Paredes blandas





Inquirirle al folio como si fuera un oráculo desnudo que espera a que le pase mis dedos por el lomo para hacerle sentimental y locuaz para conmigo, ansiar el relato que, luego, llega vacío, narrarlo con ausencias e irresoluciones. Bañar su inmaculada piel de ansiedades y hacer antesala ante sus gritos, trémulos y sin concesiones. Capitanear frases que vienen a morirse al final de la hoja, a ser composición incompleta, cuadro abocetado, tesoro soterrado entre ungüento de hojas secas.

Consentir que los pensamientos se desmigajen en fábulas mutiladas, en cuentos inconclusos, en evocación masticada demasiadas veces.

Al final la verdad tampoco importa. La verdad es lo que sé. Y lo que sé es bien poco.

Agitar la cáscara de nuez, hueca, huera, vacía de fruto; sin opción a la semilla. En verdad la simiente puede ser la raíz o, tan sólo, el fuego fatuo de lo que se ha muerto mil veces para mudarse en otra cosa, para desaguar se en mis dedos.

Colocarse ante la plana y hacer las cuentas, deberse al quehacer, a la tarea y renunciar, con consciencia a lo esencial. Dejar que enmudezca la falta.

Ir al encuentro del día en que ha de amanecer la respuesta pendida de tus labios, temblorosa y encantada de encontrarse conmigo.

Liberar al folio. No llenar de muerte la hoja. Rescatar la plana y hacer, por fin, lo apropiado.
 

Vértigo I


Creo que me debí dejar la cabeza dentro de algún sombrero. De pequeña me enseñaron el arte de la levitación sobre el suelo. También me enseñaron a odiar. Pero, sobre todo, me enseñaron a jugar a la luz de la tarde con las sombras de la pared y un quinqué. Qué serán ahora las sombras, qué será el quinqué.

Una grita desde el vientre y exige ¡Nace! Y lo que llegan son confetis que dejan las calles perdidas y que no son papel ni  son fiesta. Con mi quinqué me dedico a quemar yo ahora los confetis;  qué otra cosa podría hacer si una grita desde el vientre y suplica ¡Hazte piel! Y se asoma lo pálido, lo sin pulso. La muerte.

Mi abuela lo tenía claro y yo no quise escuchar cuál era el truco para hacer la sopa en el justo medio. Me dedicaba a recortar con la cabeza inclinada. No la escuchaba. Y hoy grité desde el vientre y dije ¡Sopa! Y se encendió el quinqué.

 

Soberanas

Venid a mi, palabras extremadas,
doblegadme en cicatriz,
desampárandome muda en mi biosfera,
alargando la mano para asiros,
escurridizos entes eficaces.

Colocadme de rodillas a intervalos,
seseando con afecto,
persuadiendo,
desplegando vuestro arte mentiroso.

No tintineéis,
os ruego.
No seáis
ni os desnudéis
más que en urgencia
de verdad
y aún con decoro.
 

SÓLO LUEGO

Sólo escribir si caen los pétalos,
nada más que cuando el reloj se para,
en las ausencias,
en los intervalos,
cuando el todo es la nada.

Sólo embeberse en este negocio,
cuando el ruido pasa,
contar cuando ya nada que decir,
nada que escribir.
Escribir cuando el narrador se calla.

Sólo sentirse escritor después del desfile,
coger el lápiz para barrer las calles,
usar las letras de camión escoba,
sentir el ardor si la niebla habla.

Sólo después.
Sólo a solas.
Sólo sin piel.
Sólo sin alas.

La gente se enferma. Coge lo más brillante que vio en su vida y, danzando en su órbita, se enferma.

Yo también me enfermo con mi enfermedad, no te creas. De la alacena de todos los posibles me sirvo siempre el plato más frío y, limpiándome las lágrimas, repito de ese puré obsceno.

Otra cucharada de aquello que me revienta el vientre y, quejándome aún, hundo de nuevo el cubierto en ese engrudo. Y  vuelta a empezar.

No sé, de verdad, cuál es la tara de mi inteligencia, pero la tengo.

 

Allí en frente, todas las frutas. Colores, olores, frescura, vitaminas.

 Yo de espaldas a todos los bodegones.

Yo y mi papilla.

 
 

Abel se ha muerto. Y la luz de este último mes ha sido la más bella de los últimos tiempos, las tardes incitaban a paseos largos y serenos por el campo; los olores eran más intensos; el frío del recién estrenado invierno, más puro y sagrado. Y Abel se ha muerto.

He recogido sus cosas sin derramar una sola lágrima, he guardado amorosamente sus libros, me he calzado sus lentes mientras acariciaba sus cosas: las chaquetas de Abel olían a Abel, los libros de Abel esperaban abiertos para él, las lentes de Abel sobre mi nariz veían todas las cosas de Abel dispuestas para el entierro. Hice desaparecer sus cosas; las cosas de los muertos están demasiado vivas para aquellos que aún conservamos la vida.

