A la hora del ángelus


Vine a astillarme contra mi credo

en la suficiencia de la norma y su desatino,

en capítulos patéticos  del deber contra el ser,

en la nocturnidad y alevosía de comer poco

y mal.

 

Para que no estallase mi templo,

para creer tener la seguridad enferma y mentirosa

del estar y el comprender,

del para siempre, perdiéndome el ahora

y el conmigo.

 

Me senté de rodillas en altares carcomidos,

mis manos dispuestas para el rezo,

sin estado de gracia y en liturgias

que llenaban de moho y de larvas mi pan

y mi fe.

 

Reniego de los pilares sobre los que un día

asenté la religión a la que no pertenezco,

ya que bastaron dos salves y un yo confieso

para que a la hora del ángelus ya fuera una mujer conversa

e impía.

 

Índigo

Antaño, cuando yo era niña
y mis sístoles diastoleaban por ti,
me dejaste huérfana y afanada
en levantar mis rodillas del suelo.

Recuerdo que yo era rubia entonces
y tu voz arroyo que me arrullaba.

Algo te causé, me dices, sombrío,
algún pájaro mio negro debió merendarse
tus blancas palomas.
Me designaste cuervo.
Y azul.
Me nombraste destierro.

Como castigo tomaste mi mano
y me dejaste, menguante,
en las vías del tren.
Así me atropellaron, así fui
azul gris marengo.

Pero es que yo te perdoné la falta,
Índigo azulenco.

Mas cómo perdonarte, amor añil,
que cada jueves que caiga en medio,
me tomes azul gris marengo de nuevo
de la mano,
cazada por ser hoy pájaro bruno
y vuelvas a tumbarme en las vías
para que vuelen tus buitres sobre
mi pena azul cielo.


El mejor poema de amor

éramos tú y yo. Endecasílabos.

lamiéndonos en cuaderna vía.

Rimándonos la piel con la pena,

asonantes hasta que volviese el día.

 

Demasiado ruido. Tejo mi red, hago salitas de verbos participantes. Ruido. Obvio el ruido, libo sangre en el ponto rojo como el vino, levanto pleamar, expongo mi cara a la brisa, a los vapores. Pero ruido. Pasan los calores y llega el frío. Toc, toc. ¡Vida! Me aprieto contra el latido y le atiendo. Es ruido.

Vuelvo a vosotras, palabras. Dejo de tejer. Pasa todo. Todo pose. Escribo mil veces la palabra ruido. Leo ruido.

Para sonar no basta con ser valiente. No importa el enunciado. No es suficiente el rebate. Ni el laurel. Ni entender el atajo. No sé de qué depende. En estos meses. En estos tiempos. Sobra el ruido.

 

Quién dictó las normas,

quién abrió fuego contra lo que fuimos.

Ese mar, tu voz y mi pánico.

Aquella luna apresada entre mi pelo

y tus sílabas.

Quién escribió nuestra historia,

qué imparable tormenta mojó nuestros papeles.

Y corrió la tinta

y avivó tu irá

y aplacó mi pánico.

Por qué será que ni siquiera soy ya capaz

de mantener esa tristeza inmensa

en la que yo me alimentaba cada día.

Ya no hay ni supervivientes

 ni muertos

en este naufragio tan mío.





"Cuelgo un cuadro en la pared. Enseguida me olvido de que allí hay una pared."


Llevo tanto tiempo aquí esperando, tratando de no olvidar que estaba esperando algo, que no recuerdo qué o a quién espero.

A veces un mordisco sana, moviliza la sangre, te derrama la vida. Un accidente te hace comprender que te dueles y descubres tu lugar exacto en el mundo; lo que te hirió, te cura. De pronto entiendes que de olvido es de lo que están compuestas las vidas. Tan frescas y tan palpitantes, las vidas, sí. Y no son más que olvidos atesorados desde el llanto del primer día hasta la baba del último. Olvidar, olvidar, para seguir viviendo. Olvidar para matar. Olvidar para negar que un día nació lo que no has conseguido resucitar o aquello que se te murió entre los brazos.

Olvidar para recordar que sigues vivo.