mí, y no descarto que algo no haya ido bien; así que decido buscarte y resulta fácil reencontrarte. Te pregunto. Dices no saber.

Formulas rápido, basándote en algún manoseado guion. Participo, ajena, pero debes saber que no del todo. Fraseas acerca del deber ser pero muestras obscenamente tus haciendas: el lugar donde moras y un puñado de pretendidas ideas. Lo veo, mas crees que no he visto nada. Encriptas los mensajes. Recojo el guante, respondo lo que no era.

Solo es en un momento en el que quitas el piloto automático cuando te descubro. Tienes capacidad de fascinación. Al día siguiente conectas de nuevo el interruptor. Me desagradas.

Ofreces tu plaza para la lidia, porque allí tienes ventaja. Crees proponer con transparencia pero todo es abismalmente opaco. Practicas mal. Pero hablas mucho. Me descubro elástica ante ti, llego mucho más lejos porque además estoy menos retorcida. Mi claridad me hace jugar en casa. Tu sombra cree saber leer mejor que yo. Yerras, humano.

Todo es tan fascinantemente sencillo que tienes que comenzar a enrevesarlo; te hablas a ti mismo de dispositivos aviesos en esa inercia tan tuya de castigarlo todo.
Te ves tal y como eres. Te descubres. Te justificas. Y enuncias una teoría de mierda que no hay por donde cogerla.

Llega el asco


El asunto de las relaciones personales es cosa seria. Acostumbro a analizarlas y colocarlas en un mapa, un eje de coordenadas capitaneado por diferentes variables, es un ejercicio divertido, dinámico y que suele mostrar no poca información.

La Distinción de Bourdieu pone las bases, luego la expectación y observación –participante, en ocasiones-, la indagación, el análisis y las conclusiones cogen primera fila.

Imagínense: ese capital cultural –con lo que conlleva chupar culturalmente, teniendo en cuenta qué es cultural aquí donde yo vivo- marcando las pautas, ya que quizás sea la prepotencia encarnada sin más la que legitima moverse así creando tendencia en el dúctil eje de coordenadas. Así pues, quedan relegados a aceptar esos estilos, los más desfavorecidos de esa “bendición” del capital cultural. Hacen fila. Dan fe. Buscan el sucedáneo, si nos le da para el original. Aceptan. Aunque sin entender mucho el producto, ya que les es ajeno, lo consumen, los publicitan, lo certifican. Y pretenden un favor del mismo, esperan que les sirva cuando, en ocasiones, no es más que fetiche, revelándose cómplices de esa relación que les domina y que no aciertan a ver. De este modo, no hay forma de que los menospreciados tengan nada que decir. Pasa que, en ocasiones, alzan la voz pero no es más que la voz de los que se encuentran enfrente en el eje de coordenadas, enfrente y debajo. Si todo va bien, llega el asco, pero la aversión no siempre es bidireccional.

Si somos capaces de ver a qué juegan en el tablero aquellos que solo parece que están, habremos descubierto las cartas. Llega el asco.

Predicador


Si es un narrador omnisciente, huye. Da la espalda a su soliloquio abultado y petulante y sonríe. Compadécele, sin más, por ese complejo que lleva en el cuello a modo de corbata; al fin y al cabo, cada uno trajina con sus heridas como mejor puede. Hasta ahí, la cosa es humana, aceptable y compartida.

El problema de los predicadores es ese juicio, esa pretensión de verdad absoluta vetada de crítica y exclusión de los que no comulgan con su hostia sagrada, ese trozo de pan ácimo y rancio que elevan por encima de sus hombros y bendicen, creyéndose con derecho a exigir que los demás consuman habiendo, eso sí, expiado anteriormente sus culpas.

Si es un predicador, indudablemente, emigra. Escapa de sus misas en las que te nombra a ti, pecador, y te enseña el recto camino, el camino de los iluminados, de aquellos tocados por la varita mágica de la divinidad. Deserta. O entra en su templo con antorchas y muéstrale todos sus rincones.