El jueves me corté el pelo a lo garçon como antes de conocer a Abel. Mi melena era demasiado larga para su ausencia y las coletas insuficientes para borrar toda una década a su lado. Ahora me miro en el espejo y ya no reconozco a la mujer de Abel, ni a la viuda de Abel, ni siquiera  me reconozco a mí misma. Abel se ha muerto.

En este vagón de metro el aire es irrespirable y el traqueteo una angustia de once paradas, que tan sólo lleva recorridas tres; tres paradas en las que la víscera generadora de bilis ha vuelto a abusar de mi distracción.

La señora del asiento de enfrente está muy preocupada, frunce el ceño, se revuelve inquieta y murmura cosas bajitas para sí misma. Entre sus manos, la prensa del día, arrugada y desteñida vocea la desastrosa situación internacional, un anuncio de seguros de coche se hace un hueco en la esquina inferior izquierda, las uñas bermellón de la señora preocupada aprietan el papel de periódico.

Levanto la vista y me asfixio: un niño con una mochila de seis veces más su tamaño levanta la cabeza para contar con su voz aflautada algo del todo, para mí, indescifrable. El adulto que lleva a su lado no le escucha. Una invidente me mira fijamente con movimientos circulares de sus ojos. Hay una luz cetrina. Adolescentes con cascos y teléfonos móviles de colores teclean vertiginosamente en sus pantallas. El aire es irrespirable. El niño es francamente diminuto; el pelo de la invidente muy lacio; los adolescentes, todos ellos, calcados en modos y formas.

La cuarta parada.

Veo mi nuevo peinado en el cristal del convoy y me sobresalta la frescura que descubro. Yo, que a los veintinueve dejé este look para recuperarlo ahora al borde de cuarentena, y descubro que ni una sola arruga ha sido capaz de desbaratar el magnífico binomio que siempre supuso este corte de pelo y mi nariz respingona. Durante apenas unos segundos se hizo la completa oscuridad entre nosotros, volvió la luz, pero nadie cambió de postura ni de tarea. El túnel nos devora. La quinta estación se abre ante nosotros con sus fluorescentes y olores.

La puerta se abre y un indigente se hace hueco entre los adolescentes lobotomizados, lleva tantas chaquetas que apenas se vislumbra su extrema delgadez. Y es ahora que sí empiezo a notar el picor de nariz, la nausea, el despuntar del llanto que me lacera la garganta. Esta pobre viuda viniéndose abajo camino de la sexta estación.

 

Tras la universidad, fue tal el vacío que experimenté al enfrentarme al mundo, al gélido universo laboral, a las facturas, a las tareas, que necesité de alguien que me asistiera y me hice voluntaria de una asociación para ayudar a personas sin recursos. En lugar de pagarme un terapeuta o hacerme budista, quise bajar a los suburbios para ver si así sentía menos lástima de mí misma. Creo que no fui la primera que pedía socorro oculta tras tareas de auxilio, y tampoco creo que vaya a ser la última.

Llevarle el desayuno a los sin techo y arrodillarme delante de sus dentaduras cariadas y sus piernas agrietadas por las llagas me hizo comprender el asco de persona que yo era y, de este modo, cambió radicalmente mi vida. Eso sucedió así desde entonces hasta ayer jueves que volví a recortar mi cabello. Mientras los largos mechones caían al suelo, caían los recuerdos, los pétalos de esta flor que yo era, volaban las hojas del calendario a cámara rápida. Y ahora no seré mucho más que un simple usuario del metro; pagaré mis impuestos, esperaré a que los semáforos se pongan en verde, aspiraré polución, envejeceré pero ya no es posible que muera. Yo nací al conocer a Abel y con Abel he muerto, a pesar de seguir generando bilis, asfixiándome y, de vez en cuando, tal vez, verme arrastrada por un llanto.

La undécima estación al fin llega, aunque sé que me ahogaré en la superficie del mismo modo que lo estoy haciendo aquí abajo, a pesar de que la luz de este último mes ha sido la más bella de los últimos tiempos, que las tardes incitaran a paseos largos y serenos por  el campo;  que los olores fueran más intensos; el frío del recién estrenado invierno, más puro y sagrado. Abel se ha muerto.

Hace diez años yo me enamoré de alguien que llevaba seis durmiendo en la calle con la cabeza tapada por un abrigo beige; yo le destapé y él me rescató durante toda una hermosa década para matarme al nacer este invierno.

 

 

 
Cuando maté
todos los versos
y
erradiqué
de mi cosmos
las palabras,
renuncié al contigo
y me expuse menos
a los por qués,

pude estirar las vocales
de
cada tarde
abrir de par en par
los paréntesis...
Acentuar.

Me permití mojarme
sin diéresis por
paraguas,
lejos de tildes siempre
dispuestas
a golpear.

