Mudanza


Ni cristales rotos

ni engranajes desgastados.

Mis oídos saben que es ser trashumante

 cada invierno de esos nombres.

El sonar de un nombre que estuvo

el nombrar un sonido que fue

Imitar el repiqueteo de unos besos

y buscar en otros

 el sonido de los que vendrán.



La cacofonía de la ausencia

y la discordancia de la retirada

Escuchar de un lamento que rebota

contra la pared que cercó la fábula

y saber que habrán otras

que silbarán otra despedida

en esta vida que siempre

está de mudanza.
 
 
 

...

No habrán luegos.

Hubo un día en el que yo me hice codo con codo con mis dudas y las di paso. Dejé que se solidificaran en preguntas y pesaran en mis bolsillos. Quise que fueran ellas las que pusieran en aprietos al confesor y las que libaran mi angustia y, ahora, en las noches en las que vuelve a investirme el ataque de pánico de las 1:40 horas, yo, colocada al borde de la cama, levanto mi cabeza y te rezo: a ti, perplejidad; a ti, irresolución; a ti dilema. A ti, soberana y maestra incertidumbre.

Debajo de los párpados está todo lo que tú eres. Yo lo sé. Y yo los levanto para robarte toda esa luz que has visto al borde del mar; para arrebatarte todas esas historias que te han contado los libros que tú lees y en los que yo no creo; para saquearte todas tus travesuras. Y a la vez, por esas rendijas que mantienes abiertas para que respiren tus pestañas, voy introduciendo mis dudas: el por qué del martes, ese nosequé al que no supe nombrar el jueves y el derrumbamiento del sábado. Y tal vez, mañana al ponerte en pie, quieras sin más explicármelo y menear tus manitas mientras comes la fruta que está muriéndose ya esta misma tarde.

Entre mis brazos acuno yo esta senda. Ella simplemente estaba ya al otro lado de la ventana cuando a mí me dio por asomarme. Yo la mezo, como si pudiera consolarla. Ella es mi fin y lo sabe. Pero se hace la tímida y no dice nada. Mientras tanto, yo arrullo todos sus vericuetos.
 
 
 

¿Y qué?


Me falta

 la voz dentro de esta garganta

cada forma de apuntar

las pretendidas

ceremonias  que aprieto.

Y una mano diestra y un paso firme

Entiéndase

 (me falta)

Entiéndase

(no tengo)

la palabra justa.

 

Tengo todas

 las verdades que afeito.

Todas esas

en las que, ingenua, creo.

y

me sobran

 esas palabras que expiran

antes de dar a entender

lo que quiero.

Fue





Era yo

    Y yo  nacía

     Y mamaba del pecho,

     Comía de todos los maizales,

        Escuchaba cuentos de todas esa bocas.

                   Me vestía de las pieles más vistosas

                                               Y

                                                     Te conocí en ese verbo, el que vomito

                                         Y me desnudé.  Al principio, lo justo.

                                   Luego desaprendí  lo que supe antes. 

                               Y me moría de hambre.

                           No hallaba la teta.

                    Y yo moría.

No estaba.

                       
                              

Bártulos


 
 
Envidio tus piernas que te permiten

 refugiarte en el parque.

Envidio tu fe que te permite lanzarte al vacío

 y descolgarte del minúsculo mapa.

Envidio tus quejas,

tu afonía después

del revuelo,

de mi llanto,

de mi apocalipsis.

Y envidio todo ese laberinto

que conoces al dedillo,

que lames sin descanso,

que  muestra en mis pesadillas

esos dos pisos,

esa buhardilla tuya,

este sótano mío.

Abecés me son (y, a veces, me son)

Se hacen obús en mi estómago; entonces, sé que llegan.
Son visionarias, esas palabras mías que me cortan la respiración, que amoratan mis manos, que acrecentan mi rabia.

Oráculos a los que sirvo indecentemente.
Visionarias. Mías.

Más yo que el yo con el que me desenvuelvo.

Abejas zánganos del orden que todo lo desordena. Pulsos que se agitan; signos vitales alterados y, a veces, la muerte en un intervalo lo suficientemente largo, insultantemente corto. Suficiente y escaso como todo aquello que brilla, como las tristes verdades, como los segundos de este segundero mío que va, ahora sí, ahora no, descomponiendo mi vientre. Haciendo trizas a patadas lo que ayer guardaba fuerte en mi puño y hoy, a la luz, no es más que polvo aún caliente pero polvo que caerá sin peso, sin vida, líquidamente hacia el suelo. Y manchará mis botas. Y será un estorbo. Y me será ajeno.

Son ellas. Únicas.

Automáticas e impacientes me van contando: tú así, tú estás, tú eres. Y yo que no sabía, sin su purga, todo lo que yo guardaba aquí adentro. Y, en su vómito, me reconozco. Siempre viene siendo así.

Las amo.

Las temo.
Desdecirse. Desnudarse de nuevo del hábito que dispone a rezar al becerro de oro.
Decir diego, donde se dijo digo.
Abandonar a zancadas el pasillo de la inercia y debatir contigo misma el entusiasmo al que sueles tender.
No ser más polilla de esa luz.
Desdecirse.
Desnudarse.
Apagar esa luz.

Cuando abrazo mis lunares no soy más

Tierra de nadie; me cerco y reconquisto.

Sólo mía.

Ecos de tu lengua que me obliga

A ser emigrante de mi sentir,

A naufragar destrozando la madera

Que me hacía navegar por el asfalto

Que es sólo asfalto cuando alguien,

Siempre tú,

Toca mi hombro y me lo advierte.


Ahí fuera


Las ocho menos cuarto. Cuántas ocho menos cuarto como éstas se confunden en mis jornadas. Se enredan como un racimo de percebes, creando una oscura piña indiferenciada.

Una vez más, escucho morir el día con toda su rotundidad desde esta lánguida habitación, donde los días no tienen más función que sucederse unos a otros como esas guirnaldas de cumpleaños compuestas por siluetas de papel, donde la primera figura es exactamente igual a la segunda, y ésta a la tercera y la tercera a todas las demás; como un macabro guiño del destino que se burla de mi vacía existencia.

Acumulo días y lo hago con toda esta precisa conciencia, tan palpitante que no pasa por alto ninguno de los signos que señalan tanta vida ahí fuera frente a la agonía que reúno aquí dentro. Físicamente dicen que estoy vivo, vitalmente estoy muerto.

 

Sin embargo, cada mañana, como un clavo, levanto mis párpados y con masoquismo escucho el discurrir de la vida. Oigo cómo suben los cierres de cada establecimiento, uno tras otro sin faltar a la ceremonia, con ese gruñido contundente que anuncia el despertar del movimiento, que viene a contarme que el engranaje sí gira, que la máquina -y la vida- sigue su curso, aunque yo, una vez más, falte a la cita.
Los buenos días lejanos de los viandantes atareados me llegan sin tocarme. Benditas sus tareas. No se detienen, les esperan sus quehaceres; se calzan la prisa y la aborrecen; y yo daría cualquier cosa por tener un solo motivo por el que apresurarme.

