M.

Para M. amanece un lunes más y, mientras intenta sacar la pereza de todos los rincones de su albornoz, en una situación de lo más mundana, le llega la inspiración; curiosamente, de repente, ya sabe porqué la protagonista de la novela que está escribiendo, detesta la idea de la maternidad. M. insufla tanta vida a sus propias creaciones que su esfuerzo ha de ser doble, dota de una fuerte personalidad a sus personajes, con unas reacciones y comportamientos tan fuera de lo común que, posteriormente, ha de darles explicación. Diríamos que su labor es de creador y de psicoanalista; a esas difusas personitas que van emergiendo de sus noches en vela, les deja hacer, les escucha y luego, lo más complicado, busca la comprensión de esto y de aquello. Esa autonomía que otorga, le complica el trabajo y le hace totalmente ajeno aquello que le pertenece por definición y, en ocasiones, ha tenido que prescindir de ciertos personajes que eran respondones en exceso, que no se dejaban comprender o que, incluso consideraba, jugaban al despiste. En el libro en el que andaba inmerso, los habitantes de sus páginas eran más bien transparentes, excepto esa egocéntrica mujercita, pilar de la historia que, por saberse así, se dotaba a sí misma de la mayor opacidad, jugando con la baza de que M. no prescindiría de ella. En estas ocasiones, no puede evitar agobiarse, porque él que era, en un primer momento, un convencido poeta, dejó de hacer versos debido a que un serventesio le acusó de tener la lírica en la punta del zapato. En aquellos años vivió una terrible crisis y decidió dedicarse a la novela negra y, estando entregado a ella, el asesino se mostró tan escurridizo como una anguila y nunca resolvía el crimen, a lo que hay que añadirle que sus ambientes no eran los más apropiados, dado que se modificaban a su antojo, como si alguien le encendiera y apagase la luz y, en lugar de construir escenarios oscuros aptos para el crimen, los personajes: detectives, asesinos en serie, macarras callejeros y buscavidas empezaban a desenvolverse como en una película de Disney, cuando no les daba por abandonar los suburbios para enamorarse en bucólicos paisajes por lo que, llegados a ese punto, no había por donde coger el asunto. “Los libros de viajes, los libros de viajes”, se dijo. Y se puso a ello, pero, como era de esperar, no pudo. Empezó a sufrir ciertos males, algo así como lo que le pasó al emperador Octavio Augusto tras haber estado a punto de ser fulminado por un rayo; antes de partir se obsesionaba con las condiciones climáticas y empezó a hacerse de un supersticioso intratable, que si un güito de melocotón por aquí, que si una cruz de Caravaca por allá. En fin, que se hizo más bien morador de habitaciones. Desde hace ya tiempo M. andaba imbuido en la novela y nadie sabía de los terribles dolores de cabeza que le venía acarreando. Sentía, en este género más que en ningún otro, cómo le zarandeaban los personajes y en esta nueva novela empezaba a perder los estribos. La agobiante mujerzuela, como la venía denominando desde aproximadamente ya el último mes, se empeñaba directamente en dictarle un por aquí sí, un por allí no y “¡maldita sea!”, se decía, “es que me da órdenes”. El embrollo le llevó a tener que crear un personaje que le plantase cara, pero ella tenía la sartén por el mango: “¿quién sabe más de mi vida, tú o yo?” , le aseveraba, y, en lugar de meterla en vereda, fue ella la que le marcó las pautas de cómo debía de ser y, por supuesto, cómo direccionar su vida. Un día el personaje vapuleado le plantea a la agobiante mujerzuela su idea de escribir un libro. Ella se carcajea. “¿De qué te ríes”, le cuestiona él. Ella sentencia: “Nunca lo harás o al menos lo que escribas será, en todo caso, supervisado por mí. No ves, infeliz, que te conozco como si te hubiera parido”. Y M., dándose por vencido, admitió encontrarse escribiendo su propia autobiografía