Con las cansinas eses
que siempre insisten
en hacer
de mi semejanza
alborotadísimo plural,

hago ahora olas,
ondas,
curvaturas

y nadie sabe con vocablo
hacerme
callar.

Cuando me mudé al exilio


“ Ce que je veux pour mon royaume

   C´est à ma porte un vert sentier…“

 

Lo que yo quiero para mi reino/ es ante mi puerta un sendero verde. 

 

 

 

Ayer me mudé a la orilla del río, a la soledad de la sombra de benditos árboles frutales y vivo entera y redonda sin la luz del soberano que se llamaba sol y daba la vida, decía, a todas las especies. Pero sépase que cegaba mis ojos y no me dejaba observar estas flores silvestres que desfilan delante de esta orilla.

 

Ahora habito todos los lugares del bosque y aún no supe decantarme por ninguno.

Adoro los verdes.

Tengo dudas con los rojos.

Y detesto la evidencia pronunciada por los labios de cualquiera que desee evidenciarse.

 

La verdad está encriptada en los libros que llevo en el bolso, en el pelo enmarañado de las niñas pequeñas que, sucias, sonríen a la vida; nace y muere en los labios de los amantes; está en los infelices lúcidos que se mantienen erguidos; en mis próximos brazos; en todos los últimos alientos.

 

Esta belleza es mía

   Y va a

       Descansar

            Quiera

                   O no quiera

                                 En la urgencia

                                               

De estos ojos

 

                                                                  Con los que yo miro.

Haberlas, haylas


Las tortillitas de camarones no pudieron arrancarme de esa parada de postas, ni esa luz, ni aquella noche ardiente al filo de la luna creciente.

Pero sí pudo el pan de millo darme la serenidad que contiene su cementerio de Cambados, sí pudo iluminarme la niebla de las ruinas de esa torre vigía y la playa del Pacífico que se había desplazado, para mí, a la Praia Das Pipas, y la zorza deshaciéndome de placer la lengua con su Estrella Galicia.

Las pimenteiras me dieron el ardor suficiente para hacer materia de esa nube gaseosa que venía siendo yo borrándome del Paraíso de Adán en Portonovo. La primera noche el rey Baltar me acunó entre sus brazos dándome sosiego. No hay ya ojeras, miña mía, me susurraba y yo que me mecía en la rama más tierna de mi nuevo árbol.

A Lanzada me acarició la cintura y fui gacela un ratito entre sus jugos gástricos. Y el olor del mar. Ese olor de mar de Combarros y sus zamburiñas, zambulléndome en un nuevo horizonte. San(xenso) nuevo año que se arrima por la orillita de las Rías.

Son más azules tus azules que ese azul tan sureño que no tiene el embrujo de tus Perseidas; ni siquiera el calor de tu fuego.

Prexigueiro me desintoxicó con azufre que arrancaba mis pieles y volé a 140 kms hora por la espalda de Ribadavia para tumbarme un ratito en el pubis de Allariz y contarme los lunares y sonreírle a mi sombra.

Con diez cañones, del Sil, por banda he destruido el espigón del ayer. Buen viaje fue aquel.

 Y mejor el que llega.


Inspiración


Finges por mí, haciéndote arte

y yo creo en ti, tallando tus caprichos.

Eres el eunuco vigía de mis pasos,

evocas mi cordura cuando me hallo

a un escaso paso de detonar en manía.

 

Diseccionas el verbo,

rasgas vocablos en torrentes enfermos

de sed,

de hambre.

Saciados en la forma que juntos erigimos,

completos en la obra que ambos conquistamos.

 

Sofocas mis delirios en grafías elevadas,

aguardas mis dudas para buscar su camino.

Me haces ser en tus letras enredadas,

el campo cuando alcanza el bello estío.

 

Ficción


"Si buscas la verdad, prepárate para lo inesperado, pues es difícil de encontrar y sorprendente cuando la encuentras"
HERÁCLITO.


Desde cachorros nos preparan para la certeza;  nos cuentan cuentos, de esos que tienen moraleja y te explican que si la mosca no hubiera sido tan imprudente no se habría quedado atrapada en la tela de la araña. Cuentos en los que ganan los buenos y demandan sensibles acciones para poder comer perdices; para ser felices. Pero lo cierto es que da igual el tipo de mosca que seas, porque casi siempre lo único importante es la araña y su habilidad tejiendo con esa boca babosa, lo mismo te dará tener una visión panorámica de ciento ochenta grados, de nada servirá tener un par de alas que te eleve del suelo. La tela de araña es algo con lo que no contamos, pero existe.

Dar a un botón y encender el pc, programar el GPS y recorrer el planeta, contar los sístoles y diástoles de nuestro corazón. Todo es posible excepto lo esencial: conocer la verdad que te rodea.

