Nadie necesita superar nada. Los fracasos no se superan, se deben
coleccionar, ordenar, quitarles el polvo. Amo a mis fracasos. Son los hijos más
libres que he parido.
Acabo de leer un poema que me ha hecho llorar, aunque aún no
he llegado a entenderlo. Una damita diminutamente enorme cantaba a la vida, se
lavaba las manos porque su fracaso había volado, había decidido independizarse
de su dolor, del olor de sus errores, de su angustia. Lo buscaba y no estaba.
Lo celebraba. Pero, entre sus letras, la sangre se derramaba, llorando a ese
fracaso, llamándole a gritos. Pobre damita. Cuánto le echa de menos. Tan dolida de que ya no le duela.
¿Qué somos sin las derrotas? Enormes gilipollas muy seguros
de nosotros mismos, pequeños dictadores, predicadores de baratillo. Enfermos
mentales. Seres fríos y enfadados con la calmachicha.
Le pido a la vida que nunca me olvide de todas las veces que
perdí. Al fin y al cabo, mi historia es esta guerra y todas sus batallas. Estas
heridas, y todos estos modos de recuperación. Viva el sol entre las nubes y,
para eso, quiero nubes.