Si es un propagandista, quema todos sus panfletos. Haz una hoguera para él del tamaño de su ego.




La NADA se come el Reino de Fantasía


Como buena excursionista de los límites de la realidad y lo quimérico, como una paseadora confesa de otras “realidades son posibles”, desde el momento en que me sentía extasiada imaginando que los cuentos que me contaba mi abuela coexistían en el mundo gris y acartonado que me ofrecían los otros adultos, he vivido buscando otras manera de mirar y otras maneras de entender que me saquen de la inadaptación permanente en la que me hallo desde que tengo uso de razón.

Leía una frase de Ida Vitale hace unos días que rezaba: “cuando se es niño y se lee, conviene estar rodeado de libros que no solo sean los que en teoría convienen a la edad. No comprender es importante (sin ignorancia es imposible la fascinación)”. Y doy fe. No comprender es importante porque también te permite criticar, comparar lo que conviene de lo que no conviene y tratar de acoplar la conveniencia a algún tipo de mecanismo perverso que interesa.

De pequeña leía a hurtadillas libros de mi madre de WC Andreus, una literatura abominable tipo culebrón cutre que se acodaba en el escándalo de relaciones incestuosas que una niña pequeña no acierta a interpretar. La niña, que además de no ser católica, no entiende cuál es el tejido morboso en el que se está envolviendo el producto, empieza a incorporar a su imaginario toda clase de prácticas sexuales, personajes que le llevan del vértigo al asco y acaba entendiendo que las relaciones adulteras o incestuosas forman parte del devenir de los adultos. Y no lo cuestiona. Es el tiempo el que, más tarde, te hace golpearte con una versión gore de “Flores en el ático” con una porción de hiperrealismo en una página del periódico, por ejemplo. Y encajas, pero encajas del modo que se encaja leyendo el periódico, sabiendo que hay una columna vertebral que ensarta como si fuera un pincho moruno desde la portada hasta la página de la programación. Todo en un bloque. Manduca adecuada y prescrita.

Llegado el caso, una no sabe si lo que da asco es la repulsiva trilogía de WC Andreus o cualquier página del periódico abierta al azar.

Necesitamos alternativas, aunque sea para cuestionarlas, en este uniformado sistema perpetuador del poder, del consumo, de lo que sí y de lo que no. Así que, eso me convierte en una victimita que abre mucho los ojos, como cuando mi abuela me contaba un cuento, cuando se me pone delante cualquier persona que me muestra una elección diferente en su modus vivendi. Hasta aquí, todo fabuloso. Soy una ojeadora de disidentes.

El problema es la inconsistencia de la praxis frente a la teoría. El otro día en el chiringuito de la playa, tras finalizar mi comida, se me antojó un helado industrial, y el simple hecho de pensar en disfrutarlo me hacía feliz; elegí uno que por un lado era un helado almendrado y por el otro un sándwich de galleta relleno de más helado. Lo imaginé antes de ir a pedirlo y, cuando llegué  al quiosco, en la foto, era tal y como cualquiera lo hubiera deseado: un chute de glucosa helada que me transportara a una felicidad efímera y azucarada. El quiosquero me sonrío y dijo que lo llevaría a mi mesa, así me senté a esperarle como el que espera el fin del hambre en el mundo. Cuando abrí el flamante papel, el helado estaba completamente derretido, el chocolate almendrado se había convertido en una especie de cascara flotando en una papilla de vainilla. En lugar de quejarme, le pedí al camarero una cucharilla. Y lo comí muy rápido, decepcionada y queriendo hacer desaparecer de mis ojos ese engendro de promesa.

Así me siento cuando me encuentro ante personas que parecieran con una luz especial, con una mirada crítica, con una política transformadora. Y que luego, en su praxis, sufren de enanismo. Es como tener una relación sexual con un feminista radical y que te trate peor de lo que te habían tratado en tu vida. Que no sabes si pedirte una cucharilla, o quejarte y que te devuelvan tu suspicacia.