Uno se levanta y va al trabajo, para ello, sabe qué dirección tomar,  cómo llegar más rápido. Vuela mentalmente con los planes para el ocio. Sale del trabajo y elige sus rincones. Gasta lo que puede en placeres efímeros, se emborracha, sonríe y se siente poderoso.

El destino, mientras tanto, tal vez le observe acodado en la rama del árbol que está justo encima de su cabeza, justo encima de la mesa de sus cervezas, justo encima de la encantadora terraza. Justo encima de la compañía que bebe contigo. Justo encima de la araña de boca babosa que va a envolverte en su tela de araña. Pero tú eres feliz porque no has visto aún a la araña


"La mentira gana bazas, pero la verdad gana el juego." (Sócrates)

 
Quiero dar a un botón y medir la ternura y los buenos sentimientos, quiero programar mi secuencia vital e ir de la mano de un bello compañero. Quiero sentarme en su pecho y escuchar los sístoles y diástoles de su corazón y así quedarme dormida.
 No me interesa cómo ir al trabajo más rápido porque sé que al final llegaré. Y, en cuanto al ocio, me conformo con que sea con alguien que brille, que sepa emborracharse conmigo y que, cuando yo le sonría, se sienta poderoso.
Levantar los vasos hacia arriba y, en el brindis, encontrarnos por sorpresa con el guiño del destino que estará ahí acodado en una rama del árbol que tenemos justos encima de nosotros. Merendarnos a la araña.


 
"La astucia puede tener vestidos, pero a la verdad le gusta ir desnuda"
Thomas Fuller
 

 

Una pregunta, riñones míos

Me siento aquí a escribirte, por si te da por pasear de noche por estas calles y, desafortunadamente, de un modo que antes nunca me hubo sucedido, me asalta el vértigo: el insalvable abismo entre la emoción y las letras.

Ha sido de tu mano que he comenzado a desconfiar de las palabras -esa savia mía, que siempre me ha alimentado- y de sus trucos. Hoy reparo en su arbitrariedad o tal vez en ese despliegue de estrategias que viene a ser contar las cosas. Cualquier cosa. Nombrar la realidad, darle forma. Nombrar tú, desde esos labios tuyos, mi persona. O nombrar tu sentir por mí, si alguna vez estuviste sobre mi vientre y me dijiste te quiero. Y era entonces que no había modo de desconfiar de esa belleza, ¿Cómo iba a ser que desparramaras te quieros por mis rizos mientras me hacías el amor si no eran ciertos?

Las palabras hacen juegos de espejos. Los te amo como confetis.

Las palabras son perversas, resabiadas. Son trucos, ¿verdad, mi amor? Meros juegos.

Lo que duele; eso que mata

Era mi regazo el qué te recogía a ti,
sí.
Eso era así
cuando eras niño
Y te hacías belleza
entre mis dedos
Y me anudabas todo el amor
en el ombligo.

Eran mis manos las que
,
entre tu pelo,
Sabían dibujar
con genio y gracia
Ejércitos de poetas,
Mieles, misterios,
Canastos de fruta,
el pan de mañana.

Era mi sombra
también
la que corría
Agónica, veloz
por esas calles
Buscando
donde refugiarse.

Era mi pena la que
un día
Salió toda rotunda,
Enferma, loca.
Preñó mis huesos,
quebró mis alas
Y mató mis labios
y
tu boca.
Me miro en el espejo y la luz atrapa mi coronilla. Soy piedra brillante y agarro todo el calor. Peso. Soy el peso que se coloca sobre un manto de hierba en el suelo. Ocupo un lugar, el lugar concreto que invade todos los centímetros que me conforman. Y tengo aprisionado, con su consentimiento, un insecto. Somos la melaza que se crea con mi arena y su baba; de mi estar y su esconderse.

Ahora soy el insecto y cuento con el placer de tener todas las necesidades cubiertas bajo esta piedra. Mi flexibilidad y su fijeza encajan a la perfección; sólo pienso abandonarte, calor mío, para romper el ayuno.

El sol está calentando mi vértice y recojo la vida desde allí hacia abajo y hacia adentro. Nunca centrifugo tanta vitalidad, me la quedo y la transformo en intenciones. Ahora no pienso hacer nada y tengo la intención de llevarlo a cabo.

El sol me acaricia, el sol me besa y mis ojos se humedecen de puro agradecimiento.

Tarde fiambre


Se cae la tarde y Madrid apenas puede sujetarla. Es así. Es una tarde de junio fea. Y es, por cierto, la tarde de junio.

Veo las ventanas alineadas como un ejército de madrigueras; unas de cortinas recogidas y aire melancólico, otras repeinadas de macetas; algunas otras, de profunda mirada negra, de cuenca de ojo vacío, de ausencia.

Dentro las gentes sobreviven y tratan de olvidar los desplantes de los propios y el brillo de los ajenos, disimulan frente al televisor la ilusión que han perdido, las ganas que estaban y ya no encuentran, el amor que vino a caballo a liberarlos de su tedio y que ahora anda lleno de pelusas debajo de la cama.