 
Esta mañana, sin romper la rutina, vino a verme el doctor Rivadulla. Le intuyo mucho antes de su aparición; se perciben por el pasillo sus cuidadosos pasos con sus zapatos de goma que, con cierta desgana, serpentean el corredor tan sigilosamente como lo haría un reptil, despacio, cauteloso, pero con la seguridad de que la presa se encuentra inerte. Carraspea secamente, con timidez, y su carraspeo resulta demasiado atrevido en este camposanto.

Se cuelga la sonrisa al introducir su rostro en el umbral de este mortecino rectángulo y lo hace como el que se coloca una corbata, simplemente porque combina con su camisa. Sonríe porque intuye que el gesto casa con éste, mi lugar y con ésta, mi situación. Utiliza su sonrisa a modo de bálsamo, del mismo modo que mi abuela colocaba paños de agua fría sobre mi frente cuando yo ardía de fiebre.

Entiende que necesito su sonrisa, pero entiende sobre todo que debe ofrecérmela y, de ese modo, invariablemente, cada día me entrega su limosna porque me compadece, porque soy una de las piezas de su gran obra y porque soy un pobre hombre que siente frío. Me calienta con su sonrisa, con ella cree caldear mi vida, pero lo cierto es que lo único a lo que acierta es a aproximarme sin un ápice de fe, mi medicación.

Mi medicación. Todas esas píldoras de colores en un vaso de plástico, donde creo que se congregan casi todos los colores del arcoiris. Pura poesía. Como un arcoiris que recoge en sus entrañas todo el veneno al que vengo acostumbrando a mi organismo, todo ese tóxico que necesito para no empeorar, pero que no me mejora. Y, dócil, lo introduzco en mis adentros con robóticos ademanes, como un corderillo lobotomizado que no entiende qué pasa, si bien sabe que nunca pasa nada. No conozco sensación más salvaje que entender por completo que no se entiende nada. Engullo las píldoras y, entonces, incluso doy las gracias y vuelvo a mi letargo.

 

Esta tarde la vida me ha dado un pequeño homenaje; tras la insulsa comida, una explosiva lluvia cayó con fiereza y bajó la temperatura, subiendo la nostalgia. Pero del mismo modo que cesan de repente las demenciales pataletas de los niños, la tormenta cesó, dando paso a la calma y a una apacible tarde. Entonces, sintiendo algo que podríamos llamar entusiasmo, aunque reconozco que no me entusiasmo hace tiempo, decidí salir al jardín. Lo primero que me embargó fue el inmenso aroma a tierra húmeda que anegó mi pituitaria, oxigenándome y llevándome románticamente a aproximarme a los rosales que se erguían mojados pero impasibles tras la feroz afrenta del agua. Estando allí, de pie, sin más que hacer finalizada mi empresa, descubrí a unos pocos pasos una niña que se divertía con ágiles cabriolas; supuse que pertenecía a alguna visita dominical porque creo que hoy es domingo. Su inocencia e ignorancia no la permitían apreciar el doliente lugar donde disfrutaba de su excursión, tal vez, me dije, su abuelo demente vegeta por el alrededor. Pero ella, ajena, botaba una menuda pelota de goma que lanzaba débilmente hacia el suelo y rebotaba grácilmente con una ligereza que, al llegar a la cúspide de su rebote, parecía que revoloteara unos segundos en el aire y se detuviera como lo hace, frágilmente en su vuelo, el colibrí. Apoyado por esta imagen, dejé que mis recuerdos vagaran por mi niñez, cuando jugaba a la guerra y me esmeraba en construir imponentes trincheras con enormes piedras que apenas podía levantar. De repente, algo golpeó mi pie; junto a mi ajada zapatillas de paño, resplandecía la pequeña pelota de goma que era más flamante y juvenil al posicionarse al lado de mi calzado gris. Me agaché y la recogí y, al levantar la vista, vi como la niña que sujetaba su pelo con un enorme lazo rojo, se aproximaba con retraimiento, pero con decisión. Levanté mi blanquecina y anémica mano para cederle el revoltoso juguete a la joven visitante y, entonces, me miró temerosa inicialmente y sonriente, después. Me alejé furibundo y a grandes zancadas de aquel escenario, sin volverme y conteniendo la respiración.
Estaba lastimado. La culpa la tenían esos ojos y todo lo que contenían. Contenían la vida que yo no tengo y juraría que todas las vidas que uno pueda imaginar. Guardaba en ellos todos los amaneceres, todas las flores, todos los besos de amor, mis antiguos viajes, todos los bocadillos de salami que he paladeado, e incluso la foto en blanco y negro de mi madre cuando se casó. Eran obscenos.

Por eso, hoy, espero que caiga la noche, pero esta vez no dejo morir el día, sólo necesito la oscuridad como vehículo para mi fuga y dejo esta carta, a modo de explicación. Tal vez un día alguien advierta mi falta, tal vez mañana el doctor Rivadulla no tenga con quien ejercitar su absurda sonrisa, o tal vez tan sólo oreen mis sábanas y extiendan mi medicación al loco de la siguiente habitación. Nada importa. Me voy, sabiendo que fuera nadie me espera, pero expectante porque dentro sólo soy un pobre incapaz que no sabe qué hacer con la sonrisa de una niña y sin embargo traga diariamente, sin reparo, esas fútiles píldoras de colores.

Pido el invierno

Abro la boca y te recito a medias,
siendo el desconsuelo mi gesto
y el dolor instructor en la angustia.

Abro la boca y te rezo.
Cabes aquí, en mis ojos,
en mi inercia
en este saqueado pueblo.

Abro el otoño y pido:
permite
brotar
la flor
del próximo ajusticiado invierno.
Ya mi madre, entonces, hallábase inmersa en las fiebres que a mí hoy me acaecen. También esputaba a la mañana bilis acumulada por los pobres que tallaban en las paredes del barrio el decálogo de cada día. Ya ella reclutaba la incomprensión en su regazo y hacía sombreros con las pajas que nunca permitió que descansaran en su pelo.

Mucho después leería yo sus quejas atadas en un amarillento legajo. Las leí y las reconocí al punto; las leí y hubiera podido firmarlas en ese mismo momento.
Tras engullir el puré me supe fielmente suya, tras digerirlo entiendo que nunca me he parecido más a nadie.

Tras la primera desilusión, es tal vez cuando hizo mi molde. Aprisionó la rabia entre sus dedos y creó un cuerpo y fue añadiendo precisamente sus cosas: duda; hipermetropía para aquello de allí y miopía para lo de aquí ahora; me insufló la negación ante lo incompleto en los ojos; moldeó mis piernas dispuestas para la huída; arrancó de mi programación la paciencia y la templanza, que tan poco le habían servido a ella; dio a mis manos la capacidad de gesticular siempre, incluso en el más atolondrado silencio; dentelladas; capacidad de recuperación; neuras y miedos.
Con esos ingredientes en algún momento me creí desgraciada; ahora sé que tengo todo lo que me falta y que me sobra todo lo que tengo.

Me retuvo en su vientre durante nueve meses con sus lentos días y sus largas noches. Me convertí en su olor, fui sus colores, respiré desde sus adentros. Venía ya floreciéndome un poco más allá de su vulva, haciendo puzzles con sus resquebrajados órganos vitales y bebiendo de su líquido amniótico ese entusiasmo suyo que ahora es mío, esa desconsuelo claro, suyo, que ahora tengo.