Creyente


Escribir es también un modo de exorcizarse y es obligado cuando hay que sacar algo del fondo, de ese núcleo enganchado en el justo centro, en la diana donde se enraízan las cosas que en algún momento tuvieron el sentido que necesitabas para ti. El sentido, pasado el tiempo, se presenta como una subjetividad remota, una ficción que coloreaste de azul para pasearte por ella, el falso espejo en el que te mirabas para verte, un devaneo que ahora toca destruir.


Me confieso creyente: creo en la lealtad como un modo de caminar por el mundo, creo en los sucedáneos si estos sirven para alimentarte, creo en la palabra, sobre todo en la palabra, como un sortilegio creador cargado de energía, creo en mí, en la fortaleza que me arranco del punto en el que pende mi timo, apéndice de la emoción. Creo en la certeza de mi abuela y en ese modo que tenía de mostrarme la vida entre cuentos y tardes para colorear, creo en la belleza bienintencionada que sale de unos labios ajenos (o propios). Creo en la verdad como pasaporte para darte a los otros, creo en la mentira dulce que nace para quitar el dolor, creo en la sencillez con la que miran unos ojos que no tienen motivo para apartarte la mirada. Creo en mi hermano cuando me cuenta lo que siente y creo en el manantial de sus frases describiendo una herida, creo en el dolor como un preámbulo de las necesarias cicatrices. Creo en la cuadratura del círculo que expreso en quejas cuando una injusticia me quita el sueño, creo irremediablemente en el otro hasta que el otro se muestra como una alienación. Creo en mi vocación, y creo en mi frustración como los combustibles que me llevan a pelear cada día, creo en los artistas que no se exhiben, y en los magos que no tienen truco alguno.


Hoy he dejado de creer en ti.

Árbol del Té

Demasiado tiempo sin escribir, las teclas no me reconocen. Al tocarlas un sonido hueco se interpone entre nuestra química; ajenas, no recuerdan aquel ritmo que antiguamente nos nombraba. Sé que, si vuelvo a ganármelas con caricias, volverán a amarme. Mientras tanto me disculpo hablándolas de mi ausencia, dónde he estado, con qué otras lecturas les he sido infiel, qué lugares traigo en mis retinas para que ellas puedan describirlos.

Les vengo hablando del árbol del té en contradictorias bondades: su pureza y mis quemaduras para que comprendan esa necesidad que tengo respirar a veces, aún a sabiendas de cuánto me mata el oxígeno que meto en mi cuerpo para entender la vida. Ellas ya me conocen.

Es sábado y estoy dolida por una herida ajena, una pena terca de otro que quisiera sanar con la completa conciencia de que no voy a conseguirlo. Es una cicatriz que me pilla lejos, al otro lado de un muro de hormigón, instalada en un patio helado y mohoso. Saltar el muro sería de una insubordinación imperdonable, porque el dueño de ese dolor no quiere que franquee la muralla y, sin embargo, me muestra sus pequeñas llagas de ese modo tan obsceno y recatado a la vez.

Sana, le digo. Sana.

Decir que quiero aliviarle de un modo altruista sería faltar a la verdad, lo cierto que es que tengo la casi completa seguridad de que en el centro de ese patio ruginoso puedo ser feliz, juraría que allí mismo ha brotado una higuera que lo embriaga todo con mi olor preferido y solo allí sería capaz de volver a mi yo niña, a esa pureza venenosa del árbol del té, esa paradójica verdad que empapa todo lo que tiene sentido.

Franqueando ese muro yo podría dejar que el sol entrase en el patio, aliviando esa oscuridad. Y, mientras soplo las lesiones, sentarme bajo el árbol y comer de esos frutos que, abiertos, son la ventana a la vida. Allí mismo habrá un pozo, solo habría que buscarlo y hacer uso de él para regar todo aquello que pida agua. Yo beberé agua. Él beberá agua.

