Cuando era pequeña, entre
cumpleaños y cumpleaños, pasaba toda una vida. Cuando llegaba mi día, guiñaba
los ojos para tratar de recordar quién era yo el año anterior. Y me burlaba de
aquella niña tan pequeña: descubría que sabía más palabras del diccionario,
utilizaba nuevas expresiones rimbombantes, me hacía cargo de los nuevos
problemas, sabía que ahora lo mío eran las manoletinas, y no los zapatos Merceditas.
Me sentía satisfecha y me encontraba doce meses más interesante. Abría los
regalos con ansiedad. Pedía muñecas barriguitas y creía tener la certeza de que
por muchas décadas que pasaran nunca habría nada más importante que “jugar a
las clases” con mis muñecas. La vida era un juego.
Cuando pasé a la adolescencia, los
cumpleaños se hacían de rogar; juntaba dinero para comprar muchos minis y
mezclar brebajes indigestos. Descubría que mis piernas se habían estilizado,
que yo decidía cuándo y cómo cortarme el pelo, que le gustaba a los chicos cada
año un poco más. Que las letras de mis canciones me ponían los pelos de punta,
que sólo me reunía con los que me parecían “más especiales”. Que volaba con la
mente, que papá ya no podía saber todo lo que yo pensaba, que la vida estaba
llena de cosas buenas, que tenía mucho que descubrir. Que me gustaban los
besos. Que me agradaba fumar cigarrillos mientras pensaba, que el mar me hacía
feliz. Que mis dramas eran enormes. Y que el mundo bailaba alrededor de mí.
Pedía libros y discos. Buscaba mis espacios y mis maneras. Me hice ostra. Me cerré
mucho. Me abrí, por otro lado, demasiado. Exploté en un brote de extroversión.
Amé y odié con “verdaderas razones.” Tuve mi primera crisis existencial. La vida era pasarlo bien y llorar hasta caer
dormida.
Llegaron los felices veinte y,
entonces, los cumpleaños llegaban puntuales cada cinco de septiembre. Creí
tener la certeza de que era dueña de mi vida. Leía sin cesar. Conocí gente
interesante. Llené mi tiempo libre de conversaciones, de lugares. Descubrí qué
clase de personas y qué clase de cosas me gustaban. Me contaminé de sociología
y literatura. Me hice crítica. Viajé. Soñé. Me dediqué a escribir. Me embebí en la poesía.
Me enfermé. Mucho. Para siempre. Descubrí que los que quieres te pueden romper
en dos. Supe que todo era más complicado de lo que parecía. Entendí la amistad.
Me enamoré por primera vez. Fui feliz en dosis descomunales y me rompieron el
corazón. Tuve mi primera crisis sentimental. La vida era amor y dolor.
Ahora, en la treintena, que
cumples cada cuarto de hora. Que ya no pides ni barriguitas ni libros ni
discos, ni siquiera antologías poéticas. Que pides deseos “serios” cuando
soplas la única vela que has optado por colocar en tu tarta. Ahora que no tienes
nada claro qué quieres y, en tu memoria, se mezcla el cumpleaños del año pasado
con el del anterior sin poder distinguirlos. Ahora que me enfado porque un
vocablo nuevo perturba mi suficiencia. Que siento algo que se hace muy grande
en el pecho cuando veo a las niñas jugar a las muñecas, que sé que lo mío son
los tacones y no son las manoletinas. Que sabes qué copa es la que siempre
eliges. Ahora que tú eres la que comprendes todo lo que piensa papá. Ahora que
sigo fumando y no puedo dejarlo, que sigo siendo ostra y sociabilidad, según el
brote. Que necesito la poesía, que todo es literatura. Que me enamoré por
segunda vez, que fui muy feliz y desgraciada. Que asumo que no sé nada del
amor. Que van a seguir rompiéndome una y otra vez el corazón. Que sigo enferma.
Mucho. Para siempre. Que la intensidad te tiene en la cuerda floja. Que la
cuerda floja es tu hábitat. Que la vida no era lo que pensabas, pero que es
algo mucho mejor. O simplemente otra cosa. Que convives con tu crisis existencial.
Y con la sentimental. Y con todo tipo de crisis. Hoy, que celebras tu cinco de
septiembre, y que eres de todo menos adulta, mientras bebes sangría blanca con tus
amigas. Y sonríes. Y piensas que la vida es jugar -aunque hay que tener una
estrategia-, y que la vida no es pasarlo bien, porque eso es muy frívolo. Que
la vida es ser feliz entre todo este dolor. Y que esta literatura tampoco puede hacerte
llorar hasta caer dormida. Que mañana será cinco de septiembre.