Ocho gestos


En el espejo, yo niña, cierro las hebillas de aquellos zapatitos. Me veo desde arriba, la coronilla inocente y la díscola curva de las pestañas. La puntilla del vestido azul, circulándome como un hula-hop suspendido en el aire.

 Un gesto. Dos gestos. Y me veo crecer, la cabeza desproporcionada con respecto al cuerpecillo, la primera fe apenas visible enterrada entre fracasos y miedos. El cabello se oscurece y las piernas se alargan. La canción infantil que volvía como un boomerang, ajena al tiempo, se ha quedado colgada del árbol del columpio. Las manos regordetas son ahora mazorcas de maíz, llenas de urgencia.

Tres gestos. Desde arriba. Las mazorcas de maíz enredan mis rizos en un moño alto, la nariz se ha afilado y está prevenida para resolver el enigma. Los pies en puntillas porque no llego a ver las cuencas vacías en los ojos de la sombra que he elegido para mi destino. El pecho despunta. La imaginación me llena de heridas la frente. Huele a sangre.

Cuatro gestos. Cinco gestos. Desde atrás. Un hueco en mi espalda muestra que una zarpa me ha herido en el pecho. El cabello se desparrama en mi espalda. Las gomas de pelo, los moños altos, las horquillas han sido olvidadas en un cajón para siempre. Subo la cremallera de unas botas de piel de yo niña. Para siempre.

Seis gestos. Recojo los granos del maíz de mis dedos, que hora son ligeros tallos de un verde azulado. Se oye una música que perfora cualquier verdad que así sea nombrada. Desde abajo. La mano anota vertiginosamente nombres que han galopado esos labios. Los tacho con pena, excepto uno. Lo nombro. Uno está en el bolsillo. Para cada uno de los días, aunque jamás vuelva a reconocerlo.

Siete gestos. El cuerpo es tal y como la semilla del mundo quiso que existiera. Está flotando, apenas es capaz de mantenerse un segundo fijo en el suelo. El cuerpo ha sido acariciado con la luz más cegadora que hasta ahora había visto. Huele a dolor. Al perfecto placer de dolerse con la belleza del fuego. Cada rastro de caricias es una llaga que acaba convergiendo en el ombligo. Amo esa pena. Tacho el nombre anterior y, sobre el tachón, coloco Otro. El más afilado. Desde un lateral. El alma es más vieja. Canto alguna cosa que he escuchado a Otro. Otro es el hueco del pasillo detrás del paragüero. Otro es el aire helado en las mañanas. Otro es el hambre, cuando llega. Otro es el pincel en la mano temblorosa, el agua salada y caliente cayendo de los ojos. El pan si está duro. El pan si está tierno.

¿Ocho gestos?

 

Uy, un zarapito




“Tú ya me has llegado a conocer”, me dice. Y yo asiento, pero ambos sabemos que no es así.

Yo solo me he encontrado, calculo, unas tres, pero sé que hay una especie de personas que viven en las copas de los árboles y que toman nota de todo lo que sucede abajo; a veces escriben cuentos y, otras, hacen dibujos dispares con simbología secreta en una libreta rayada con boli bic.

Cuando lo conocí gastaba bigote, lo cual le hacía parecer más serio de lo que más tarde, bailoteo con tema de los Rolling mediante, resultó ser. No vino solo, cargaba en su zurrón con una inconcreta desdicha y tal vez el nombre de algún famoso héroe del cómic español, supongo.

Desconcierta un poco la dificultad que plantea el no poder aprehenderlo, aunque la incomodidad es imposible si resulta deberse a que muta en colores y formas diferentes por turnos, con un mecanismo sencillo, como si fuera un caleidoscopio. De este modo, nunca es el mismo al otro lado del teléfono, al otro lado de la mesa, detrás del vaso de Jameson, o derramado en sus letras, que bien pueden desangrarse en charcos o hincharse en una enorme retención de líquidos, como un globo, flotando en un lirismo propio, del que no puede escapar, aunque lo oculte; algo así como su bigote, que aunque juguetee a esconderlo, intuimos que está ahí.