La tarde se cae y los coches bufan, acelerándose hacia un futuro que nunca llega y que se oculta tras los carteles de Coca-cola y la chica del gloss en los labios y el pelo inerte. Mentiras de oxígeno, mentiras que ahogan y disparan sobre el colmo del absurdo haciéndolo trizas.

Se desparrama la tarde, esta tarde de junio, amoratada y fiambre, dando sombra en las terrazas, en los parques, quitándole el sol a estas gentes que no lo necesitan para nada. A las comidas familiares tan de domingo y tan necias, tan escaparate.

Los niños son la luz y patinan e inventan otros escenarios; sus risas y murmullos escapan del fantasma que saben les observa desde el cielo, aún pueden y riman piel con vida y sangre con fuego.

La tarde se escurre. Tarde de gris cielo.

 

Partos necesarios

Uno masculló “que comience al baile”
y fui madrina del carrusel.
Estar aquí
y allí
y el acoplarse
era el vino de los acordes.
Por eso me callé cuando reconocí imprecisión
y me daban de mamar con palabras afónicas.
Mientras fui lazarillo sin ciego
o Gulliver sin enanos.
Por eso sonreí cuando maldita la gracia,
por eso asentí no estando de acuerdo
y miré en mis bolsillos,
llenitos de paja.

Un día , para mí,
quise desnudarme
de mi estupidez,
Pero no hubo forma.

Y
Grité.
O mascullé -no recuerdo-
“que acabe el carnaval”
y me hice titán de mi barrio.
Evidencié las dudas
y exigí vocablos preñados.

Luego
fui bastón de los tuertos
y me entendí de relativa estatura.

Hoy
sonrío de medio lado
y cultivo los nones en cualquier plaza.

L E T R A S... letras


Desde el púlpito de mis letras

 trazo el auditorio, el oyente suspirado y cabal,

 los ojos leedores que arrullan.

 Adquiero la concordia, gano el clímax.

Con el contenido de mis imperceptibles lágrimas

 escasamente bosquejadas en papel,

 desbordo los ríos, colmo todas las copas,

 doy de beber al sediento.

 

A ti, que no escuchas,

 averíguame.

 Conquista estos mendrugos de fábula

 y cósete un abrigo, un abrigo largo para el invierno

 que ineptamente renuncias  a sentir.

Mayo


Un mayo en el que ni caen las sombras ni se levanta el sol, un mayo en el que ni siquiera importa que nunca haya existido Prometeo. Un mayo parado, un mes sin atajos, un atascadero.

Podría soplar por encima de mi hombro, podría sacudirme los mantos de desahucio de las recortadas capas de mi pelo, admitir que ahora ya. Admitir, al menos.

Pero hay algo que aletargado pervive, se palpa su presencia. Promete. Los peces no me han abandonado, mantienen su curso: desde la misma punta del dedo gordo del pie al núcleo de mis mareos, a la cima de esta cabezota redonda, circular, repensante y obsesiva.

 

Hay un pájaro que pasa desapercibo por el ruido, un pájaro que no es nada comparado con todos estos motores, un pájaro que pía, un ser cálido y sensible, un pequeño corazón que late. Invisible y, a pesar, ¿quién va a negar la existencia de ese pájaro?

 

El viento corre, aunque admito que despacio, longitudinalmente en la calle, viento del norte anegado por el aliento de los transeúntes, viento disipado en lo onírico de este conjunto de papel; viento, hoy, sin importancia. Viento al fin.

 

La frescura de la vida se balancea, incluso en las mentes moribundas que este mes no tienen planes, pero se angustian por resolver sus tareas. Agua que no moja porque las pieles se han puesto el impermeable, pero no porque haya perdido su humedad. Vida.

 

Esas ideas que no se desperezan del todo, pero que habitan las azoteas de la imaginación que dan de comer a las hambrientas fauces del deseo; ecos que habitan las buhardillas iluminadas y rojas de los hombres grises que, descalzos, no dudan en coser botas, en abrigarse los pies, en confesar esa inclinación a lo nuevo, a lo siguiente, a tapar la ausencia, a esa falta que llenar tanta falta les hace. A lo maravilloso, después de todo.

 

Luces, los cuentos Guy de Maupassant, los latidos del dos mil uno, los gérmenes del noventaiséis. Las fotos de la Plaza del charco, las acrobacias de mi bola de plástico, tu desconsuelo. El pájaro, el viento, la vida. Todo un recipiente el de este mayo, que no es gris, que es azulado.

 

 

"Cuatro cosas hay que nunca vuelven más: una bala disparada, una palabra hablada, un tiempo pasado y una ocasión desaprovechada."


Aquel que me maldice muta en mi esclavo.

 

El tiempo, capa a capa de polvo, conforma la vida

y desbanca las pretensiones con su incomparable poder.