Nada más romper el cascarón de su placenta acicaló mi pelo con afeites de la vida a la que tempranamente ella se venía acostumbrando, arreboló mis mejillas con el asombro para que nunca lo perdiera, para que me perteneciera siempre. Y poniéndome de pie, frente a su figura, me dijo: “algún día todo esto será tuyo, haz de ti lo que yo nunca hice de mí, dame de comer aquello por lo que yo me muero de hambre, dibuja mis pensamientos, cumple los sueños que yo tejo”.

Me afano en ello y aún así, más noches de las que debiera, la vine sirviendo la decepción en una enorme taza de plata.

Nanas

Sus amaneceres, necesariamente, han de comenzar con el deshoje de las palabras con las que dormía a los niños. Yo fui uno de sus niños a los que durmió con palabras y, ahora, frente a todo este ruinoso alrededor, me reconozco como uno de los seis adultos a los que “despertó” con metáforas.
Alimentaba su estómago de café puro y conquistaba la vida con su corazón blando. A veces, hablábamos con supu...
estos que eran yoes que se disfrazaban de probabilidad. Y yo, me hacía la tonta y también me distanciaba de la personita que, hábilmente y con la velocidad del pistolero, atinaba a sacar de sus bolsillos.
Me explicó la importancia de la miga de pan. Y cuántas veces, juntando con ella las manos, rezamos a la miga de pan y sé, cuando la miro, que sabe que yo sé que ella sabe que la miro y que sabe que no lo he olvidado.
Me explicó, entre semana, la palabra barrio y me dijo que no es la ubicación geográfica en la que te desenvuelves. Me enseñó las pertenencias de un barrio, mientras me canturreaba haciéndome un bocadillo. “El barrio es, el barrio es, el barrio es, niña, el barrio tiene”: sus tiendas –decía- con sus tenderos y sus delantales manchados por todos los chismes del vecindario y la mirada resabiada de aquél que conoce todos los secretos del otro porque sabe qué yogures come o que talla usa. “El barrio es, el barrio es, el barrio es, niña, el barrio tiene”: sus bares. Oh, -decía- sus bares, con el collar de cuentas que componen todos los aplicados en la barra. Y allí me hablaba de “El Campanilla” y de Teresa, los dos sordos más famosos de Chamberí.
Y me contó de corralas y de amores, de parroquias, mendigos y vividores.
Se dormía “al pie del cañón” y soñaba que abrochaba los botones de mi abrigo y los botones de la cajita de cristal en la que nos había colocado a Javi y a mí. La cajita olía a jabón y a unos bollos insulsos que hacía con harina y leche y que festejábamos con palmoteo.
Representa un papel, el papel más bello de la historia de mi vida. Y qué suerte que es para mí y qué suerte que todavía sabe que yo sé que soy afortunada y que todavía sabe que yo no lo he olvidado.

Y qué suerte que todavía está.
Me ocultaba el origen de esa nada que era todo, que conducía sí o sí al abismo de martes a lunes. A veces la diseccionaba, por si su umbral pudiera estar en algún punto estratégico de mi sien; encontraba en ella toda una pluralidad de formas sin nombre que ni me pertenecían ni dejaban de pertenecerme.

En un continente de vidrio, que podía coincidir con un simple jueves, el todo: mi incalculable s
oledad a la espera de que esa tarde mutara en una noche de fuegos artificiales; mis dedos ansiosos volando sobre el teclado para escupir la bilis, para burlar todo ese silencio que hacía tanto ruido; el teléfono callado o expectorando infierno en un torrente de lacerantes palabras que más tarde se iban a colar insolentemente en mis sueños; las paredes que se iban juntando despacio para dejarme en medio de la, cada vez más reducida, sala. Ese hábitat que era, entonces, mi hábitat.
La desesperanza prendida en mi pelo y yo, tenazmente, aún negándolo; barriendo diariamente de podredumbre toda esas ruinas y acicalando la porquería que así, amontonada en un rincón, opinaba, podía pasar desapercibida.
Todas las mentiras que me coloqué a mí misma, los tic-tacs, los pi-pis y el zumbido de mi mareo. Todo dispuesto decorosamente para hacerme perder el entusiasmo y convertirme en una sombra que se arrastraba en silencio y se condena al filo de un barranco, a pesar de tener la certeza de toda la vitalidad que pululaba en las afueras.

De repente, todo fue un jueves y, de repente, todo se volatiliza, de nuevo, otro jueves. Las cosas se van como vienen; de la nada emergen y con la nada se confunden, una vez dejan de atarearse en su existencia para ponerse a conciencia con su desaparición.
Se van las cosas y se llevan consigo todas tus preguntas y, lo que es peor, se llevan de equipaje todas las respuestas. Y así, después, ahora, pienso que de nada sirvió ahogarme en toda esa nada que ya no existe, ni valió mi dolor, ni mis disecciones.

Mi hábitat ahora es otro. Ya no escribo desde la angustia, ahora lo hago intentando comprenderla.
El dolor de ese parto no dió ningún fruto. No alimentó amor alguno.

 Entre tú y yo sólo hubo precarios cortafuegos.

Pastiche

Cárcel de engreídos barrotes
dispuesta para la angustia,
qué sencillo me fue,
al fin y al cabo,
pulverizarte en arena,
apenas con un creyente soplido.

A la mesa de la cena de los idiotas,
acostumbra a sentarse un predicador
pero, gracias a dios,a menudo le acompañan
un ateo y un escapista.

Y, entonces,
la cena se convierte en juerga
y el ateo multiplica los panes
y escapista sale a por más vino.

Invariablemente,
el predicador se queda sin postre.
Habitualmente,
disimula consagrando el jaleo.
Te advierto acumulando el verdor de esos campos en tus ojos, toda esa beldad que se espatarra obscenamente delante de nosotros.
En tu cara, el gozo y la libertad, se ocupan de tus rasgos. Sobre los hombros, mi descompuesto ceño muta en urna de cristal que va revelando mis precipitados pensamientos y mis lúgubres fantasías.

(He visto una escalera de madera podrida que suena bajo nuestros pies y que a mí me parece un mal presagio de lo que vendrá.
Un pie. Y otro pie...
Y mi sensibilidad avizor y mi feroz pensamiento encumbrándose por encima de la tarde más apacible con la que me he topado últimamente –eso sí, fuera de mí-

Te distingo yéndote, a veces, despacio; otras altanero y diligente, ocupándote exclusivamente de tus propios pies. Yo me veo detrás, en otra atmósfera y veo cómo me elevo y luego, arriba, me desinflo).


Algo has dicho que me ha sacado de mi ensimismamiento; entonces te sonrío y retorno a encerrarme de nuevo en mi particular maraña de hilos inconexos que me ponen sobre aviso de una manera urgente de algo apremiante.

Antes del alumbramiento de mi visión, me empiezo a ocupar de tergiversar el futuro.
Fructificaré los segundos de esa noche para ser uno contigo. Para ser, mañana, dos y, desde mañana, para siempre.
Antes de que amanezca, te habré desmantelado, porque lo he visto y siempre es igual.
No deseo en mí cara pucheros, ni escaleras podridas, ni estar alerta, ni quiero elevarme y, mucho menos, desinflarme arriba.

