Sé lo que me gusta que me cuenten
relatos, reconozco lo que me gustan los cuentos, reconozco que a veces,
inconscientemente, cambio la historia; admito que soy una cuentista.
“Mucho de lo que cuento en primera persona
como si se tratara de una autobiografía es pura mentira. Ahora, que esas
mentiras puedan tener una cantidad de verdad dentro, es otra cosa.”
Rosa Montero
No sé en qué momento comenzó mi inclinación
por la farsa, en el sentido más literario, pero sí sé de qué modo se posó ese
germen en la punta de mi nariz, desde entonces, allá donde vaya, el sainete me
precede. Fue la boca de mi abuela que, con sus finos labios y sus múltiples
vocecillas, me enseñó a imaginar las cosas a su modo que, ahora, es el mío.
Las siestas se acurrucaban con
una mejorada versión de Pedro y el lobo, protagonizada por una niña que
suplantaba a Pedro, llamada Rosarillo, y un ente que suplía al lobo: la temida Zarpa. La Zarpa era una cosa que nunca fue descrita, pero que no
era difícil imaginar, porque mi abuela, como los grandes maestros, no contaba,
mostraba.
Desconozco cómo sería la Zarpa de
mi hermano, pero la mía era una alimaña oscura y perversa, con muchas piezas
dentales y mucho pelo. Sigilosa, inteligente y única en el universo, que
habitaba el fondo del río donde Rosarillo iba a lavar sus cacharritos de
juguete. A diferencia del lobo de Pedro, la Zarpa de mi abuela no era de una
especie animal reconocible, era infrahumana y, hasta que devora a Rosarillo,
tan sólo una superstición en la aldea. Lo que dota a nuestra Zarpa de un
universo misterioso y oscuro, y da mucha más tensión a su presencia. Los aldeanos
nunca la habían visto, Rosarillo nunca la había visto, mi hermano y yo nunca la
habíamos visto, pero mi abuela, Rosarillo, mi hermano y yo, sabíamos de su
existencia. La sombra de la Zarpa pendía del techo de nuestra alcoba desde la
primera tarde que nos contó aquel cuento. Ya quisiera el gigantesco King Kong o
el recauchutado Frankestein tener el carisma de la Zarpa de mi abuela.
Su manera de crear la tensión te
hacía encogerte a las cuatro de la tarde, con el nerviosismo y el miedo que,
sin el narrador adecuado, habría precisado de la medianoche. Iba poniéndote en
vilo, haciendo que doblaras cada vez más las piernas, cuando contaba por
enésima vez que Rosarillo había gritado “Socorro, la Zarpa” y había aparecido
todo el pueblo dotado de antorchas, mientras la niña acababa burlándose de cada
uno de ellos. A veces la mentira se sucedía hasta en cinco o seis ocasiones;
otras veces, mi abuela nos sorprendía con la aparición de la Zarpa en el
segundo intento de broma. Y siempre, sin excepción, había un sobresalto por
nuestra parte.
Mi parte favorita era cuando la
fábula daba el giro final, es decir, cuando aparecía el monstruo que emergía de
sopetón en la superficie del río. Después, mi abuela, sin exceso de explicaciones
y sin detalles desagradables, narraba líricamente el modo en el que el río se
teñía de rojo. Para el oyente quedaba el privilegio de imaginar las dentelladas
y desollamientos de la pequeña.
“Un manto rojo cubría len-ta-men-te las aguas”.
Y así asumías el trágico final de esa niña, por mentirosa y cuentista.
Desde entonces, cada vez que
miento, la silueta de la Zarpa se acomoda en mi hombro y me recuerda que un
manto rojo puede cubrir len-ta-men-te mis aguas.
Aparte de las narraciones propias
de su cosecha, también era transmisora de historias populares, como el Romance de la condesita que, lejos de
despertar mi parte romántica, me hacía cuestionar al conde Flores, traidor y
enamorado de chichinabo donde los haya.
Para la ocasión, mi abuela, solía
ponerse de pie y levantar mucho la voz. Al grito de “Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar…”, Javi y yo
habríamos mucho la boca y dejábamos de respirar en el acto.
La idea de que una condesa se
vista de peregrina y salga a buscar a su amor andando siete reinados y se lo
encuentre a punto de casarse con otra, según le cuenta un vaquerito, me
repugnaba. Pero adoraba escuchar a mi abuela recitar.
El Mago de Oz, Juanita la Larga,
Garbancito, Juan Sinmiedo, Ricitos de
Oro, La princesa y el guisante, y un sinfín de historietas y personajes que mi
abuela colaba en la siesta, entre la merienda y el parque, en invierno, en
verano, y desde que tengo uso de razón.
Por eso, aunque nunca te lo digo,
gracias por todo eso que has puesto dentro de mí y que nada ni nadie podrá
quitarme.
“Yo no sé muchas cosas, es
verdad. Pero me han dormido con todos los cuentos... Y sé todos los cuentos.”
León Felipe