Sólo hay una evidencia…

El tiempo.

Sólo él.

 

Los verbos son naderías cerca de su pulso,

Las naciones de los nacidos, pueblos fantasmas,

Mi desembarco, un olvido.

Las canciones de ayer, sólo quejidos baratos

Que fueron cronometradas por niños

Y arrinconadas por sus juegos.

 

La vida, esa menudencia  que no existe.

Todo es tiempo.

Tiempo para descreerse,

Tiempo para recoger tus antiguas cosas y emprender el vuelo.

Tiempo para desabrocharse,

Tiempo para acatar la vejez de lo que amabas,

Tiempo para esperar las baratijas que aún no llegan.
 
 

 

 

El cuento, esa genial mentira




Sé lo que me gusta que me cuenten relatos, reconozco lo que me gustan los cuentos, reconozco que a veces, inconscientemente, cambio la historia; admito que soy una cuentista.

Mucho de lo que cuento en primera persona como si se tratara de una autobiografía es pura mentira. Ahora, que esas mentiras puedan tener una cantidad de verdad dentro, es otra cosa.
Rosa Montero


No sé en qué momento comenzó mi inclinación por la farsa, en el sentido más literario, pero sí sé de qué modo se posó ese germen en la punta de mi nariz, desde entonces, allá donde vaya, el sainete me precede. Fue la boca de mi abuela que, con sus finos labios y sus múltiples vocecillas, me enseñó a imaginar las cosas a su modo que, ahora, es el mío.

Las siestas se acurrucaban con una mejorada versión de Pedro y el lobo, protagonizada por una niña que suplantaba a Pedro, llamada Rosarillo, y un ente que suplía al lobo: la temida Zarpa. La Zarpa era una cosa que nunca fue descrita, pero que no era difícil imaginar, porque mi abuela, como los grandes maestros, no contaba, mostraba.

Desconozco cómo sería la Zarpa de mi hermano, pero la mía era una alimaña oscura y perversa, con muchas piezas dentales y mucho pelo. Sigilosa, inteligente y única en el universo, que habitaba el fondo del río donde Rosarillo iba a lavar sus cacharritos de juguete. A diferencia del lobo de Pedro, la Zarpa de mi abuela no era de una especie animal reconocible, era infrahumana y, hasta que devora a Rosarillo, tan sólo una superstición en la aldea. Lo que dota a nuestra Zarpa de un universo misterioso y oscuro, y da mucha más tensión a su presencia. Los aldeanos nunca la habían visto, Rosarillo nunca la había visto, mi hermano y yo nunca la habíamos visto, pero mi abuela, Rosarillo, mi hermano y yo, sabíamos de su existencia. La sombra de la Zarpa pendía del techo de nuestra alcoba desde la primera tarde que nos contó aquel cuento. Ya quisiera el gigantesco King Kong o el recauchutado Frankestein tener el carisma de la Zarpa de mi abuela.

Su manera de crear la tensión te hacía encogerte a las cuatro de la tarde, con el nerviosismo y el miedo que, sin el narrador adecuado, habría precisado de la medianoche. Iba poniéndote en vilo, haciendo que doblaras cada vez más las piernas, cuando contaba por enésima vez que Rosarillo había gritado “Socorro, la Zarpa” y había aparecido todo el pueblo dotado de antorchas, mientras la niña acababa burlándose de cada uno de ellos. A veces la mentira se sucedía hasta en cinco o seis ocasiones; otras veces, mi abuela nos sorprendía con la aparición de la Zarpa en el segundo intento de broma. Y siempre, sin excepción, había un sobresalto por nuestra parte.

Mi parte favorita era cuando la fábula daba el giro final, es decir, cuando aparecía el monstruo que emergía de sopetón en la superficie del río. Después, mi abuela, sin exceso de explicaciones y sin detalles desagradables, narraba líricamente el modo en el que el río se teñía de rojo. Para el oyente quedaba el privilegio de imaginar las dentelladas y desollamientos de la pequeña.

 “Un manto rojo cubría len-ta-men-te las aguas”. Y así asumías el trágico final de esa niña, por mentirosa y cuentista.

Desde entonces, cada vez que miento, la silueta de la Zarpa se acomoda en mi hombro y me recuerda que un manto rojo puede cubrir len-ta-men-te mis aguas.

Aparte de las narraciones propias de su cosecha, también era transmisora de historias populares, como el Romance de la condesita que, lejos de despertar mi parte romántica, me hacía cuestionar al conde Flores, traidor y enamorado de chichinabo donde los haya.

Para la ocasión, mi abuela, solía ponerse de pie y levantar mucho la voz. Al grito de Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar…”, Javi y yo habríamos mucho la boca y dejábamos de respirar en el acto.

La idea de que una condesa se vista de peregrina y salga a buscar a su amor andando siete reinados y se lo encuentre a punto de casarse con otra, según le cuenta un vaquerito, me repugnaba. Pero adoraba escuchar a mi abuela recitar.