No volveré a fantasear con las negras probabilidades hasta que me ocupen todas las entrañas otra bella tarde como ésta.

Cuatro primeros a elegir

Tiene experiencia, exigida experiencia, en casar las puntas sueltas de todas sus vivencias absurdas para darle a su vida una linealidad coherente. No ha podido ser de otro modo; ella es una superviviente y se empecina en incluirse dentro del conjunto de la normalidad, a pesar de haber decidido, tras mucho meditarlo, divorciarse de todos aquellos que se parten la boca a...
codazos por pertenecer a “la primera fila”. Pobres diablos que desconocen lo relajadamente nítido que se ve desde la última fila todo este apestoso teatrillo.
 
 

 Sea mi fábula, la tuya
 o dispóngase al revés y,
entonces,
partiremos de cero
en repartir esta culpas.

No incites a nadie
a tus talantes sin saber
si le son forasteros tus anteojos
y si está dispuesto a pagar
sus pesetas en tus panes.

Sólo es universal el hambre
de puchero
porque el resto de apetitos
varían en los vientres
y se corrigen en las dietas.

Bulto

Ni más ni menos apetecible queda este martes que, como víspera de festivo coqueta que es, se arremanga la falda con sonrisa presumida.
Ha amanecido como todos los días desde que me conozco, tal vez un nanosegundo más tarde que ayer, pero mi silueta moteada de jueves no ha sabido apreciar la diferencia. Apenas habían alzado mis pestañas, yo ya olía tu espuma y me he henchido de dicha.

Qué tendrán las presencias en nuestras vidas que tanto ordenan. Demasiado bolero a la ausencia, a la pérdida, a la disolución. Reconozcamos las presencias y empleemos unos minutos en auditarlas: tú estás, eso está, aquello también. Los que no auditaron sus presencias, luego no las reconocen como ausencias. Porque está muy bien lamentar la ausencia o brindar por ella pero, sin duda, está mucho mejor vocear las presencias que ocupan mucho más espacio por más que nos empeñemos en que no.
 
 
 
 
(pintura al óleo: Sútil presencia)
 
 
 
 
 
Yo que me asía
a esa vid
que no era,
que me ajusticiaba
entre sus vanos frutos,
me senté un instante
a auscultar la angustia
de mis nulos intentos
de respirar.
 
Y, allí, tras mis nubes,
venías trayéndome
la gracia de mi sangre
mojando tus labios,
Bebiéndola y bebiéndome
y
con apetito,
dictabas,
“dame tu vida, dame mi vida”.
Me pediste
y
yo
que me eché a temblar.

Ábranse hoy en canal
mis arterias
Y vivamos
y enséñame, de nuevo,
a respirar.
 
 
 
PATIENCE

...

 
Enemiga de nuestra ansiedad
te muestras.
Hermana de la contención,
ecuación del tiempo
y la entereza.

...
Ahora,
que te necesito por encima
de todas mis prisas
y mis vértigos.
Lumbrera de la vida.

Eres.

Imperturbable tu entereza,
que vistes de indolencia
ante mis zozobras
y me pides la espera,
el sosiego.

Aguarda,
me dices.

Necesaria
te muestras.

Me haces rezar al calendario
Y aprehenderte
entre mis prendas
 

- Algunos lunes -

Hoy que me he puesto en venta por doscientos gramos de frescura y que, en aquella esquina, me he apareado con los apetitos y he conseguido despilfarrar todas las dudas en la única empresa de resolverme en cómo me coloco el pelo.

Hoy que corría el aire y alzaba las faldas y el lunes era ágil y risueño; que retozaban las gentes y se fusilaban por pares con piropos y guiños, como si en todos los dedos gordos se celebrara una fiesta.

Hoy las mentiras corrían despavoridas por las calles, huyendo del tiempo que todo lo hilvana con sus hilos de evidencia.

Las palabras inurbanas venían colocando sobre su frente la visera del adiestramiento, temerosas de que el sol las descompusiera y de que los viandantes no tuvieran más remedio que salvaguardar su nariz con los dedos, torcidos del asco.

Hoy los chismes, las calumnias, las deslealtades y mis tristezas, cogidas de la mano y con más miedo que vergüenza
que nunca la conocieron- salían al exilio, señaladas por el dedo índice del juicio y, en su carrera, se giraban a mirarme sabiendo, por vez primera, que jamás me han alcanzado del todo. Y lo que es peor, que nunca fui suya.

Estas obras que se están engendrando en mi vientre, levantan mucho polvo.
Algunos días, emanan vapores pestilentes que desmerecen la vida por las aceras. Otros, como este lunes, hacen barrido general y la tarde suele quedarse, tras el sacrificio, diáfana y bella.
Arrojar al fuego lo ayer sentido,

despojar de las pieles tactos apagados,

hacer limpieza de versos moribundos,

calentar café de recuelo con finales

y beberlo despacio, acatando la purga.



Sentarse luego en el filo del olvido,

descolgar las piernas y codiciar su efluvio,

dejarte abrazar por él. Te ha elegido.

Abaratar la aflicción que no es más que un cuento.

Calcinar la hojarasca.

Buscar el verdor.

Necesarias vanidades



"Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego -encender una vela, andar con ella por el corredor- nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos."



Llámame vanidosa, si lo deseas
pero solicito:
Sentir que soy contigo uno sólo,
que es mi parte perdida
tu mapa de los lunes;

que mis sueños inquietantes
no son más que humo

porque tú,
con tus dedos,
y un simple chasquido
vas a hacerlos desaparecer
del bosque de mi angustia.

Que este frío es pasajero
porque en el hueco de tu pecho
vas a recogerme luego.
Que no habrá inviernos
porque tú,
siempre,
vas a traerme flores
recién cortadas.


 
Que sólo elegiremos
de las palabras, aquellas
que aman y protegen
y alguna que otra
que aconseja y
que comprende.

Que no hay miedo
porque tus dedos,
enlazados a los míos,
son muralla.

Y, a cambio, prometo
Dár(te)me
entera yo,
y talar todos mis remilgos
para que, pedirte algo,
sea tan sólo una excusa
para ser tuya.





Porque tú, porque tú, porque tú. ¿Qué somos sin tú? Somos yo
Tergiversar a la población
con infame jerga,
asignando fuliginosas
aleatorias variables.
Trazar una probabilidad
saturada de indecibles
doctrinas ponzoñosas.

Cargar de inferencia
aquellos datos
y elegir a dedo,
sin justicia,
alguna víctima,
obligándola sin más
a convertirse
en la necesitada muestra.

Embriagarla y corearla
“eres parámetro“.
Darle la vuelta,
invirtiendo
en esa empresa,
de cuantificar su yo
Y analizar
cualitativamente
su existencia.

Maniobrar resultados
con la técnica
de repetir como un mantra
aquella hipótesis.
Y después
extrapolar el enredo,
creando axioma,
para poder ocultar
tanta vergüenza.

Indulto

A la hora de la eucaristía
ni hago fila
ni mantengo ese cuerpo
frágil sobre mi lengua.
Ni antes
he catalogado
mis faltas

Y,
Sin embargo,

me provees de penitencias
y tus ojos
clementes
me miran
y resulta
que me reconoces.

