Yo que me asía
a esa vid
que no era,
que me ajusticiaba
entre sus vanos frutos,
me senté un instante
a auscultar la angustia
de mis nulos intentos
de respirar.
 
Y, allí, tras mis nubes,
venías trayéndome
la gracia de mi sangre
mojando tus labios,
Bebiéndola y bebiéndome
y
con apetito,
dictabas,
“dame tu vida, dame mi vida”.
Me pediste
y
yo
que me eché a temblar.

Ábranse hoy en canal
mis arterias
Y vivamos
y enséñame, de nuevo,
a respirar.