El Mago de Oz, Juanita la Larga, Garbancito, Juan Sinmiedo, Ricitos de Oro, La princesa y el guisante, y un sinfín de historietas y personajes que mi abuela colaba en la siesta, entre la merienda y el parque, en invierno, en verano, y desde que tengo uso de razón.

Por eso, aunque nunca te lo digo, gracias por todo eso que has puesto dentro de mí y que nada ni nadie podrá quitarme.

“Yo no sé muchas cosas, es verdad. Pero me han dormido con todos los cuentos... Y sé todos los cuentos.”
León Felipe




 

"Cómo decir, amor, en qué momento te rompes dulcemente entre las manos, sin quejas, sin recuerdos, sin arcanos y tal vez sin temor ni sufrimiento."

Julia Prilutzky

 
 
Manos cuadradas que podrían eclipsar el sol

si se posicionan en el sitio exacto.

 Manos prudentes y labriegas, manos poderosas.

 Manos que, sin embargo, se afanan

en derribar los castillos de naipes,

 en apretar cuerpos frágiles, en amenazar pulmones.

 Manos asesinas que se amoratan

con el paso de la savia y sus inercias.

 Manos torpes que no saben mantener

 el peso de los frutos de la existencia,

 manos que no alimentan,

 manos que matan silenciosamente,

 manos precisas para la muerte,

 manos vanas para la vida.
 
 
 

Un desvarío


En este sábado de artificio alzo mi mano

Y detengo, no esta, si no cien primaveras

Para calumniar al sol que anda en el cielo

Frente a la tiniebla que habita mis caderas.

 

Retuerzo el gesto y lloro por sobre esta tarde

Porque detesto la luz en mi ventana,

La soberbia de los pájaros, ese modo

De levantarse el mundo a la mañana.

 

Admito en lo que siento un sinsentido

Mi intención, una; tu respuesta, otra.

El amor en este amor, un desvarío,

Rotos los te quiero de esta boca.
 
 
 

Humo




A los que venden quimeras y abusan de tener poder poder sobre los que sueñan con ellos, les sometería a la peor de las torturas. Gastan palabras en arrebatar sonrisas simplemente porque pueden y es que, de los poderosos, no hay que confiar ni en la verticalidad de sus bastones porque, en realidad, sólo tienen alas en sus sombreros.

Asoma reiteradamente a todas las misas el asunto ese de la dialética del amo y el esclavo y es que , tal vez, algún día fui amo y me desdibujé cuando el esclavo dejó de reconocerme. Ahora, portador del sable, voy a desobedecerte aunque me cueste el gañote.

Apócrifa


Zapatean mis manos por las teclas y mi cabeza por las nubes. Los dedos brincan, crean, se deshacen en hacer el futuro, en componer aquel algo (veo mi dedo corazón bailotear de las oes a las erres y desde las eles hasta las pes). Y así se desdoblan, se alargan como los dedos de un pianista, y se baten en duelo por transcribir el más bello ritmo o por crear la palabra más rotunda en el momento más preciso.

 

Las musas están aquí todas, completamente holgazanas, encima de mi mesa entregadas a una obscena bacanal de danzas y de protestas. De todas las musas que existen en el universo, una es mía, se llama Apócrifa, y es la única que no tiene forma real. A veces me complica porque muda de aspecto según caiga la luz y según los sueños se rompan. Pasa de un largo cabello gris a un corto y hombruno pelo rojizo; pasa del silencio más musical a la algarabía más doliente y más tosca. Nunca supe cuál era el color real de sus ojos. Pero es mía y ella lo sabe, y yo suya, y también lo sé. La reconozco porque tienta de un modo especial el pulso de mi muñeca a toquecitos inconfundibles: toc, toc. Y, entonces, mi sangre se tiñe del color que haya elegido ese día para sus cabellos.

 

Apócrifa también cabriolea en el centro de la mesa, junto al boli Bic que apenas tiene ya tinta; hace que no me ve y sacude la oscura melena que ha elegido para esta mañana; pero yo sé que me ve, como ella sabe que yo la estoy buscando. Apócrifa es escurridiza, casi nunca está cuando me siento a escribir, pero aparece cuando menos te lo esperas y has de retener su vocecilla en la mente. Ella me visita en el metro, en un bar, me habla al oído en medio de una conversación con alguien y hace toctoc en mi centro justo, en el momento menos oportuno. Y se ríe. Luego, se va.

 

Apócrifa es mía, pero no me pertenece; y no existiría sin mí, pero no me hace mucho caso. Ella es la más bonita y cambiante musa que alguien pueda tener.

Apócrifa es mía y esta mañana me ha abandonado, así que mis dedos inquietos sólo pueden escribir su nombre para ver si se apiada y vuelve.