Después

con piedad
prendes mis manos
y
con devoción
disuelves todos
mis tropiezos.
                                                                                              A L. De Julián López




Con la gala que naciste

 y ese intimidad
con la música
y tu piano
y tus dedos,

tímidos pero suficientes.
No podías suceder de otro modo.

La guerra te besó la frente
y tu juicio, aún entonces,

se desabrochaba de la manera
en que se abren las flores.

Tu pensar es al nivel
de bella mujer liberada,
erguida, lúcida y avisada.
Y no cumples los ochenta.

Salvaje madre
y abuela redentora.

Arrope risueño que,
en las tardes de mi inocencia,
 me declamaba
la voluntad de los versillos
populares y cadenciosos.
Y me hacía volar a ese otro sitio
que existe y que todos obvian,
donde calza la belleza
zapatos de tafilete viejo
y collar de perlas desgastadas.

Te debo mi yo
y todo mi adentro y

no sabes
cuánto de mi alegría,
y cuánto de mi cuento

La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes” (Arthur Schopenhauer)

Tuve la suerte de ser arrojada bruscamente a la realidad” (Ana Frank)

Es ese polvo que se manifiesta de serie encima de tus hombros,
el reconocimiento a cualquier intento,
el laurel que se abre paso sin la parvedad.
El momento preciso,
la forma exacta,
el camino adecuado,
la cuna en la que te reclinaron,
la palabra perfecta,
la oportunidad justa,
esa linfa tuya,
ese descubrimiento del otro.

Lo que se te justiprecia.
El cansancio necesario.
El azar.
El signo.
La estrella.
El hado.
Tu destino.
La casualidad.
El albur.

O la entelequia y tu fibra,
tu acomodo a la tetina
en la que aprendiste a mamar.

Nazareno.

Arrastra los pies y se encorva

como un Nazareno.

Amoratado y con culpa, arrastra

innecesarias heridas,

como un Nazareno.

Lleva baja la frente y se pierde

los alrededores verdes,

las flores y las campiñas,

por ser Nazareno.

A pesar de su postura no ha podido

evitar el bronce de su nuca,

lleva arena en las pestañas

y sal en sus dedos.

La vida sigue soplándote,

mi Nazareno.

Posibilidad

No me hagas creer,
no te lo consiento,
que esto es todo lo que hay,
que no existen más vinos.
sabiéndome como me sé,
matizada de paladar
y hambrienta de frutas.

Cambios las onomatopeyas
de mis alucinaciones
por la cadencia
de mis presunciones
y el brillo de mis zapatos
por todo este barro
que me pervierte.

Y hago la luz,
enciendo mi faro
y distingo siluetas
hechas a mi porte.
Y te cuestiono,
aprendo papiroflexia
e intento ser fiel
a lo que me cuento.



La boca de la veritá.



Génesis.

La incomprensión es una palabra grande y no lo es por bella, ni por justa ni por virtuosa; lo es por protagonista.

Se discrepa. Hay desavenencias, desacuerdos, desamor desde el principio.

En el principio creé el mundo y lo vi bello
Y, según lo hice mío, se trastocó amorfo
Y no estuve de acuerdo.
Y observé a los seres vivos y algunos eran irracionales
Y otros, que yo doté de raciocinio, resultaro...n ser salvajes.
Y no estuve de acuerdo.
Y se agregaron y formaron familias y, en ocasiones,
Fueron Saturno devorando a sus hijos
Y no estuve de acuerdo.
A la noche, danzaban y se cortejaban;
Los machos a las hembras y
Las hembras a los machos...
Y se unieron por pares
Y se mezclaron con sudor y con sangre
Y se reprodujeron.
Y se fueron regalando la indiferencia,
La mentira, las malas palabras y,
Ahora, a la noche, el cruento abandono.
Y no estuve de acuerdo.
Y los hombres decidieron organizarse
Y formaron sociedades
Y los hábiles en el arte de la retórica,
Engañaron a los honrados iletrados
Y, con su repugnante poder,
Más tarde, a los honrados de letras.
Y rompieron reglas
Y se hicieron fuertes
Y crearon religiones
E hicieron la guerra.
Y no estuve de acuerdo.
Llegó la enfermedad a la casa de los justos
Y engulló sus pieles y masticó con saña
Sus vísceras.
Y se negoció con sus curas y
Se mercadeó con sus causas.
Y no estuve de acuerdo.
Y se hizo la oscuridad

 Y el error fue ley.
Y nos pusimos de acuerdo.
 
 

Insaciable él

El deseo no tiene más opción que la muerte:

Ahogado en la garganta,

enquistado como posibilidad

O sucumbido en la piel

como placer insuficiente.



Y eso todas las veces.

Y a pesar de ello,

brota otra vez.


No existe más hábil superviviente

Ni más efímera vida a la vez.


Desear es sólo pronunciar lo que no se tiene;

Hacerlo palabra, ya es sentirlo fenecer.


Deseo con todas mi fuerzas sea lluvia la tarde,

Más si mojan sus gotas,

Codicio seca mi piel.


¿Qué es el hombre?

Motor de deseo

¿Sus motivos?

Insaciable él.

 

 

 


Con verdad en mis talones, camino

y el viento regresa a ser conmigo

feligrés cómplice y travieso

de comienzos que llegarán

y que intuyo.

(Gérmenes encima de mis pestañas)

La eventualidad no es más

que ese dulzón mejunje

de mis quimeras dispuestas

en fila de a dos cada viernes.

Se hace grande la aventura,

mientras ésta, que soy yo,

está durmiendo

y, al despertar,

a la mañana,

se hacen verdad dura y prieta.

Todas mis cosas tuyas.

Ésta que es mi mano

y es tuya,

estos ojos que miran

y te ven.

Estos labios que no son

más que tus besos,

este tacto que sólo

entiende tu piel.

Bajado el gesto,

me exceden los motivos

y sin respuestas

comienzo a comprender

porqué de nuevo es mío

todo esto que era tuyo

¿Por qué entre mis manos

aquello que te legué?

 

(texto de Isis o la agnóstica Sofía)

La divinidad femenina: la diosa.

La soberanía, la guerra y la caza forman parte de sus competencias. Es autónoma, sexual y fuerte.

Su esencia radica en que lo incluye todo: en su interior contiene la totalidad de los opuetos, incluidos lo masculino y lo femenino.

"Trueno: la mente perfecta"

Porque soy la primera y la última.
Soy la honrada y la desdeñada.
... Soy la ramera y la sagrada.
Soy la esposa y la virgen.
Soy la madre y la hija.
Soy las extremidades de mi madre.
Soy la estéril y muchos son mis hijos.
Soy aquella cuya boda es grandiosa,
pero no he tomado marido.
Soy la comadrona y la que no da a luz.
Soy el solaz de los dolores del parto.
Soy la novia y el novio
y mi marido me engendró.
Soy la madre de mi padre y la hermana
de mi marido,
que es mi vástago...
Hacedme caso.
Soy la deshonrada y la grandiosa.

(texto de Isis o la agnóstica Sofía) Documentos de Hag Hammadi.

Juicio

Yo, culpable.

Yo asumo.

Yo, errada.

Y, desde ahora, yo errante.

¿Cuáles son las reglas de tu propio juicio, siendo tú juez?

