Desdecirse. Desnudarse de nuevo del hábito que dispone a rezar al becerro de oro.
Decir diego, donde se dijo digo.
Abandonar a zancadas el pasillo de la inercia y debatir contigo misma el entusiasmo al que sueles tender.
No ser más polilla de esa luz.
Desdecirse.
Desnudarse.
Apagar esa luz.
Cuando abrazo mis lunares no soy más
Tierra de nadie; me cerco y reconquisto.
Sólo mía.
Ecos de tu lengua que me obliga
A ser emigrante de mi sentir,
A naufragar destrozando la madera
Que me hacía navegar por el asfalto
Que es sólo asfalto cuando alguien,
Siempre tú,
Toca mi hombro y me lo advierte.
Ahí fuera
Las ocho
menos cuarto. Cuántas ocho menos cuarto como éstas se confunden en mis
jornadas. Se enredan como un racimo de percebes, creando una oscura piña
indiferenciada.
Una vez más,
escucho morir el día con toda su rotundidad desde esta lánguida habitación,
donde los días no tienen más función que sucederse unos a otros como esas
guirnaldas de cumpleaños compuestas por siluetas de papel, donde la primera
figura es exactamente igual a la segunda, y ésta a la tercera y la tercera a
todas las demás; como un macabro guiño del destino que se burla de mi vacía
existencia.
Acumulo días
y lo hago con toda esta precisa conciencia, tan palpitante que no pasa por alto
ninguno de los signos que señalan tanta vida ahí fuera frente a la agonía que
reúno aquí dentro. Físicamente dicen que estoy vivo, vitalmente estoy muerto.
Sin embargo,
cada mañana, como un clavo, levanto mis párpados y con masoquismo escucho el
discurrir de la vida. Oigo cómo suben los cierres de cada establecimiento, uno
tras otro sin faltar a la ceremonia, con ese gruñido contundente que anuncia el
despertar del movimiento, que viene a contarme que el engranaje sí gira, que la
máquina -y la vida- sigue su curso, aunque yo, una vez más, falte a la cita.
Los buenos
días lejanos de los viandantes atareados me llegan sin tocarme. Benditas
sus tareas. No se detienen, les esperan sus quehaceres; se calzan la prisa y la
aborrecen; y yo daría cualquier cosa por tener un solo motivo por el que
apresurarme.
Esta mañana,
sin romper la rutina, vino a verme el doctor Rivadulla. Le intuyo mucho antes
de su aparición; se perciben por el pasillo sus cuidadosos pasos con sus
zapatos de goma que, con cierta desgana, serpentean el corredor tan
sigilosamente como lo haría un reptil, despacio, cauteloso, pero con la
seguridad de que la presa se encuentra inerte. Carraspea secamente, con
timidez, y su carraspeo resulta demasiado atrevido en este camposanto.
Se cuelga la
sonrisa al introducir su rostro en el umbral de este mortecino rectángulo y lo
hace como el que se coloca una corbata, simplemente porque combina con su
camisa. Sonríe porque intuye que el gesto casa con éste, mi lugar y con ésta,
mi situación. Utiliza su sonrisa a modo de bálsamo, del mismo modo que mi
abuela colocaba paños de agua fría sobre mi frente cuando yo ardía de fiebre.
Entiende que
necesito su sonrisa, pero entiende sobre todo que debe ofrecérmela y, de ese
modo, invariablemente, cada día me entrega su limosna porque me compadece,
porque soy una de las piezas de su gran obra y porque soy un pobre
hombre que siente frío. Me calienta con su sonrisa, con ella cree caldear mi vida,
pero lo cierto es que lo único a lo que acierta es a aproximarme sin un ápice de fe, mi medicación.
Mi medicación.