Leerle es viajar lejos y tardar en volver, mientras recorres los escritos que introduce en su escrito, de los que, a su vez, habla en su escrito. Su estilo funciona como las muñecas matrioshkas, en una sucesión interminable de cosas dentro de la cosa, como cualquier brillante cuento de Borges.

Adoro a esta semejante criatura que no es otra que la Sra Carrington, el Dr. Suplente, el Dr. Albóndiga o Teresa a lo lejos, al son de la Balada del injuriador de bellezas, en una oración de domingo-lunes a un vulgar zarapito.

Pedir que se quede es una “Una cuestión de fe”, pero yo espero que esto solo sea el prólogo.
 
 
 
 

Calle azul


En mi calle azul

Moría un pájaro que agonizó en tu boca,

Palabras pluma lleva en su caída,

Palabras de víscera seca, de vuelo antiguo,

Sonidos huecos que se clavan

En el despertar de mi calle azul.

 

En mi calle azul

Moría tu boca, cálida como un pájaro,

Mentiras pluma llevas en tus labios,

Mentiras de entraña áspera, de acrobacia pretérita,

Asonancias vanas que incrustan

En el pernoctar de mi calle azul.

 

En mi calle azul

Nace un revoloteo que brota contra tu ficción,

Libertad pluma lleva en su destierro,

Libertad de entresijo palpitante,

Rimas preñadas que se encajan

En el gozo de mi calle

 

Azul.
 
 
 
(Calle azul de Chefchaouen)

 
Pero mi tristeza era tu tristeza,
la daga que me atravesó el costado
era la misma
que trepanó tu nuez.
Era la palabra tergiversada, el harapo
al retortero.
Tus dedos índice y corazón enredados
en un juramento.
Aquel puñal, tu palabra de honor.
Tu garantía.
Mi fe.

Para María Apero hacer pan es un arte. Harina, levadura, aceite, sal. Un padrenuestro y dos salves. Y el horno. Le gusta su delantal de flores malvas, al que su madre dio un trote sin igual, el que su abuela cosió, el que pende –cuando no rodea su cuerpecillo diminuto- del gancho de la puerta de la cocina, sobre el que se limpia las manos sin miramientos; ese trapo ajado que la ha visto canturrear copla, que no rechista cuando se queja de sus quehaceres, mientras distrae sus quejas precisamente con quehaceres, el trapo de flores malvas que pierde la color cuando lo restriega contra la piedra de la pila. Y canturreaba copla, o se queja, o reza algún padrenuestro y unas salves.

María Apero no es precisamente una mujer de su tiempo, si entendemos por su tiempo el tiempo en el que habita; pero es toda una mujer de su tiempo, si mantenemos la idea de que su tiempo es el tiempo en el que María Apero abría las caderas de su madre haciéndose paso sobre unas sábanas encarnadas de sangre, llegando a este mundo literalmente de la mano de Asunción, la partera de Cañasbajas.

 Al frente unos retratos, la boda de sus abuelos; en la habitación contigua, el padre, liando unos cigarros, sentenciaba: se llamará María Emilia, María Emilia Apero Monsalve. Con los años, la vida se comió al Emilia y, además, María siempre tuvo esa inocente y pálida cara de María, esa dulzura en la voz que sólo tienen las Marías y estuvo siempre desprovista del fuerte carácter de las Emilias.

Anda de boca en boca por las calles de este pueblo que, bendecido por el dios Eolo, hace volar los rumores de calle en calle, de casa en casa, de boca en boca y, allí, se meten en las sábanas perturbando los sueños y excitando las mentes más indecentes.

Señalaba que da que hablar que María no conoció nunca varón, que tiene el himen y la inocencia tan intacta como cuando Asunción la arrancaba de las entrañas de su madre. En Cañasbajas saben que María es panadera, pero no saben que el truco de ese pan migoso y moreno no es precisamente el padrenuestro y los salves, sino una sonrisa retozona que se le pone en la cara a María cuando recuerda a Hilario, el pastor, que una noche se fue de juerga y estuvo desaparecido quince días. Ni la Guardia Civil ni los perros echados a los campos daban con el cabrero en parte alguna, mas a las dos semanas se le volvería a ver, vara en mano, tan campante, bajando la calle del Cristo y silbando una letrilla.