 

Era un vigilante de pulso y de respiración

Y, de este modo, hice del bosque un lugar irrespirable.

De mis llagas saqué la sangre con la que alimenté el pesar

Y ahora hay que curar dos veces

(La herida sobre la herida)

Y a dos; un mártir y un sacrificado.


La ignorancia no exime la culpa, gritan.

No escucho; desde hoy, en mi huerto, sí.

Porque mi huerto es mío

Y mías sus leyes y míos sus indultados.

Soy desierto, polvo, la maleza y el caos,

Pero en el regazo guardo agua de lluvia

Y cultivo un huerto e invento y leo hoy sus leyes

Porque nadie va a absolverme,

Siendo yo el juez y el acusado.

 

 

Me bajo de la cama y, a pesar del calor de esta mañana cargante que te licua el cerebro y deja las vísceras agujereadas como un gruyere, tengo las manos heladas; me coloco y enumero mis dedos (y están todos); miro mis piernas y las compruebo (y funcionan, me sujetan); busco mis ojos con mis ojos ante el espejo (luego, veo); me susurro y me pregunto “¿dónde estás” y pronuncio y me escucho (tampoco he perdido ni la voz ni el oído).

Me atrevo a asegurar que estoy completa.

Lo enuncio: “Estoy completa”

Pero, al caminar, el vacío de mi vientre se ha hecho aún más grande. La sensación es de un abismo inmenso, de una oquedad desoladora entre mis hombros y mis muslos.

La ciudad que rodea al corazón está en ruinas.

Deseo

Tocar el hielo con la lengua, tentar el hielo.
Qué obcecación barata de caminar inquieto,
Qué innecesaria necesidad,
Qué diminuto imperio.
Si saber que serán aún más grandes
Las ganas que el frío en el labio grana
Porque, según se aproxime al ansiado objeto,
Lo hará desparecer con el propio aliento.
Has de ser trovador de tardes y sabrás acariciar rincones,
llenándolos de luz
y de música.


Serás verdad cada vez que apoyes tus talones sobre el suelo.
Transparente para mí.
Yo para ti.


Sabrás contar historias como si hubieras nacido para ello,
con sus puntos y comas,
con sus silencios.


Volarás sobre la ilusión, no caerás en el tedio,
pero tu ansia de ver
descansará en mi cuello.

Pijama de paja

Tocan la hora porque todo llega,
Lo que consta escrito no es más que ley y
Mi pataleo, pura anécdota.
Tras caer rendida anoche, a solas conmigo,
Siendo el cansancio bruma sobre mi frente,
Cerré los ojos con plomo sobre mis párpados.
Constando yo, entera yo; conviviéndome y
Con mis dudas martilleando mis sienes,
Con el fracaso perfumándome el cuello,
Con mi derrota embozando la aparentada sonrisa.
...

Y, circunstancialmente, ha amanecido
Y mis ojos, que se cerraron por siempre con avaricia,
Han vuelto a abrirse.
Irónicamente tenía un hambre voraz
Que era más rigurosa que mi pijama de paja.
Y mi hambre y yo, sobreviviéndonos,
Hemos prendido fuego al pijama.
Nos hemos lavado la cara doliente
Y hemos maquillado los rasgos,
Cambiando realidad por simiente.
Desayunándonos había luz sin pedirla

Y ahí fuera todos seguían trenzando su fábula
Y aquí dentro, servidora hace lo propio
Y se calza medias de continuidad
Y jirones de naúfraga más que viva.
Y sin apetito y sin sangre
Me he lanzado a la marea, porque eso
Es lo que se espera de mí y
Porque, al final, no somos nada más

 Que peces.

¿Por qué?

Los porqués están sobrevalorados

Porque son difusos,

Porque apenas casi rozan el motivo.

Porque su natural no es la pureza

Porque se mancillan y retozan con tanta cosa…

Dar un porqué es encorsetar verdades

Es meter en un bote un insecto alado,

Es cuadrar con sudor un perfecto círculo.

Es justificarse por no quedar callado

Es cortarle lo pies al sujeto activo.



 

Las personas dichosas tienen un defecto del cual no se corregirán nunca: creen que los desgraciados lo son por culpa de ellos mismos.”
Beauchène



Está recientemente nacido

y huele a pan,

No está instruido en sonrisas,

más las regala.

En medio de mi misa,

me deja sin habla.

Aúpa frágil la mano y

toca mi frente.

Es recién brotado y me arrulla,

Y quepo entera en su brazos.

Liba mi herida y me hace

Infanta, malcriada y perita

En no creer en pretextos

Y en la simpleza del gesto.

El horror vacui no existe, son los míseros sacerdotes

Abro mi mano y extraigo ciento cinco cosas.

La cierro y, si comulgo, al volverla a abrir está desierta.

 

No hay.

Guardo la ceremonia del desprecio,

Allá en aquella luz de esa alborada ventilada.

Y la prendo, a ratos sí a ratos no,

Sobre la esquina opuesta a mi cara,

Allí en ese lado de la almohada.

A veces los males son boletos

De ida sin vuelta a otros lugares,

Plazas donde uno se instruye en el arte

De hacerse su propio pan

Y en el ejercicio de escuchar

E interpretar la verdad de los sigilos

Y a sentirse alegremente acompañado

De esa dama desdentada y sombría

Que se llama soledad y está a tu lado.

De tus nones extraje, apenas sin sudor,

El germen de mis posibilidades,

Del mismo modo en que un día

Fuiste motor de mis bloqueos.

Se escapa tanto el misterio

De aquello, de lo perdido, de lo apreciado,

Que es un sinsentido tener miedo

De peces que se escurren entre los dedos

O de quedarnos callados

porque no hay mandato ni argumento

Ni en la lluvia ni en los claros.

Y no resolverás qué día

tus hombros estén mojados,

Ni mucho menos el tiempo

Que vive lo que has amado.



Pintura: Fernando Beorlegui Beguiristain.



Cosas mías.

No me abrumes con tu lloriqueo, le digo.

Vuelve al dobladillo de mi falda.

Nadie lo entendería,

Nadie vería que realmente eres grande

Porque se te ve tan flaco…

Tú eres mi secreto (y verdad) y yo me ocupo

De ponerte con alfilerillos al borde de mi enagua.

No reniego de ti, eres mi esencia.

Pero imagínate, si yo no te descifro,

Que pueden hacer ellos, pobres.

Desconocen tus pucheros porque giro los labios

Y tus letanías porque son a la noche

Y tus desapegos porque

No tienen noticias de mi condición de exiliada.

Pero quiero que sepas, cosa mía,

Que nadie, en realidad, me ofrece lo que tú eres.

Ni me angustia con esa rabia tuya/mía.

Quiero que sepas, ojera de mis ojos,

Que ellos no lo entenderían.

 

Hoy en la fuente había una fiesta.

Hoy en la fuente había una fiesta,

Saltaba rabisalsera la agüita.

Había sol, había niños; movimiento y alegría.



Yo sentaba, bajo la incolora

Sombra de la higuera mía,

Participaba sin ser parte de la algarabía.


No había risa en mis entrañas

Ni luz sobre mis rodillas,

Pero andaba yo caliente y contagiada sonreía.