Sana, le digo. Sana.


Así, sin muro, su herida será mía, su higuera será mía. Y el sol para ambos.

Ella



“Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Solo en sueños, en la poesía, en el juego –encender una vela, andar con ella por el corredor- nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.”
(Julio Cortázar)





 Hoy he vuelto a soñar contigo y, al volverte a ver, he reencontrado una verdad que creía perdida. Luego ya no pude volver a dormir. Creo que vuelvo a ser pequeña y tal vez deberías contarme un cuento.

De ti aprendí a amar las palabras, a colocarlas justo en el vértice exacto entre aquel silencio prudente y ese otro cargado de elocuencia. A fabular para protegerme de los lobos con piel de cordero. Y sobre todo a ver la luz, a cazarla en la más monstruosa oscuridad, a descubrirla pendida encima de la cabeza de algunas personas, que se creen rotas y sin embargo…

Me dabas de merendar cuentos, refranes, acertijos. Y apenas comprendía yo que estabas cosiendo para mí un mapa; el único que tengo. Así, un día, pregunté ¿qué? Y tú me respondiste: pan. Desde entonces, nunca he vuelto a tener hambre.

Me enseñaste, ya digo, a amar las palabras, a pesar de que ahora no sea capaz de expresarte, de decirle a la gente en qué cantidad justa te respiro, si acaso eres gas o líquido, si luego pasas a formar parte de mi sangre o quizá seas la nube azul que está sobre mi frente cuando sueño.

Lo único que tiene el peso cabal, el significado preciso y la rotundidad meridiana es, cuando ausente y sin conciencia, te nombro.

Tú nunca te has ido

Solo quedan ocho días para que te esfumes. El 23 de diciembre siempre ha sido un buen día para los bares, pero los bares no tienen razón de ser hoy si no es para que me engullan de una manera enferma que no iba a curarme nada. Ocho días.

Trato de recordar cómo naciste, yo te recibía comiendo las uvas en tutú, había corrido una carrera y las agujetas estaban allí ya desde la primera campanada. Te recibía sudada y dolorida, ibas a ser duro conmigo, venías para golpearme fuerte.

Hoy D. me hablaba de cañas. Gracias. Te quiero. Pero no. El 23 de diciembre siempre fue una gran noche para los bares. He elegido café como droga dura y abrir el Word como autolesión. Ocho días.

Y pareciera que soy feliz, pareciera no necesitar nada más y sin embargo me faltan tantas cosas, tantas personas. A veces la ausencia lo llena todo y las presencias no ocupan nada. La muerte llena de viveza el mundo y los vivos están llenos de fantasmas. Ocho días.

En el camino iba a atravesar varias pantallas: reto 1, reto 2. Iba a medirme con faquires y charlatanes de medio pelo, iba a crecer, iba a menguar, iba a coger todas las monedas para una vida extra, iba a perder amigos por el camino que decidieron alejarse e iba a reconocer la belleza de lo esencial con un solo vistazo. Iba a pasar una pantalla en el trabajo a más velocidad y con más riesgos, iba a cambiar de casa, iba a reír, iba a llorar, iba a presentir cosas.

Venías para que nos abrazáramos en un hospital, ibas a enseñarnos que en una sala de espera de cuidados intensivos se ama mucho, a los ajenos, a cualquiera que espere, a cualquiera que pulse el botón automático con miedo y con ilusión. Era verano y hacía frío. Y la esperanza pasa de ser fina como el papel de fumar a ser una manta zamorana. O al revés.

Ocho días.

El 21 de septiembre volvía el verano.  “Luz, más luz”. La ventanas abiertas, la sonrisa, besos. Palabras, besos, caricias, te quieros, consejos, domingos, pastas, paseos. Luz más luz. Verano un 5 de noviembre. Fotos, imágenes. Amor. Las ventanas abiertas, la sonrisa, besos. Una comida: Javi, tú y yo, de nuevo. El mantel lleno de amor. Un yogur.