María se tropezó con Hilario una siesta en la que bajó a lavar al río, el sol estaba encendido como sólo en ese pueblo suele estarlo, riguroso y haciendo cantar hasta desgañitarse a las chicharras. María meneaba su cuerpecillo para retorcer unas sábanas que iba a dejar secándose al sol; bajo una higuera, Hilario miraba a la panadera masticando, cada vez con más furia, una ramita de hinojo que sostenía en los labios. María aspiró el olor a bestia que despedía ese hombre y se embriagó de campo, Hilario olisqueó el jabón hecho con sosa con el que esa mujer lavaba su pelo y aplacó su hambre con pan.

La casa de María es un hogar callado y ventilado de cortinas recogidas y patios plagados de Pericones, o como a ella les gusta llamarlos, Galanes de noche, que a la puesta de sol abren sus campanitas mientras María escucha un poco la radio y se cepilla el pelo, casi dos metros de cabello salvaje que, a la mañana, cuando los pericones vuelvan a cerrar sus corolas y se despidan del patio de María, esta recogerá con paciencia y horquillas.

La puerta de su casa siempre está abierta, no sólo porque despacha pan de siete de la mañana a tres de la tarde y, en ocasiones, en horario ininterrumpido, sino porque otra habilidad de María es leer el futuro –y el pasado- a través de un péndulo, heredado de su abuela, como heredó el delantal de flores malvas y un bello lunar, que sólo le vio Hilario, el pastor, una siesta de verano, sobre su nalga izquierda.

A la casa de María acuden mujeres embarazadas para conocer el sexo de su futuro hijo, labriegos angustiados a consultar cómo vendrá ogaño la cosecha, enfermos de calenturas que sólo quieren saber si esas fiebres no acabarán consumiéndolos como sucedió con Amalia, la hija del alguacil, que una mañana la temperatura empezó a deshidratarla y a llenarle de llagas los labios y, cuando llegó el médico, con los ojos consumidos por el ardor, la pobre niña sólo acertó a decir: no me toque Don Tomás y llame usted al cura. Y cuando el cura llegó la calentura había sido sustituida por un rigor mortis.

María, tras escuchar la pregunta, deja oscilar el péndulo sobre un trapo negro de raso, y este tiene movimientos en giros horarios (en el sentido de las agujas del reloj) y antihorarios (en contra de las agujas del reloj), o puede oscilar vertical, horizontal y diagonal, hacia la derecha o hacia la izquierda. Y, de este modo, da respuestas de sí, no; sí, pero en el pasado; sí, pero en el futuro.

Tanto matiz en las respuestas crea situaciones indeseadas como cuando Paquita, la chica del tuerto, preguntó acerca de si su Fermín, un figura en Cañasbajas, la quería y el péndulo, más sincero que con tiento, respondía un sí, pero en el pasado.

 

Parascevedecatriafobia


Me gusta que sea viernes y me gusta que sea trece. De noviembre, elijo sólo el nombre.

Un viernes trece viajaba yo al norte. Éramos tres: el conductor, mi jaqueca y yo y, de algún modo, formábamos una perfecta  comitiva. “Eres Satán”, me dijo mi acompañante, y un nudo de desconsuelo se me formó en la boca del estómago, mientras mi fe volaba por el habitáculo enano saliendo por la ventanilla, sobrevolando prados verdes, vacas bellas como las del anuncio de Milka, ovejas estúpidas que, plácidamente, existían a pesar mi abatimiento y que rumiaban con cara de memas.

Sería largo explicar por qué el conductor me comparó con el diablo; largo, incomprensible y tan aleatorio que referirme a ello no sería más que una de las versiones posibles. Por tanto, qué más da. Satán, una neuralgia descomunal y un desalmado personaje, a los mandos, escalan la Península a 140 kms por hora un viernes trece. Allí, en el norte, el sol era más generoso; en mi cabeza, la nebulosa se había hecho fuerte.

