Septiembre del 2014


Cuando era pequeña, entre cumpleaños y cumpleaños, pasaba toda una vida. Cuando llegaba mi día, guiñaba los ojos para tratar de recordar quién era yo el año anterior. Y me burlaba de aquella niña tan pequeña: descubría que sabía más palabras del diccionario, utilizaba nuevas expresiones rimbombantes, me hacía cargo de los nuevos problemas, sabía que ahora lo mío eran las manoletinas, y no los zapatos Merceditas. Me sentía satisfecha y me encontraba doce meses más interesante. Abría los regalos con ansiedad. Pedía muñecas barriguitas y creía tener la certeza de que por muchas décadas que pasaran nunca habría nada más importante que “jugar a las clases” con mis muñecas. La vida era un juego.

Cuando pasé a la adolescencia, los cumpleaños se hacían de rogar; juntaba dinero para comprar muchos minis y mezclar brebajes indigestos. Descubría que mis piernas se habían estilizado, que yo decidía cuándo y cómo cortarme el pelo, que le gustaba a los chicos cada año un poco más. Que las letras de mis canciones me ponían los pelos de punta, que sólo me reunía con los que me parecían “más especiales”. Que volaba con la mente, que papá ya no podía saber todo lo que yo pensaba, que la vida estaba llena de cosas buenas, que tenía mucho que descubrir. Que me gustaban los besos. Que me agradaba fumar cigarrillos mientras pensaba, que el mar me hacía feliz. Que mis dramas eran enormes. Y que el mundo bailaba alrededor de mí. Pedía libros y discos. Buscaba mis espacios y mis maneras. Me hice ostra. Me cerré mucho. Me abrí, por otro lado, demasiado. Exploté en un brote de extroversión. Amé y odié con “verdaderas razones.” Tuve mi primera crisis existencial.  La vida era pasarlo bien y llorar hasta caer dormida.

Llegaron los felices veinte y, entonces, los cumpleaños llegaban puntuales cada cinco de septiembre. Creí tener la certeza de que era dueña de mi vida. Leía sin cesar. Conocí gente interesante. Llené mi tiempo libre de conversaciones, de lugares. Descubrí qué clase de personas y qué clase de cosas me gustaban. Me contaminé de sociología y literatura. Me hice crítica. Viajé. Soñé.  Me dediqué a escribir. Me embebí en la poesía. Me enfermé. Mucho. Para siempre. Descubrí que los que quieres te pueden romper en dos. Supe que todo era más complicado de lo que parecía. Entendí la amistad. Me enamoré por primera vez. Fui feliz en dosis descomunales y me rompieron el corazón. Tuve mi primera crisis sentimental. La vida era amor y dolor.

 

Ahora, en la treintena, que cumples cada cuarto de hora. Que ya no pides ni barriguitas ni libros ni discos, ni siquiera antologías poéticas. Que pides deseos “serios” cuando soplas la única vela que has optado por colocar en tu tarta. Ahora que no tienes nada claro qué quieres y, en tu memoria, se mezcla el cumpleaños del año pasado con el del anterior sin poder distinguirlos. Ahora que me enfado porque un vocablo nuevo perturba mi suficiencia. Que siento algo que se hace muy grande en el pecho cuando veo a las niñas jugar a las muñecas, que sé que lo mío son los tacones y no son las manoletinas. Que sabes qué copa es la que siempre eliges. Ahora que tú eres la que comprendes todo lo que piensa papá. Ahora que sigo fumando y no puedo dejarlo, que sigo siendo ostra y sociabilidad, según el brote. Que necesito la poesía, que todo es literatura. Que me enamoré por segunda vez, que fui muy feliz y desgraciada. Que asumo que no sé nada del amor. Que van a seguir rompiéndome una y otra vez el corazón. Que sigo enferma. Mucho. Para siempre. Que la intensidad te tiene en la cuerda floja. Que la cuerda floja es tu hábitat. Que la vida no era lo que pensabas, pero que es algo mucho mejor. O simplemente otra cosa. Que convives con tu crisis existencial. Y con la sentimental. Y con todo tipo de crisis. Hoy, que celebras tu cinco de septiembre, y que eres de todo menos  adulta, mientras bebes sangría blanca con tus amigas. Y sonríes. Y piensas que la vida es jugar -aunque hay que tener una estrategia-, y que la vida no es pasarlo bien, porque eso es muy frívolo. Que la vida es ser feliz entre todo este dolor.  Y que esta literatura tampoco puede hacerte llorar hasta caer dormida. Que mañana será cinco de septiembre.