En el colegio aprendí a hacer raíces cuadradas, a nombrar las partes de la célula; estudié la mitosis, la meiosis, memoricé fechas, y lo olvidé todo luego. En la universidad me licencié y, más tarde, hice un postgrado y lo olvidé todo luego; nadie me enseñó a intuir que algo puede ir mal dentro del cuerpo de la gente que más amas. Ocho días. Me da mucho miedo la tos.

Hoy hace frío, en la calle los niños han acabado el colegio y el intermitente de un coche me ha mostrado obscenamente el absurdo que significa la continuidad a veces. Luz, no luz, luz, no luz, luz. No luz.

El invierno llegó un 30 de noviembre, desde entonces hay un sonido hueco que lo ocupa todo. He bajado a por tabaco y en mi puerta hay un Papa Noel que he colgado yo. Ha sido horrible darme cuenta de que hace unos días decidí colgarlo. Soy una alucinada que no comprende casi nada, ni a la gente ni este discurrir absurdo. Sentir, sentir. Sentir. Emocionarme porque una compañera de trabajo ha llorado, conmoverme con su fragilidad y esa humildad bella. Y los mordiscos que son para todos, y ese Papá Noel. Y su foto, y la última vez que iba a escuchar su voz a través del teléfono. Ocho días solo para que el bisiesto se esfume. Toda mi vida para ti. Siempre.

Estamos todos juntos, mañana estaremos todos juntos. Volveré a colgar el ridículo y odioso Papá Noel más veces, haré un poema con la palabra mitosis y con la palabra meiosis, volveré algún día a comprar un yogur, habrá más invierno, más bares, creceré, menguaré, conseguiré una vida extra, volveré a reír, a llorar, volveré a cambiar de casa, a presentir cosas, miraré asqueada algún intermitente, tal vez vuelva a correr una carrera en tutú, algunos amigos se irán, se esfumará este oscuro bisiesto. Ocho días.


 Pero Ella siempre estará. Conmigo. Por encima de cualquier invierno.

Cuando tú me decías Venus


(Cuando tú me decías Venus.

Y yo era Venus.)

En tu casa yo me dejé esas cosas que eran tan mías
Y de las que tú eras tan culpable
Mi vientre alado por primera vez,
Mi vientre recogiendo tus poses, tus miedos,
Mi vientre alargado hasta el cuello de Adán
Hasta la vulva de Eva.
Mis caricias de niña sobre niño, recogiendo tu cabeza
Cuando el mundo, allá afuera, era granadas, tumultos,
Prisioneros de guerra.
Y en tu casa, mis caricias de niña, sobre ti, niño.
Y verte vencido por el sueño sobre mis piernas
Mientras yo me desaguaba en amor y no dormía.
Tu casa se ha quedado con las chinitas que yo recogí
Para ti en algún parque,
Con un par de calcetines abrigados,
Con una utopía dedicada.

No recuerdo en qué lugar de esta ciudad estaba tu casa,
Ni como llegaba a ella algunos lunes
Para beber vino contigo

Y verte caer sobre mis piernas.

Poema, poema. Poema

Puedo ser muy cursi cuando llego a tu espalda.
Me descalzo agitada en la parte más chulesca de tu omóplato
y digo la palabra poema tres veces, mientras tomo medidas y dibujo trazos
de delineante escrupuloso mirando tu nuca: poema, poema. Poema.

Resbalo en el canal salvaje que atraviesa tu envés y que siempre me maltrata
con su brutal litografía, burlándose a medias.
Antes de llegar allí me enfado, indefectiblemente, ineficazmente,
con alguna venus que debió verterse allí un poco
y me corrijo en la tradicional genuflexión que te regalo
entre tu inmensidad y mi intemperie.