Creo que aquel viernes trece engendré un pequeño ser en mi vientre y, en mi “almendra fabuladora”, atribuyo el dolor de cabeza a la gestación de ese engendro (aunque la realidad es que era debido a una resaca). No sé cuántos meses tardó en estar completamente formado: los colmillos afilados, los ojos pérfidos como los de su padre, las babas permanentes en la comisura de los labios, las ancas con las que más tardes saltaría obstáculos y treparía paredes y mentiras. De color gris ceniza nacería y sería tan repulsivo como pelmazo. Esa criatura salvaje, más tarde, me salvaría la vida.

Quién sabe si, en realidad, yo no sería ciertamente un poco Satán porque qué otro ser podría haber amado con tanta enajenación a ese espécimen que permanecía agazapado entre mis costillas, alerta, escuchando con atención demente cualquier signo que le permitiera salir -babas en ristre- a jugarse la vida, a darme de beber bilis que iba alimentando, primero mi confusión, después mi lucidez, finalmente mi instinto asesino. Y resultó que matar me salvó la vida porque en distintas costillas, que no acierto a ubicar ni acerté nunca, existía otro ser torpe e inocente, tan incauto y ensimismado que estaba abocado o bien a vivir en ese estado de alelamiento permanente, o bien a caerse impresionado por cualquier cosa y a romperse la crisma. Así que ni lo uno ni lo otro. El engendro y yo le entrenamos para que comprendiera que había de morir, que su existencia era anodina.

Y murió porque yo se lo ordené, lo cual me satisfizo poderosamente. Había nacido sin mi permiso y con mi orden de fusilamiento desaparecería, bajo  la ineludible supervisión del monstruo gris ceniza, claro.

Este viernes trece palpo mis costillas preguntándome si sería capaz de gestar ahora mismo vida a partir de un sentimiento. Algo bello luminoso que abra el paso quitando las malas hierbas, o tal vez algo horripilante y oscuro que mate a los sujetos insustanciales que te obligan a hacerte cargo de fardos sin sentido.

Pero no hay jaqueca, ni espero el norte, ni hay palabras capaces de herirme lo suficiente. Un simple “Eres Satán” podría servirme.

 

Enterrada en el destierro


Una vez me obligaron a irme de mi patria y desde entonces no sé muy bien a qué lugar pertenezco o si me importan algo las cosas.

Mi patria, tal vez, no era la más bonita y con seguridad no era la más cálida, pero era mi patria y, con los pies sobre ella, yo tenía una identidad, un idioma, una gastronomía y un modo de hacer las cosas que poco a poco voy olvidando.

Siempre me dije que pertenecemos a ese lugar que nos enseñó el significado de un amanecer, la importancia de una conquista, la humildad y la pena de perder una guerra, pero ahora que mi patria ya no me quiere me pregunto qué soy, por qué y hasta cuándo. Y de este modo vivo en un eterno destierro.

Allí la enfermedad recorre las calles, sube los peldaños de los edificios, alterna en los bares, te besa en la boca con su lengua fría y descarada, te telefonea para advertirte de la fiebre que tendrás esa noche e inflama por igual ganglios y lacrimal, sin avisar, despiadadamente ; sin embargo, nosotros, que no podíamos evitar estar cada dos por tres enfermos, nos habíamos acostumbrado a ella y con total naturalidad la esperábamos con las defensas bajas y el corazón a galope. A veces con las palabras adecuadas y paños calientes  conseguía desprenderla de toda virulencia y esa noche me atrevía a dormir desnuda, con las ventanas y el alma abiertas de par en par.

Qué bonita mi patria cuando no estaba en cuarentena.

 

El idioma. Mi idioma. Los idiomas. Mis idiomas. Cada día un dialecto, una jerga, otro habla. Hoy lenguaje fonético, mañana gráfico; pasado, gestual. Y algunos jueves éramos capaces de comunicarnos en lenguas que creíamos extintas. Esos jueves eran los mejores jueves, esos jueves eran los mejores días.

