El doctor boca de miel




Se encadenaban las jornadas. Recuerdo como me bajaba del coche, llevando más peso del que iba a necesitar para ese día y cómo me protegía con el escudo de esos auriculares que, bajo mis órdenes, repetían una y otra vez la misma canción. De este modo, llegaba a conseguir que la tristeza cada vez tuviera más calado y el truco era que después todo lo que aconteciera fuera irremediablemente más amable.

Ese barrio tiene un olor y unas partículas especiales, elegantes y decadentes a un tiempo y te encuadra y secuestra entre su belleza y su lástima particular. Bajando la cuesta me sentía infinitamente pequeña, desolada y, desde luego, impotente y resignada con la acentuación que suponía más que nada mi exageración, por encima de todas las circunstancias.
En el ecuador de la calle conseguía sentirme mejor porque ese parque, preñado en su interior por la iglesia del patrón de los chóferes, que me saludaba desde la cera de enfrente con su aire de mañana de sábado y con su olor a niños que comían flashes y llevaban el jersey atado a la cintura, me devolvía la euforia del luego, esa sensación de espera inquieta acerca de lo que sucedería después y que, fuera lo que fuese, me alterase para bien o, simplemente, me alterase. Esa ansiedad preciosa que siempre me ha acompañado y todavía lo hace.

Lástima que al llegar al cajero, la intersección me mostrase la calle perpendicular en la que un día corría sin sentido tirada de la mano de mi supuesto ángel de la guarda que, en realidad, siempre resultó ser un maniaco descuartizador en serie. Coincidía, en demasiadas ocasiones, con el nuevo comienzo de la canción que, tras responder a mi presión digital en el botón play, comenzaba de nuevo a torturar y se disponía a comerse, otra vez, todos los hígados que encontrase a su paso.

Pero amaba y sigo amando por encima de todas las cosas cuando, cual minúsculo río que se extingue, desembocaba -y desemboco- en el esplendor del mar de esa glorieta, con su frío y vertical poeta en mitad de la plaza que siempre me miraba -y me mira- con el ceño fruncido tras sus redondos ventanucos. Ahí sí. Ahí siempre he cogido aire con toda la capacidad de mis pulmones, y es que allí siempre hace sol y se ve todo completo, cual atalaya. Se ve lo de fuera y lo de dentro con la completud y detalle que ofrecen los mapas.

Tal vez fuera allí, realmente, donde cada mañana me despertaba del todo. El descenso desde ese océano cambiaba todo de color. La bajada por la calle que lleva por nombre el de ese santo al que se le llamaba “el doctor boca de miel”, tomaba una velocidad vertiginosa. Ya no había música, ni calles, ni gente, tan sólo la presencia de sombras de árboles que me rozaban el hombro y que ya no estaban cuando yo giraba la cabeza para reconocerlos.
Ya no había ni tristeza ni pensamiento, ahora ya sabía que me aproximaba al objetivo: introducir mi huidiza cabeza (y por ende, mis piernas, brazos, y toda yo) en esa castradora institución que no digo yo que no fuera necesaria, pero que siempre me pareció imperial, reproductora de las malas causas, poco estimuladora y aleccionadora de borregos aptos y adaptables al sistema. Y hacia ella íbamos todos, cual vaca al matadero. Allí donde nadie se preocupaba de la formación personal de todos nosotros, más que nada calienta pupitres, ni de nuestros principios, donde nadie se asustaba por el germen que empezaba a brotar en nuestras cabezas, pero donde se hacía la ola cuando, tras vomitar a derechas, se aprobaban los controles. Esos papelitos que se encargaban de controlar que todo estuviera en orden.

Llegaba a la casa ocupada por los marroquíes, tan solitaria y tan destartalada por fuera y, sin embargo, tan concurrida por dentro; allí donde mis compañeros se adentraban por la gatera y salían cargaditos de hachís. Casi siempre era ahí, justo en ese momento cuando yo ya sabía que no iba a entrar y, llegada al callejón, esquivaba la gigantesca puerta engulle personitas sin formar para formarlas y de qué modo, y me dirigía a la plaza, allí donde no pasa el tiempo y donde ayer es hoy y hoy es mañana.