Hoy en la fuente había una fiesta,

Que no era la fiesta mía.

Pero fui parte de ella y, ella, fue parte mía.

 

Pero disfrazada de peces

A ti, que te soy barro.

Para quien no soy más que el polvo mezclado en trágico accidente con el agua.

Sólo una máscara, forjada en carencias con demasiado apego a la farsa, carente del banquete del que todos disfrutan; privada de la sal.

Sin sal.

Niña muerta que coge tu mano con intención de robarte el calor. Niña parásito.

Asueto de la muerte, pero disfrazada de peces.

Boca que come, pero no ofrece. Manos que piden pero no dieron.

No habrá solicitudes al tránsito de esa niña muerta en mí.

Soy los ojos que me miran. Soy espejo.


Me siento en el bordillo a esperar otro tren. De esos que cruzan la luz, incluso en las sombras, y para quien sea
me doy-: rayo que por milagro es el albor de los días.

Lavado mi rostro, aunque guarde carencias, con inclinación a la vida, agradeciendo mi almuerzo que nunca me falta; sazonada a intervalos (y no por ello me quejo).

Con vida.

Niña, sin más. Que necesitaba esa mano con intención de compartir el calor. Niña perdida.

Feria de ser, que calza catalepsias.

Labios que sonríen. Manos que están.


Equipaje.

Cuando llega la hora,

Como si colocara mis alas,

Se acabó la algarabía,

Me calzo el silencio.

Y enmudezco.

Aprisiono recuerdos

Y abandono, una vez más,

Las quejas,

El suspiro,

La llaga.

Y arremeto

Soy motor.


Para el movimiento,

Todo equipaje es ruido.

Y pesa.

No guardo el ayer

Ni aquella noche.

Motor.


Mañana, a mi sol,

Entonces,

Tragada la saliva,

Le peinaré el flequillo.

Plan B

Inquietud,
Miedo,
La angustia,
La espera,
La rabia,
El dolor,
El llanto,
El desmayo.
Tu pulso.
Y mi pulso.
La muerte.
Y La Paz.
El barbecho.

Amanece.
Se atan las bestias.
El camino,
El día,
La tarde,
La noche.

La habitada aridez,
La fricción,
La chispa,
El fuego.
La lluvia.
El atardecer.

Amanece e
Inquietud,
Miedo,
La angustia,
La espera,
La rabia,
El dolor,
El llanto,
El desmayo.
Tu pulso.
Y mi pulso.
(la incomprensión)
La muerte.
Y La Paz.
El barbecho.

M.

Para M. amanece un lunes más y, mientras intenta sacar la pereza de todos los rincones de su albornoz, en una situación de lo más mundana, le llega la inspiración; curiosamente, de repente, ya sabe porqué la protagonista de la novela que está escribiendo, detesta la idea de la maternidad. M. insufla tanta vida a sus propias creaciones que su esfuerzo ha de ser doble, dota de una fuerte personalidad a sus personajes, con unas reacciones y comportamientos tan fuera de lo común que, posteriormente, ha de darles explicación. Diríamos que su labor es de creador y de psicoanalista; a esas difusas personitas que van emergiendo de sus noches en vela, les deja hacer, les escucha y luego, lo más complicado, busca la comprensión de esto y de aquello. Esa autonomía que otorga, le complica el trabajo y le hace totalmente ajeno aquello que le pertenece por definición y, en ocasiones, ha tenido que prescindir de ciertos personajes que eran respondones en exceso, que no se dejaban comprender o que, incluso consideraba, jugaban al despiste. En el libro en el que andaba inmerso, los habitantes de sus páginas eran más bien transparentes, excepto esa egocéntrica mujercita, pilar de la historia que, por saberse así, se dotaba a sí misma de la mayor opacidad, jugando con la baza de que M. no prescindiría de ella. En estas ocasiones, no puede evitar agobiarse, porque él que era, en un primer momento, un convencido poeta, dejó de hacer versos debido a que un serventesio le acusó de tener la lírica en la punta del zapato. En aquellos años vivió una terrible crisis y decidió dedicarse a la novela negra y, estando entregado a ella, el asesino se mostró tan escurridizo como una anguila y nunca resolvía el crimen, a lo que hay que añadirle que sus ambientes no eran los más apropiados, dado que se modificaban a su antojo, como si alguien le encendiera y apagase la luz y, en lugar de construir escenarios oscuros aptos para el crimen, los personajes: detectives, asesinos en serie, macarras callejeros y buscavidas empezaban a desenvolverse como en una película de Disney, cuando no les daba por abandonar los suburbios para enamorarse en bucólicos paisajes por lo que, llegados a ese punto, no había por donde coger el asunto. “Los libros de viajes, los libros de viajes”, se dijo. Y se puso a ello, pero, como era de esperar, no pudo. Empezó a sufrir ciertos males, algo así como lo que le pasó al emperador Octavio Augusto tras haber estado a punto de ser fulminado por un rayo; antes de partir se obsesionaba con las condiciones climáticas y empezó a hacerse de un supersticioso intratable, que si un güito de melocotón por aquí, que si una cruz de Caravaca por allá. En fin, que se hizo más bien morador de habitaciones. Desde hace ya tiempo M. andaba imbuido en la novela y nadie sabía de los terribles dolores de cabeza que le venía acarreando. Sentía, en este género más que en ningún otro, cómo le zarandeaban los personajes y en esta nueva novela empezaba a perder los estribos. La agobiante mujerzuela, como la venía denominando desde aproximadamente ya el último mes, se empeñaba directamente en dictarle un por aquí sí, un por allí no y “¡maldita sea!”, se decía, “es que me da órdenes”. El embrollo le llevó a tener que crear un personaje que le plantase cara, pero ella tenía la sartén por el mango: “¿quién sabe más de mi vida, tú o yo?” , le aseveraba, y, en lugar de meterla en vereda, fue ella la que le marcó las pautas de cómo debía de ser y, por supuesto, cómo direccionar su vida. Un día el personaje vapuleado le plantea a la agobiante mujerzuela su idea de escribir un libro. Ella se carcajea. “¿De qué te ríes”, le cuestiona él. Ella sentencia: “Nunca lo harás o al menos lo que escribas será, en todo caso, supervisado por mí. No ves, infeliz, que te conozco como si te hubiera parido”. Y M., dándose por vencido, admitió encontrarse escribiendo su propia autobiografía

El doctor boca de miel




Se encadenaban las jornadas. Recuerdo como me bajaba del coche, llevando más peso del que iba a necesitar para ese día y cómo me protegía con el escudo de esos auriculares que, bajo mis órdenes, repetían una y otra vez la misma canción. De este modo, llegaba a conseguir que la tristeza cada vez tuviera más calado y el truco era que después todo lo que aconteciera fuera irremediablemente más amable.

Ese barrio tiene un olor y unas partículas especiales, elegantes y decadentes a un tiempo y te encuadra y secuestra entre su belleza y su lástima particular. Bajando la cuesta me sentía infinitamente pequeña, desolada y, desde luego, impotente y resignada con la acentuación que suponía más que nada mi exageración, por encima de todas las circunstancias.
En el ecuador de la calle conseguía sentirme mejor porque ese parque, preñado en su interior por la iglesia del patrón de los chóferes, que me saludaba desde la cera de enfrente con su aire de mañana de sábado y con su olor a niños que comían flashes y llevaban el jersey atado a la cintura, me devolvía la euforia del luego, esa sensación de espera inquieta acerca de lo que sucedería después y que, fuera lo que fuese, me alterase para bien o, simplemente, me alterase. Esa ansiedad preciosa que siempre me ha acompañado y todavía lo hace.

