Se hacen obús en mi estómago; entonces, sé que llegan.
Son visionarias, esas palabras mías que me cortan la respiración, que amoratan mis manos, que acrecentan mi rabia.
Oráculos a los que sirvo indecentemente.
Visionarias. Mías.
Más yo que el yo con el que me desenvuelvo.
Abejas zánganos del orden que todo lo desordena. Pulsos que se agitan; signos vitales alterados y, a veces, la muerte en un intervalo lo suficientemente largo, insultantemente corto.
Suficiente y escaso como todo aquello que brilla, como las tristes verdades, como los segundos de este segundero mío que va, ahora sí, ahora no, descomponiendo mi vientre. Haciendo trizas a patadas lo que ayer guardaba fuerte en mi puño y hoy, a la luz, no es más que polvo aún caliente pero polvo que caerá sin peso, sin vida, líquidamente hacia el suelo. Y manchará mis botas. Y será un estorbo. Y me será ajeno.
Son ellas.
Únicas.
Automáticas e impacientes me van contando: tú así, tú estás, tú eres. Y yo que no sabía, sin su purga, todo lo que yo guardaba aquí adentro.
Y, en su vómito, me reconozco.
Siempre viene siendo así.
Las amo.
Las temo.