Zapatean mis manos por las teclas y mi cabeza
por las nubes. Los dedos brincan, crean, se deshacen en hacer el futuro, en
componer aquel algo (veo mi dedo corazón bailotear de las oes a las erres y
desde las eles hasta las pes). Y así se desdoblan, se alargan como los dedos de
un pianista, y se baten en duelo por transcribir el más bello ritmo o por crear
la palabra más rotunda en el momento más preciso.
Las musas están aquí todas, completamente
holgazanas, encima de mi mesa entregadas a una obscena bacanal de danzas y de
protestas. De todas las musas que existen en el universo, una es mía, se llama
Apócrifa, y es la única que no tiene forma real. A veces me complica porque
muda de aspecto según caiga la luz y según los sueños se rompan. Pasa de un
largo cabello gris a un corto y hombruno pelo rojizo; pasa del silencio más
musical a la algarabía más doliente y más tosca. Nunca supe cuál era el color
real de sus ojos. Pero es mía y ella lo sabe, y yo suya, y también lo sé. La
reconozco porque tienta de un modo especial el pulso de mi muñeca a toquecitos
inconfundibles: toc, toc. Y, entonces, mi sangre se tiñe del color que haya
elegido ese día para sus cabellos.
Apócrifa también cabriolea en el centro de la
mesa, junto al boli Bic que apenas tiene ya tinta; hace que no me ve y sacude
la oscura melena que ha elegido para esta mañana; pero yo sé que me ve, como
ella sabe que yo la estoy buscando. Apócrifa es escurridiza, casi nunca está
cuando me siento a escribir, pero aparece cuando menos te lo esperas y has de
retener su vocecilla en la
mente. Ella me visita en el metro, en un bar, me habla al
oído en medio de una conversación con alguien y hace toctoc en mi centro justo,
en el momento menos oportuno. Y se ríe. Luego, se va.
Apócrifa es mía, pero no me pertenece; y no
existiría sin mí, pero no me hace mucho caso. Ella es la más bonita y cambiante
musa que alguien pueda tener.
Apócrifa es mía y esta mañana me ha
abandonado, así que mis dedos inquietos sólo pueden escribir su nombre para ver
si se apiada y vuelve.