Lástima que al llegar al cajero, la intersección me mostrase la calle perpendicular en la que un día corría sin sentido tirada de la mano de mi supuesto ángel de la guarda que, en realidad, siempre resultó ser un maniaco descuartizador en serie. Coincidía, en demasiadas ocasiones, con el nuevo comienzo de la canción que, tras responder a mi presión digital en el botón play, comenzaba de nuevo a torturar y se disponía a comerse, otra vez, todos los hígados que encontrase a su paso.

Pero amaba y sigo amando por encima de todas las cosas cuando, cual minúsculo río que se extingue, desembocaba -y desemboco- en el esplendor del mar de esa glorieta, con su frío y vertical poeta en mitad de la plaza que siempre me miraba -y me mira- con el ceño fruncido tras sus redondos ventanucos. Ahí sí. Ahí siempre he cogido aire con toda la capacidad de mis pulmones, y es que allí siempre hace sol y se ve todo completo, cual atalaya. Se ve lo de fuera y lo de dentro con la completud y detalle que ofrecen los mapas.

Tal vez fuera allí, realmente, donde cada mañana me despertaba del todo. El descenso desde ese océano cambiaba todo de color. La bajada por la calle que lleva por nombre el de ese santo al que se le llamaba “el doctor boca de miel”, tomaba una velocidad vertiginosa. Ya no había música, ni calles, ni gente, tan sólo la presencia de sombras de árboles que me rozaban el hombro y que ya no estaban cuando yo giraba la cabeza para reconocerlos.
Ya no había ni tristeza ni pensamiento, ahora ya sabía que me aproximaba al objetivo: introducir mi huidiza cabeza (y por ende, mis piernas, brazos, y toda yo) en esa castradora institución que no digo yo que no fuera necesaria, pero que siempre me pareció imperial, reproductora de las malas causas, poco estimuladora y aleccionadora de borregos aptos y adaptables al sistema. Y hacia ella íbamos todos, cual vaca al matadero. Allí donde nadie se preocupaba de la formación personal de todos nosotros, más que nada calienta pupitres, ni de nuestros principios, donde nadie se asustaba por el germen que empezaba a brotar en nuestras cabezas, pero donde se hacía la ola cuando, tras vomitar a derechas, se aprobaban los controles. Esos papelitos que se encargaban de controlar que todo estuviera en orden.

Llegaba a la casa ocupada por los marroquíes, tan solitaria y tan destartalada por fuera y, sin embargo, tan concurrida por dentro; allí donde mis compañeros se adentraban por la gatera y salían cargaditos de hachís. Casi siempre era ahí, justo en ese momento cuando yo ya sabía que no iba a entrar y, llegada al callejón, esquivaba la gigantesca puerta engulle personitas sin formar para formarlas y de qué modo, y me dirigía a la plaza, allí donde no pasa el tiempo y donde ayer es hoy y hoy es mañana.

Casi siempre estabas tú allí, con las piernas cruzadas a modo de apache, unos días leías, otros fumabas y, los más de todos, hacías las dos cosas. Eras mi objetivo y hacia allí me dirigía, ya por fin reconfortada, habiendo reconocido que ya ese hoy no me recogerían sus techos.

Recuerdo que me detenía pensando en cómo era posible que cada día que pasaba estuviera más destartalado tu moño. Pensaba en que nunca te peinabas y en que quizás ese recogido en algún pasado lejano tuvo su esplendor, que se iba ajando por semanas por falta de tus cuidados. Pero, sobre todo, recuerdo cuánto me divertías.

Hubo de todo allí. Hubo toda una vida en esos bancos y paredes que recogían nuestros riñones, hubo tanto que cada vez que me aproximo ahora al mismo lugar, no alcanzo a creer que tan pocos metros recogieran tanto. Me recogieran tanto.

Recuerdo especialmente un sol, el sol de un día tranquilo en el que yo no sentía ni culpa ni temor por estar fuera, un día en el que por nada especial y, sin embargo por todo, me sentía extrañamente feliz. Y había menos gente, menos risa, menos alboroto y creo que tú no estabas, pero ese día sí estaba yo y amaba mis renuncias, mis opciones y todo aquel alrededor con el que contaba como alternativa y me sentí grande, afortunada. Y no hubiera cambiado esa nada mía por el inviolado inmenso todo de nadie.
"Asistí a cada una de las misas, comulgué todas la veces. Y me arrodillé entonando el mea culpa. Yo que había quemado, mucho antes, todos los templos, todas las liturgias y envenenado a todos los predicadores".

Hoy las tiendas están blindadas y a mí, que no me han otorgado ni el derecho a la penitencia, me toca el paseo amargo, la expulsión de lo que todos los demás comentan que es el edén. No me importa demasiado la polvareda que ando levantando en mi tránsito al afuera. Hay miradas, sonrisas y leo miedo en las autoridades.

Está bien, me marcho. Abandono la humedad para hacerme desierto y en mi mutación, crezco, aunque sé que los próximos siglos serán el infierno, confieso que el cielo tampoco me ha sido especialmente cálido, y eso que lo cierto es que allí cada día amanece. Juro que es sólo un engaño para agotar el envase de la fe, para apurar hasta la última gota.

No hay que creer en todo. Los cuentos que les narran a los niños les van entrenando para confiar porque, en realidad, la naturaleza es descreída e intuye desde los primeros pasos el atrezzo dispuesto para la supervivencia, más es necesario sobrevivir y, por ello, creemos, creemos todo, a todos y todas las veces. Por vivir: camino de oraciones que llevan a la nada, a la muerte, a la falta de fe.

Hoy me ha enseñado una foto y me ha preguntado qué veo, he tenido que mentir e indicar que veo una bella imagen, pero lo cierto es que veo la esencia de todas las cosas, retener aquello apenas imperceptible para el ojo humano, y alabar su poesía. Ese instante que nadie ha visto y, desde él, elaborar teoría.
Dar las gracias por estos alimentos que vamos a ingerir. Gracias por la imagen que nos hemos inventado. Gracias por la obra de nuestra creación/creencia.
Creo (de nuevo) casi con seguridad que me ha creído (de nuevo) y le ha agradado mi respuesta. Hoy dormirá bien, así mañana se levantará creyente y expectante. Bendita su fe.

Tras transitar el núcleo, rodeados de siervos, el fervor ha alimentado nuestros huesos, porque si ellos pueden vivir del holograma, nosotros sabremos hacerlo, no somos ni más ni menos receptivos a la santa Biblia, sólo es que hemos tropezado con las piernas cruzadas de los acomodados que se sienten libres y privilegiados y el golpetazo nos ha hecho pararnos a pensar en la incomodidad del ademán y en que el tiempo les conducirá, inevitablemente, a cambiar la postura.

En los “jardinillos” ha empezado a llover y ya no había tarde, era invierno ¿Y ahora qué?