Todas esas píldoras de colores en un vaso de plástico, donde creo que se
congregan casi todos los colores del arcoiris. Pura poesía. Como un arcoiris
que recoge en sus entrañas todo el veneno al que vengo acostumbrando a mi
organismo, todo ese tóxico que necesito para no empeorar, pero que no me
mejora. Y, dócil, lo introduzco en mis adentros con robóticos ademanes, como un
corderillo lobotomizado que no entiende qué pasa, si bien sabe que nunca pasa
nada. No conozco sensación más salvaje que entender por completo que no se
entiende nada. Engullo las píldoras
y, entonces, incluso doy las gracias y vuelvo a mi letargo.
Esta tarde la
vida me ha dado un pequeño homenaje; tras la insulsa comida, una explosiva
lluvia cayó con fiereza y bajó la temperatura, subiendo la nostalgia. Pero del
mismo modo que cesan de repente las demenciales pataletas de los niños, la
tormenta cesó, dando paso a la calma y a una apacible tarde. Entonces,
sintiendo algo que podríamos llamar entusiasmo, aunque reconozco que no me
entusiasmo hace tiempo, decidí salir al jardín. Lo primero que me embargó fue
el inmenso aroma a tierra húmeda que anegó mi pituitaria, oxigenándome y llevándome
románticamente a aproximarme a los rosales que se erguían mojados pero
impasibles tras la feroz afrenta del agua. Estando allí, de pie, sin más que
hacer finalizada mi empresa, descubrí a unos pocos pasos una niña que se divertía
con ágiles cabriolas; supuse que pertenecía a alguna visita dominical porque
creo que hoy es domingo. Su inocencia e ignorancia no la permitían apreciar el
doliente lugar donde disfrutaba de su excursión, tal vez, me dije, su abuelo
demente vegeta por el alrededor. Pero ella, ajena, botaba una menuda pelota de
goma que lanzaba débilmente hacia el suelo y rebotaba grácilmente con una
ligereza que, al llegar a la cúspide de su rebote, parecía que revoloteara unos
segundos en el aire y se detuviera como lo hace, frágilmente en su vuelo, el
colibrí. Apoyado por esta imagen, dejé que mis recuerdos vagaran por mi niñez,
cuando jugaba a la guerra y me esmeraba en construir imponentes trincheras con
enormes piedras que apenas podía levantar. De repente, algo golpeó mi pie;
junto a mi ajada zapatillas de paño, resplandecía la pequeña pelota de goma que
era más flamante y juvenil al posicionarse al lado de mi calzado gris. Me agaché
y la recogí y, al levantar la vista, vi como la niña que sujetaba su pelo con
un enorme lazo rojo, se aproximaba con retraimiento, pero con decisión. Levanté
mi blanquecina y anémica mano para cederle el revoltoso juguete a la joven
visitante y, entonces, me miró temerosa inicialmente y sonriente, después. Me
alejé furibundo y a grandes zancadas de aquel escenario, sin volverme y
conteniendo la respiración.
Estaba
lastimado. La culpa la tenían esos ojos y todo lo que contenían. Contenían la
vida que yo no tengo y juraría que todas las vidas que uno pueda imaginar.
Guardaba en ellos todos los amaneceres, todas las flores, todos los besos de
amor, mis antiguos viajes, todos los bocadillos de salami que he paladeado, e
incluso la foto en blanco y negro de mi madre cuando se casó. Eran obscenos.
Por eso, hoy,
espero que caiga la noche, pero esta vez no dejo morir el día, sólo necesito la
oscuridad como vehículo para mi fuga y dejo esta carta, a modo de explicación.
Tal vez un día alguien advierta mi falta, tal vez mañana el doctor Rivadulla no
tenga con quien ejercitar su absurda sonrisa, o tal vez tan sólo oreen mis sábanas
y extiendan mi medicación al loco de la siguiente habitación. Nada importa. Me
voy, sabiendo que fuera nadie me espera, pero expectante porque dentro sólo soy
un pobre incapaz que no sabe qué hacer con la sonrisa de una niña y sin embargo
traga diariamente, sin reparo, esas fútiles píldoras de colores.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)