Hago que duermo.


Martes. Plomizo. Está cargado el ambiente callejero con cierto tempo dominical. Es mi horario laboral, pero mi mente vaguea rechazando los quehaceres que me observan desde encima de la mesa; yo también los miro, burlona. Porque me produce un extremo placer que me esperen mientras yo me dedico a pulsar el teclado haciendo magia: cambiando la inmaculada blancura de mi pantalla por el acelerado y sinsentido sombreado de esta tormenta de ideas.

Hoy me siento especialmente juguetona. Veo por encima de las cosas, planeo unos centímetros más arriba, lo que me permite ver toda la pieza e incluso encuadrar la sombra que proyecta. Aprovecho el ejercicio.

Viandantes. El señor corpulento, arremangado en este día más que fresco. Un mensajero manosea un mamotreto de papeles con el hastío propio de un octogenario de despacho. La chica bonita que fuma y que, siendo bonita, se regala a sí misma una imagen adecuada al peor espejismo imaginable.
Cada uno con sus cosas. Cada uno con sus sospechas, sus desdichas, sus quimeras, sus disimuladas faltas y sus íntimas pretensiones. Cuentas de un mismo collar eterno, infinito. Un, hasta el fin de los días, perenne lamento de insatisfacción.

Pero y, a pesar de todo, el día tiene su actividad, cada uno sabe estar donde le corresponde. Nadie tira la toalla y se mofa de su vida, haciéndola un corte de mangas. No. Celebremos esta absurda constancia porque nadie va a avalar nuestro desacuerdo. Porque estamos muertos de miedo. Porque nadie nos ha educado para romper filas, ni nos hemos parado a pensar que somos los protagonistas de la letra de una chirigota. Y porque es mucho más difícil darle un sentido a todo esto que poner el piloto automático.

Ante las naúseas, vuelvo a mis huérfanos quehaceres que me necesitan más que nada.