La plaza de Chamberí

Cuando todo va mal y me siento pesada, cansada, desencantada y sin fuerzas, no puedo evitar evadirme y volar a mi infancia. Mi niñez no fue un campo de rosas pero tenía un rincón lleno de magia, juegos, ilusiones, caricias y risas. Mi país mágico era la casa de mi abuela. No viviré suficiente para agradecer ese reducto de luz que se me ofreció al nacer.

En verano mi abuela que tiene alma -y piel- de santa a 40 grados nos sacaba de casa para que las tardes que reptaban despacio, acalorando a los niños, fueran lo más divertidas posibles. Y nos llevaba a la castiza (y desértica en agosto) plazoleta de Chamberí.
Recuerdo sus "ruedas" balanceándose achicharradas por el incansable "Lorenzo" que conseguía abrasarme las nalgas si me sentaba con falda, sus árboles inútiles, sus eternos "sube y baja", su fuente calentorra y, sobretodo, los juegos, las risas, los sueños que nunca se me cumplieron volando en la rueda, las peleas -de amor- con mi hermano, los flanes de arena, los flashes de fresa y los polos de hielo... Era simplemente y llanamente feliz, sin más...

Dios, ¡cuánto te quiero, abuela!