Allí, siendo pequeñita y yendo descalza, me contaron las primeras leyendas, me hablaron de los conquistadores de esas tierra, de porqué se habían extraviado, para que yo –niña advertida- nunca me perdiera. Pero fui un desastre de alumna y una peor exploradora.

Qué bonita mi patria cuando yo la conquistaba.

 

En mi patria se comía fe, sólo fe. Y era difícil encontrarla, aunque yo me hice experta en cultivarla a la verita de mi casa. Mi fe era verde y jugosa.

Desde que partí de allí no he vuelto a probar la fe y ni siquiera sé si ya me gusta.

 

Ahora soy más libre porque habito todos los lugares sin pertenecerle a ninguno, lo que otorga una ligereza despreocupada. Y una tristeza enana pero constante.

 

No voy a volver. Nunca. Del mismo modo que nunca voy a dejar de pertenecerle.

 
No distingo qué parte soy yo
de estos recuerdos.
Qué parte es necesidad, 
qué porción, deseo,
qué palmo es distancia,
qué fracción, tu ausencia.


Perosufro.
Paradaen medio del vacío,
sufro.

Hace frío insoportable,
calor insoportable,
porturnos.

Hay un eco enloquecedor
y un puente
directo al abismo.

Y, sobre todo, hay nada.

Sobre todo
estála nada.

(Fotón Francesca Woodman.)

 

Tu poder

Porque yo también quiero ser el truco
Y la verdad
A partes iguales
Porque quiero brotar de labios del amante,
Ser el soplo helado de una despedida.
 
Porque yo también quiero tener la culpa,
Ser responsable del cambio,
Del gesto.
 
El motivo.
La excusa.
La redacción de un niño.
 
Porque yo también quiero ser esperada,
Deseada.
 
El perdón.
El poema.
El cumplido.
 
Quiero ser el tú
Y el yo
Y el te quiero.
 
Lo contrario a lo que dice una mirada.
 
La jerga del campesino,
El disfraz del fugitivo.
 
Porque yo también quiero

ser
 

la palabra.
 
 
 


Inspiración

La inspiración se ha marchado,
no sé qué día,
por mi ventana entreabierta que esperaba una nueva alborada,
llevándose cada palabra injertada en mi piel,
cada suspiro arrancado a fuerza de esperanza.
Se ha ido.

Confío en que no haya muerto
pero no he conseguido volver a encontrarla en los campos,
ni en el agua mancillada de charcos de extraña belleza,
ni en fotografías antiguas roídas de pena amarilla,
ni en playas azules con nubes rosadas sobre mi vientre.

Se ha ido.
Ya no me muerde en el centro
con su bendita hambre.
ni me hace llorar bajo la lluvia,
de asombro mojado y fresco.

Tocando plantas venenosas, la he buscado;
Hundiéndome en voces de letras y lunas,
no la he hallado.
Ni en la bendita vida de risas de niños,
Ni en la indómita muerte del afilado abismo.
Se ha ido.


Acariciando historias de otros que la tenían,
 la llamo;
Dándole de beber a mi boca venenos,
la espero
Y no llega.
Ni su arrebatado genio, ni su edulcorada lengua.
Ni sus dedos excitando mis renglones de mujer,
Ni sus descalabros rompiéndome la boca.

Díscola, ya no vuelvas.
Solo existes en este hueco de no tenerte y
solo así te comprendo.







¿Será ya primavera?

¿Qué fue primero, la gallina o el huevo? Eso pensaba yo hoy ante un huevo de oca.

¿Qué me duele más lo que no llegó a nacer o el renacer en el que me estoy instaurando? Ni idea. Esta incapacidad mía general, este irresistible mutismo. Esta parálisis ante lo que no comprendo.

Qué miedo me dan los fantasmas.


 


Los incontenibles deseos de escribir empiezan a preocuparme.
Este imperioso automatismo,

los dedos (casi solos)
colocándose encima de cada tecla.
Todo lo que soy
 Go
       Te
            An
                   do

 en la yema de los dedos.
Yo esparcida entre
                                   consonantes,

 vocales,         
                      comas
 y
                                         tildes.

