Nanas

Sus amaneceres, necesariamente, han de comenzar con el deshoje de las palabras con las que dormía a los niños. Yo fui uno de sus niños a los que durmió con palabras y, ahora, frente a todo este ruinoso alrededor, me reconozco como uno de los seis adultos a los que “despertó” con metáforas.
Alimentaba su estómago de café puro y conquistaba la vida con su corazón blando. A veces, hablábamos con supu...
estos que eran yoes que se disfrazaban de probabilidad. Y yo, me hacía la tonta y también me distanciaba de la personita que, hábilmente y con la velocidad del pistolero, atinaba a sacar de sus bolsillos.
Me explicó la importancia de la miga de pan. Y cuántas veces, juntando con ella las manos, rezamos a la miga de pan y sé, cuando la miro, que sabe que yo sé que ella sabe que la miro y que sabe que no lo he olvidado.
Me explicó, entre semana, la palabra barrio y me dijo que no es la ubicación geográfica en la que te desenvuelves. Me enseñó las pertenencias de un barrio, mientras me canturreaba haciéndome un bocadillo. “El barrio es, el barrio es, el barrio es, niña, el barrio tiene”: sus tiendas –decía- con sus tenderos y sus delantales manchados por todos los chismes del vecindario y la mirada resabiada de aquél que conoce todos los secretos del otro porque sabe qué yogures come o que talla usa. “El barrio es, el barrio es, el barrio es, niña, el barrio tiene”: sus bares. Oh, -decía- sus bares, con el collar de cuentas que componen todos los aplicados en la barra. Y allí me hablaba de “El Campanilla” y de Teresa, los dos sordos más famosos de Chamberí.
Y me contó de corralas y de amores, de parroquias, mendigos y vividores.
Se dormía “al pie del cañón” y soñaba que abrochaba los botones de mi abrigo y los botones de la cajita de cristal en la que nos había colocado a Javi y a mí. La cajita olía a jabón y a unos bollos insulsos que hacía con harina y leche y que festejábamos con palmoteo.
Representa un papel, el papel más bello de la historia de mi vida. Y qué suerte que es para mí y qué suerte que todavía sabe que yo sé que soy afortunada y que todavía sabe que yo no lo he olvidado.

Y qué suerte que todavía está.
Me ocultaba el origen de esa nada que era todo, que conducía sí o sí al abismo de martes a lunes. A veces la diseccionaba, por si su umbral pudiera estar en algún punto estratégico de mi sien; encontraba en ella toda una pluralidad de formas sin nombre que ni me pertenecían ni dejaban de pertenecerme.

En un continente de vidrio, que podía coincidir con un simple jueves, el todo: mi incalculable s
oledad a la espera de que esa tarde mutara en una noche de fuegos artificiales; mis dedos ansiosos volando sobre el teclado para escupir la bilis, para burlar todo ese silencio que hacía tanto ruido; el teléfono callado o expectorando infierno en un torrente de lacerantes palabras que más tarde se iban a colar insolentemente en mis sueños; las paredes que se iban juntando despacio para dejarme en medio de la, cada vez más reducida, sala. Ese hábitat que era, entonces, mi hábitat.
La desesperanza prendida en mi pelo y yo, tenazmente, aún negándolo; barriendo diariamente de podredumbre toda esas ruinas y acicalando la porquería que así, amontonada en un rincón, opinaba, podía pasar desapercibida.
Todas las mentiras que me coloqué a mí misma, los tic-tacs, los pi-pis y el zumbido de mi mareo. Todo dispuesto decorosamente para hacerme perder el entusiasmo y convertirme en una sombra que se arrastraba en silencio y se condena al filo de un barranco, a pesar de tener la certeza de toda la vitalidad que pululaba en las afueras.

De repente, todo fue un jueves y, de repente, todo se volatiliza, de nuevo, otro jueves. Las cosas se van como vienen; de la nada emergen y con la nada se confunden, una vez dejan de atarearse en su existencia para ponerse a conciencia con su desaparición.
Se van las cosas y se llevan consigo todas tus preguntas y, lo que es peor, se llevan de equipaje todas las respuestas. Y así, después, ahora, pienso que de nada sirvió ahogarme en toda esa nada que ya no existe, ni valió mi dolor, ni mis disecciones.

Mi hábitat ahora es otro. Ya no escribo desde la angustia, ahora lo hago intentando comprenderla.
El dolor de ese parto no dió ningún fruto. No alimentó amor alguno.

 Entre tú y yo sólo hubo precarios cortafuegos.