Pido el invierno

Abro la boca y te recito a medias,
siendo el desconsuelo mi gesto
y el dolor instructor en la angustia.

Abro la boca y te rezo.
Cabes aquí, en mis ojos,
en mi inercia
en este saqueado pueblo.

Abro el otoño y pido:
permite
brotar
la flor
del próximo ajusticiado invierno.
Ya mi madre, entonces, hallábase inmersa en las fiebres que a mí hoy me acaecen. También esputaba a la mañana bilis acumulada por los pobres que tallaban en las paredes del barrio el decálogo de cada día. Ya ella reclutaba la incomprensión en su regazo y hacía sombreros con las pajas que nunca permitió que descansaran en su pelo.

Mucho después leería yo sus quejas atadas en un amarillento legajo. Las leí y las reconocí al punto; las leí y hubiera podido firmarlas en ese mismo momento.
Tras engullir el puré me supe fielmente suya, tras digerirlo entiendo que nunca me he parecido más a nadie.

Tras la primera desilusión, es tal vez cuando hizo mi molde. Aprisionó la rabia entre sus dedos y creó un cuerpo y fue añadiendo precisamente sus cosas: duda; hipermetropía para aquello de allí y miopía para lo de aquí ahora; me insufló la negación ante lo incompleto en los ojos; moldeó mis piernas dispuestas para la huída; arrancó de mi programación la paciencia y la templanza, que tan poco le habían servido a ella; dio a mis manos la capacidad de gesticular siempre, incluso en el más atolondrado silencio; dentelladas; capacidad de recuperación; neuras y miedos.
Con esos ingredientes en algún momento me creí desgraciada; ahora sé que tengo todo lo que me falta y que me sobra todo lo que tengo.

Me retuvo en su vientre durante nueve meses con sus lentos días y sus largas noches. Me convertí en su olor, fui sus colores, respiré desde sus adentros. Venía ya floreciéndome un poco más allá de su vulva, haciendo puzzles con sus resquebrajados órganos vitales y bebiendo de su líquido amniótico ese entusiasmo suyo que ahora es mío, esa desconsuelo claro, suyo, que ahora tengo.

Nada más romper el cascarón de su placenta acicaló mi pelo con afeites de la vida a la que tempranamente ella se venía acostumbrando, arreboló mis mejillas con el asombro para que nunca lo perdiera, para que me perteneciera siempre. Y poniéndome de pie, frente a su figura, me dijo: “algún día todo esto será tuyo, haz de ti lo que yo nunca hice de mí, dame de comer aquello por lo que yo me muero de hambre, dibuja mis pensamientos, cumple los sueños que yo tejo”.

Me afano en ello y aún así, más noches de las que debiera, la vine sirviendo la decepción en una enorme taza de plata.