Siempre ganas, porque yo camino descalza y un poco
desnuda para entender la jerga de tu piel, el galimatías de tus lunares.
En tu lumbar izquierdo, una verruga se yergue
con la seguridad de ser bella, aunque verruga,
aunque insolente allí, en esos parajes;
se sabe interesante, la cicatriz del tipo duro de cualquier peli.
Su prepotencia gira mi nuca. Veo tu nalga.
Y me siento a rezar un avemaría, dos salves.


Concierto para piano

No puedo dormir porque, en lugar de la mujer de Cortázar, tengo una posibilidad atravesada en los párpados. Mi necesidad de ella la hace neciamente vanidosa, se viene hacia mí en la oscuridad del cuarto y me muestra su esplendor en diferentes tonos. Ahora naranja, ahora en un cámel traslúcido que asemeja la fotografía de algún error antiguo, oxidado, una hecatombe pretérita que ocurrió en otros tiempos. Respiro. Concluyo que mi posibilidad es un futurible aún nonato. Pero aún. Solo aún.

Entra por la ventana de mi nariz abriéndose paso en una intoxicación perniciosa, pierdo la conciencia en lo que ella llena toda mi cabeza con su potencial existencia, me vacía aleatoriamente de cualquier otra presencia con vida objetiva. Asesina recuerdos, traumas, heridas, deseos. Sale por mi boca entornada que permanece en la agitación de una expectativa, aprovechando para lamerme la cavidad bucal sinuosamente, ágil e insinuante hasta que me arrebata y consigue girarme un poco los ojos.

La veo a través del blanco de los ojos. Lleva sombrero, gorra, boina, tricornio. Un casco. Turbante, birrete. Una toca. Montera. Me mira y se ve en mí, se sabe en mí. Me hace el amor de cinco a siete de la mañana. Luego se fuma un cigarro suspendido en mis labios. Él/ ella  lo aspira, pero soy yo la que se marea un poco.

En los preliminares me ha susurrado su nombre. Eme. Eme. Toca el piano. Bien. Muy bien. Y un poco. Poco, la guitarra.

Mayo del 2016, dice. Retorna. Enrocada/o en un pensamiento, una pared blanca, que llena de recortes. Una pared blanca que se vacía de esos mismos recortes. Solo quedan dos palabras suspendidas, en otro idioma. Suspendidas para que luego yo también las leyera, para que luego yo también las escuchara en una nota de piano. Fa. Fa. Asimetría en Fa en 2ª.

Una reja retorcida de color verde como telonera. Detrás, el concierto. Nuestra canción.

Tengo una posibilidad atravesada en los párpados.

Tengo tu posibilidad atravesada en los párpados.


Te tengo (DO) atravesado en los párpados.
Hay una marca de agua dentro de mi cabeza,

Tengo un yo dentro de mi cabeza, delgado

Y exigente.

Hambriento.

Hay un naufragio ajeno dentro de mi cabeza.

Niños

Y baúles que flotan

En la patente de alguna subasta antigua,

Soberana que tiene


El monopolio de mis escuelas.

Sirope de luna


Qué tendrá la tristeza que es a veces tan afilada y tan niña, mostrándose entera, subiéndose la falda para enseñarle al mundo sus braguitas llenas de barro, sus rodillas magulladas, esa cicatriz de ir por el pueblo sin ruedines.

Hoy es sábado, un sábado que tiene en su nombre más oes que aes, que ha perdido su esdrujulismo festivo y se sienta, llano, en el alfeizar de la ventana a fumarse un cigarro. La noche intenta tragarse ese cielo aún iluminado pero no le sale abrir bien la boca, la luz se sigue colando entre los plátanos de sombra y una trompeta llora al otro lado de la calle.

La urraca ha encontrado la anilla de la lata, y esconde su lamentable tesoro de los ojos muertos del anciano de verde. Esa niña llena su boca de burbujas calientes de la lata que parió el patético tesoro que se lleva la urraca. La trompeta es la banda sonora del patio donde vive el padre de esa niña que llena su boca de burbujas calientes.

