Abel se ha muerto. Y la luz de este último mes ha sido la
más bella de los últimos tiempos, las tardes incitaban a paseos largos y
serenos por el campo; los olores eran
más intensos; el frío del recién estrenado invierno, más puro y sagrado. Y Abel
se ha muerto.
He recogido sus cosas sin derramar una sola lágrima, he
guardado amorosamente sus libros, me he calzado sus lentes mientras acariciaba
sus cosas: las chaquetas de Abel olían a Abel, los libros de Abel esperaban
abiertos para él, las lentes de Abel sobre mi nariz veían todas las cosas de
Abel dispuestas para el entierro. Hice desaparecer sus cosas; las cosas de los
muertos están demasiado vivas para aquellos que aún conservamos la vida.
El jueves me corté el pelo a lo garçon como antes de conocer a Abel. Mi melena era demasiado larga
para su ausencia y las coletas insuficientes para borrar toda una década a su
lado. Ahora me miro en el espejo y ya no reconozco a la mujer de Abel, ni a la
viuda de Abel, ni siquiera me reconozco
a mí misma. Abel se ha muerto.
En este vagón de metro el aire es irrespirable y el
traqueteo una angustia de once paradas, que tan sólo lleva recorridas tres;
tres paradas en las que la víscera generadora de bilis ha vuelto a abusar de mi
distracción.
La señora del asiento de enfrente está muy preocupada,
frunce el ceño, se revuelve inquieta y murmura cosas bajitas para sí misma.
Entre sus manos, la prensa del día, arrugada y desteñida vocea la desastrosa
situación internacional, un anuncio de seguros de coche se hace un hueco en la
esquina inferior izquierda, las uñas bermellón de la señora preocupada aprietan
el papel de periódico.
Levanto la vista y me asfixio: un niño con una mochila de
seis veces más su tamaño levanta la cabeza para contar con su voz aflautada
algo del todo, para mí, indescifrable. El adulto que lleva a su lado no le
escucha. Una invidente me mira fijamente con movimientos circulares de sus
ojos. Hay una luz cetrina. Adolescentes con cascos y teléfonos móviles de
colores teclean vertiginosamente en sus pantallas. El aire es irrespirable. El
niño es francamente diminuto; el pelo de la invidente muy lacio; los
adolescentes, todos ellos, calcados en modos y formas.
La cuarta parada.
Veo mi nuevo peinado en el cristal del convoy y me
sobresalta la frescura que descubro. Yo, que a los veintinueve dejé este look para
recuperarlo ahora al borde de cuarentena, y descubro que ni una sola arruga ha
sido capaz de desbaratar el magnífico binomio que siempre supuso este corte de
pelo y mi nariz respingona. Durante
apenas unos segundos se hizo la completa oscuridad entre nosotros, volvió la
luz, pero nadie cambió de postura ni de tarea. El túnel nos devora. La quinta
estación se abre ante nosotros con sus fluorescentes y olores.
La puerta se abre y un indigente se hace hueco entre los
adolescentes lobotomizados, lleva tantas chaquetas que apenas se vislumbra su
extrema delgadez. Y es ahora que sí empiezo a notar el picor de nariz, la
nausea, el despuntar del llanto que me lacera la garganta. Esta pobre viuda
viniéndose abajo camino de la sexta estación.
Tras la universidad, fue tal el vacío que experimenté al
enfrentarme al mundo, al gélido universo laboral, a las facturas, a las tareas,
que necesité de alguien que me asistiera y me hice voluntaria de una asociación
para ayudar a personas sin recursos.
En lugar de pagarme un terapeuta o hacerme budista, quise bajar a los suburbios
para ver si así sentía menos lástima de mí misma. Creo que no fui la primera
que pedía socorro oculta tras tareas de auxilio, y tampoco creo que vaya a ser
la última.
Llevarle el desayuno a los sin techo y arrodillarme delante
de sus dentaduras cariadas y sus piernas agrietadas por las llagas me hizo
comprender el asco de persona que yo era y, de este modo, cambió
radicalmente mi vida. Eso sucedió así desde entonces hasta ayer jueves que
volví a recortar mi cabello. Mientras los largos mechones caían al suelo, caían
los recuerdos, los pétalos de esta flor que yo era, volaban las hojas del
calendario a cámara rápida. Y ahora no seré mucho más que un simple usuario del
metro; pagaré mis impuestos, esperaré a que los semáforos se pongan en verde,
aspiraré polución, envejeceré pero ya no es posible que muera. Yo nací al conocer a Abel y con
Abel he muerto, a pesar de seguir generando bilis, asfixiándome y, de vez en
cuando, tal vez, verme arrastrada por un llanto.
La undécima estación al fin llega, aunque sé que me ahogaré
en la superficie del mismo modo que lo estoy haciendo aquí abajo, a pesar de
que la luz de este último mes ha sido la más bella de los últimos tiempos, que
las tardes incitaran a paseos largos y serenos por el campo; que los olores fueran más intensos; el frío del
recién estrenado invierno, más puro y sagrado. Abel se ha muerto.
Hace diez años yo me enamoré de alguien que llevaba seis
durmiendo en la calle con la cabeza tapada por un abrigo beige; yo le destapé y
él me rescató durante toda una hermosa década para matarme al nacer este invierno.