Qué va ser de este amor que no sabe ser prudente y que se tira de puentes y traga fuego, que no entiende de miradas, que se arranca el pelo.

Qué va a ser de este amor, que es tan inmenso que no cabe en ninguna casa, explota en los bares, y salpica de rabia y furia las calles.

Qué va a ser de esta amor tan receptivo, que se resfría y enferma hasta en primavera y que muere los jueves y, cada viernes, vuelve a estar vivo.

Qué va a ser de este amor tan adorable y cruel que no comprendo, que se encrespa en los mares y puede llegar a arrastrarse en todos los cielos.

Qué va a ser de este amor que es de papel, pero se sabe entero de hormigón, que no sabe atarse los cordones y vuelve caer, firme y torpón.

Qué va a ser de este amor tan alto y enano, que come fruta de cualquier frutal pero se nutre de lodos de cualquier charco.

Qué va a ser de este amor que es tan mío y tan yo, tan caprichoso, tan miope, tan tarambana, que me deja cada noche hacerle el amor y me abandona cada mañana.

 

El(la) es ella.


El (la) mar abruma;

 es causa y se deja hacer.

Engendra y alimenta en sus hechuras diferentes especies.

Está en la poesía y, en ocasiones,

refiere naufragios.

Pero está...
 

Está en la tarde calmada

o

se vomita en olas,

cuando no se hace uno con el ardor de un relámpago.

 

 

La mar es la mujer.

 

Abate y es abatida.

Dibuja la contradicción,

siendo

la estampa de una bella superficie

sin dejar de ser la profundidad más rotunda.

 

El mar es agua.

La mar es agua.

 

Una mujer es agua,

que aprende a llorar un mar de lágrimas

o a lamer los pies del que la mira.

 

Soy mar que me mareo en mis aguas,

que amanezco amainada o revuelta,

emponzoñada de resacas que me baten

en duelo con todos los peces

que nadan en mis entrañas.

 

Soy la mar cuando, al caer la tarde,

mi cara impasible acomete la melancolía

y se enfada con la naturaleza perenne
 
de esta orilla.




Eras


Te veía cogerme la mano

Cada vez que la duda se posaba

Sobre mi adoctrinada cabeza

Con la mayor dulzura

Que he experimentado en mi vida.

Tu sonrisa amanecía,

Susurrándome al oído: “…confianza”

Tus vuelos eran largos

Si yo los requería a lo lejos,

Cortos, si me encontraba

Cabeceando en tu chaqueta.

Y nadie sabía cuánto,

Ni conocía el porqué,

Nadie conocía el dónde

De nuestros seis mandamientos.

Tú lo sabías

Y yo…

atesoraba

Insustituibles momentos.

Norias


Me sé y no concurro completa.

inconclusa, no sólo para ti.

Echo de menos, sobre todo, unas alas, un arrojo, acertarme más y tener más fe en mí.

Empero considero que, a pesar de mis inexactitudes, las suplo contigo procurando movimiento a otras norias, que ni menos serias ni menos entregadas.

Norias tuyas.

Norias para ti.

 

Conocer siempre en qué bolsillo guardo mi mano

Para que puedas asirla no es fútil.

No necesitar mirarme para saber que camino a tu lado,

No es calderilla.

Norias tuyas.

Norias para ti.

 

Sé que no soy lo que esperabas,

Te ha decepcionado mi devenir.

Si te faltó una entera, te entregué mi octava.

Digamos que fui, yo para ti.

 

Norias tuyas.

Norias que moví.

La noche


Vicioso tiempo temiendo a la noche, a que sus negruras escolten mis lunares, a que su frío inquiete mis núcleos.

 

Me quedo, conforme, con la imagen congelada de este acelerado ángelus. Bato las alas porque esta detestable situación se mantenga pero, por favor, que no anochezca. Sin embargo, tras la tensión, cuando acabo clavando mis uñas en las palmas de mis manos, cuando sangran de sobreesfuerzo, de detener lo imparable, el cansancio me devuelve la lucidez.

Y respiro.

 

¿Qué es mi temida noche? Alcanza ser el final o el estreno, cuántos animales muertos desaguaron en vida. Lo más peligroso de que el cielo se enlute es el desasosiego a que esto pase. El miedo repetido, su incesante martilleo.

 

Hoy cedo el paso a la noche vencedora. Y la celebro.

Me embriago recibiendo su puesta de largo, sus laureles. Soy con ella, la amo.

No quiero amanecer ni, mucho menos, paralizar este punto del oscurecer que hiede a muerte.

Guirlache





Los ojos del gato
se han metido en mi vientre.
Y brillan en la oscuridad,
iluminando mi hambre.
Así, acierto a reconocerme
como mujer hambrienta pero juiciosa.
Pido para que sus aullidos
sigan despertándome a la noche,
para que no me acostumbre a la falta.
Y así, todos los días, de un salto,
encaramarme de nuevo en el clamor,
rota pero consciente.