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Porque uno es todo aquello que ha perdido, todos los fracasos, todas las ausencias y toda la artillería que voló su casa, le pertenecen.

Aquellos extranjeros que vinieron de visita y ensuciaron mis minúsculas calles no han podido volver a traspasar mis fronteras y ahora vegetan sobre montones de basura enfrente de encendidos soportales.
Las palabras que sonaron con nervio en mis parques y que alcanzaron a abrirme mucho los ojos -y las tripas- deambulan sin destino definitivo, condenadas a perpetuarse en sus propias bocas, cada vez que las pobres intentan argumentar cosas importantes.
Las aguas que anegaron mis huertos y mataron mis remolachas ahora se hacen hielo en cada alborada y vuelven a derretirse a la tarde y tienen ya casi rotos todos los huesos.
Las guerras que se declararon en mi país son la guerra de los mundos, la guerra de papá, la guerra de los botones y, ahora, la guerra de los siglos.
Todos los finales andan embrollados, se entretejen unos con otros y no acaban nunca de ser concluyentes (el último acostumbra a contener al primero).
En mi ciudad se hablan todas las lenguas y las unas se mezclan obscenamente con las otras, en una jerga de galimatías.
Aquí no se conocen las faltas de ortografía desde que algún desinformado empezó a usar uves altas y bes bajitas.

Y en este mundo de torre de babel y de guerra fría sigo regando mis betas vulgaris y me acicalo para los bailes. Me alimento de fe y de hortalizas y bebo de hojas de libros y de poesía.