El anciano de verde reza un padrenuestro; perdona nuestras ofensas, se dice. Y un cierre echa la cremallera frente a todo el cretinismo que un bar contiene. Beba Coca cola, reza. Y un mitin improvisado de campaña electoral se escucha dentro de un coche.

La niña es la tristeza, pero aún no lo sabe. Eructa despacio al sábado estúpido y, aburrida, comienza a levantarse la falda.

 

Cazador cazado

Me dejo venderme en silábica forma
al trazo tuyo de tu prosa verdugo.
Cedo, afásica yo, a tu palabra afilada;
tus letras malvas en mis párpados fáciles.
El sol expresando diáfano
tu cháchara sobre mis carnes.
Después, me miras, quebrándote,
sujetándome sobre tus culpas.
A los muertos, que cuando apenas se los ha olvidado, vuelven para dar la lata.
 
(también a tu aterrizaje forzoso que te ha desollado los talones).
 
 
 
Quién sabe, si acaso, yo no te acompañe en esas horas de desvelo y decida ser, en lugar de un montón de dióxido de carbono, tu endecasílabo, libadora de jazz, el otro lado del cuadrilátero.
Veo la luz caerte sobre la frente y, así, comprendo quien eres, y es entonces que todas mis fuentes de ternura se me desaguan.
Me vas contando que no entiendes aquello, o que te gusta eso otro e intuyo una indescriptible pena, idéntica a la mía, alojada en algún lugar próximo a tus costillas. Con ella decides abrir tus alas y concederme una fábula.
La fábula es azul y te traba un poco la lengua y yo, sin mapa, recorro entera tu fábula, tropezándome las más de las veces. Mas, al final, no solo la comprendo, sino que apenas puedo distinguirme de tu fábula, de tu lengua trabada, de nuestra indescriptible pena alojada en algún lugar próximo a tus costillas.
El sol sale. Me disipo del dióxido de carbono. Abro los ojos para que tú me cuentes una fábula; tú, después, cierras tus ojos.


¿?

La pregunta era amarilla con motas marrones,
un sarpullido de barro sobre un sol inmenso
que antes ardía sobre los niños,
una pregunta asustadiza en su decisión,
petulante pero acomplejada,
una pregunta suicida y temblorosa,
que ha venido a errar por definición.


La he hecho girar sobre las palmas de mis manos,
convirtiéndola en una bola firme y sucia
para después colocarla a la intemperie,
esperando la lluvia ácida, la bomba de Hiroshima,
al ahorcado en la plaza del pueblo.
Allí, anodina en su exposición,
se chascaba los dedos esperando la última misa.

Los perros han hecho pis sobre ella,
tres japoneses le han hecho alguna foto,
una banda callejera ha tocado el saxo,
y el contrabajo, y un acordeón
afincados en sus aledaños traseros.

Una bola absurda que no ha llegado a conocer el debate,
la lid, la disputa,
una simple esfera manoseada
para rodar de la duda a la desaparición.


 

"Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo"

Un niño dibuja con tiza un círculo inacabado para no quedarse encerrado en el centro, me mira como para que yo le comprenda, necesita mi mano para salir por el hueco del trazo incompleto. Cuatro años, quizás, y acaba de regalarme la más exacta metáfora del tiempo; luego, coloca la tiza sobre mi mano, no tiene ninguna intención de ser el responsable del encierro que es la circularidad. Le sonrío. Cierro el círculo.
 
La circularidad, esa vía de servicio de las patologías, de los traumas, de esa historia de vida que te cuenta alguna víctima, con ese pesar que huele a reprodución, a clonación, a duplicación y así ad infinitum. En esos casos, uno debe decir algo así como te comprendo, pero no puedo hacer nada para rescatarte, órbita enferma. Gira. Gira. Tu suerte y tu desgracia es que nunca vas a estrellarte lo suficientemente en serio como para no volver a retomar la curva que es tu gran obra.
 
El niño ha salido despavorido del círculo y corre en línea recta, abandona el parque buscando césped.