Casi siempre estabas tú allí, con las piernas cruzadas a modo de apache, unos días leías, otros fumabas y, los más de todos, hacías las dos cosas. Eras mi objetivo y hacia allí me dirigía, ya por fin reconfortada, habiendo reconocido que ya ese hoy no me recogerían sus techos.

Recuerdo que me detenía pensando en cómo era posible que cada día que pasaba estuviera más destartalado tu moño. Pensaba en que nunca te peinabas y en que quizás ese recogido en algún pasado lejano tuvo su esplendor, que se iba ajando por semanas por falta de tus cuidados. Pero, sobre todo, recuerdo cuánto me divertías.

Hubo de todo allí. Hubo toda una vida en esos bancos y paredes que recogían nuestros riñones, hubo tanto que cada vez que me aproximo ahora al mismo lugar, no alcanzo a creer que tan pocos metros recogieran tanto. Me recogieran tanto.

Recuerdo especialmente un sol, el sol de un día tranquilo en el que yo no sentía ni culpa ni temor por estar fuera, un día en el que por nada especial y, sin embargo por todo, me sentía extrañamente feliz. Y había menos gente, menos risa, menos alboroto y creo que tú no estabas, pero ese día sí estaba yo y amaba mis renuncias, mis opciones y todo aquel alrededor con el que contaba como alternativa y me sentí grande, afortunada. Y no hubiera cambiado esa nada mía por el inviolado inmenso todo de nadie.
"Asistí a cada una de las misas, comulgué todas la veces. Y me arrodillé entonando el mea culpa. Yo que había quemado, mucho antes, todos los templos, todas las liturgias y envenenado a todos los predicadores".

Hoy las tiendas están blindadas y a mí, que no me han otorgado ni el derecho a la penitencia, me toca el paseo amargo, la expulsión de lo que todos los demás comentan que es el edén. No me importa demasiado la polvareda que ando levantando en mi tránsito al afuera. Hay miradas, sonrisas y leo miedo en las autoridades.

Está bien, me marcho. Abandono la humedad para hacerme desierto y en mi mutación, crezco, aunque sé que los próximos siglos serán el infierno, confieso que el cielo tampoco me ha sido especialmente cálido, y eso que lo cierto es que allí cada día amanece. Juro que es sólo un engaño para agotar el envase de la fe, para apurar hasta la última gota.

No hay que creer en todo. Los cuentos que les narran a los niños les van entrenando para confiar porque, en realidad, la naturaleza es descreída e intuye desde los primeros pasos el atrezzo dispuesto para la supervivencia, más es necesario sobrevivir y, por ello, creemos, creemos todo, a todos y todas las veces. Por vivir: camino de oraciones que llevan a la nada, a la muerte, a la falta de fe.

Hoy me ha enseñado una foto y me ha preguntado qué veo, he tenido que mentir e indicar que veo una bella imagen, pero lo cierto es que veo la esencia de todas las cosas, retener aquello apenas imperceptible para el ojo humano, y alabar su poesía. Ese instante que nadie ha visto y, desde él, elaborar teoría.
Dar las gracias por estos alimentos que vamos a ingerir. Gracias por la imagen que nos hemos inventado. Gracias por la obra de nuestra creación/creencia.
Creo (de nuevo) casi con seguridad que me ha creído (de nuevo) y le ha agradado mi respuesta. Hoy dormirá bien, así mañana se levantará creyente y expectante. Bendita su fe.

Tras transitar el núcleo, rodeados de siervos, el fervor ha alimentado nuestros huesos, porque si ellos pueden vivir del holograma, nosotros sabremos hacerlo, no somos ni más ni menos receptivos a la santa Biblia, sólo es que hemos tropezado con las piernas cruzadas de los acomodados que se sienten libres y privilegiados y el golpetazo nos ha hecho pararnos a pensar en la incomodidad del ademán y en que el tiempo les conducirá, inevitablemente, a cambiar la postura.

En los “jardinillos” ha empezado a llover y ya no había tarde, era invierno ¿Y ahora qué?


Desdecida desdicha

Me voy porque soy sola, porque lamento.
Porque de los vientos que soplan, elijo el otro.
Porque de mis labios a mis pies, hay solo un palmo.
Porque soy rota, recompuesta y grande.
Porque no necesito más lanza que mi puño.
Ni más verdad que mi pelo revuelto.
Ni calzarme.
Ni tus síes.
Porque custodio mi puerta.
Y tengo la llave.