Y la verdadera fuerza,
la auténtica soberana de este acontecer que no llega.
La respuesta, sea la que sea, la necesidad que no se manifiesta,
la urgencia que no me da su nombre.
La ausencia que no sé si es una, o son todas.

Nada es suficiente.
Nunca es bastante.
Nunca se sacia el monstruo que me devora las entrañas, la psique, mi adentro.

El motor crece, abastecido con lo que quiera que se abastezca.
A mí me exige algo que no puedo proporcionarle
porque ni sé qué es, ni sé si dispongo de ello.
Pero no se marcha.
Devora mis tripas como si fueran miguitas de pan.
Las absorbe, me moja salivando y enseñándome los colmillos.

No hay paz.​

El amor es tal y como describía la Poética Aristóteles, funciona mejor si es imposible, pero verosímil, que siendo inverosímil pero posible.

Tu amor dolía. Era algo así como ir tirando del padrastro del dedo meñique hasta la sangre y vuelta a empezar, al día siguiente; mejor aún, si las plaquetas ya habían acudido al festín.

Tu amor dolía. Si me decías que me amabas, se derrumbaban sobre mi cabeza todos los edificios de la ciudad; y ese terror a que, lo que me daba la vida, me la fuera quitando. Después, una nube de polvo no me dejaba ver hasta dónde llegaba el desastre, ni dónde me encontraba yo, en medio de todo eso.

Tu amor dolía porque, si me lo confesabas, en tus ojos punzaba la posibilidad de abandonarme: un minuto después. Antes de haber acabado la frase, incluso.

Tu amor dolía tanto. Y yo me sentía tan pequeña, tan mísera, tan desgraciada de haber sido bendecida con esa suerte de querer. Con esa leyenda, con ese rumor de viejas desdentadas.

El misterio de por qué tanto miedo. Tanto vértigo. Tanto dolor.

Tu amor dolía como te duele cuando escuchas la canción que más has amado, esa melodía que se te clava justo debajo de las costillas y lloras. Lloras porque qué felicidad reconocer la belleza del desastre y, a pesar de, acudir corriendo en su búsqueda. Lanzarte al vacío y, en el primer segundo, advertir lo rápido que vas a estrellarte.
He llorado de alegría al volver a verte allí, tu negro uniforme de nuevo en el sofá de siempre.
Atrás queda la caja que era tu pulmón, el único lugar que, creías,
te abría los brazos.
Pero hace un lustro te esperábamos, cuando tu sombra vagaba por el pasillo
y escuchábamos ruiditos de arte en la última puerta del fondo.
He llorado de amor por el misterio que significa
que se deshaga solito un nudo de años
y me mire sonriente levantando su frente.

Doy las gracias como sé. Mi pecho está constituido de átomos verdes.
Explotan. Exploto.
Gracias.
Con el lenguaje de un niño de siete años, vuelvo a casa contándome un cuento;
mis pestañas se caen esa noche con la suavidad y sencillez del sueño de ese niño.

Tu negro que se desenvuelve grácil,
tus alas azules que se baten de nuevo en la recién parida primavera de tu casa.

Tu casa.
Tu casa.
Tu casa.

Todo ventanas, todo bosque, todo música.

Ya sin paredes.

Ya sin mi pena.

Soy un fantasma

(Menos mal que  aún me obsesiono con algunas cosas y soy algo más que simplemente lo que esta rendija sistema exhala por la boca y vuelve a recoger por la nariz; como soy una inadaptada, resbalo por su barbilla y voy a romperme los dientes justo al lado de su clavícula.)


Cómo me gusta esta extraña alegría que me emborracha algunas mañanas, que no sé de qué depende ni por qué me hace tan feliz. Si el día, mi cuerpo -y sobre todo, mi psique- amanecen así, poco importan los pasillos metálicos del metro, sus diminutas figuritas grises sin rostro que lo recorren con malhumor, ni que aquel machito apoyado en la barra del bar me haya lamido entera y me haya dejado llena de babas, ni que no sepa muy bien si lo que me dispongo a hacer me gusta o no. Ni que haya más ruido que musica, ni más críticas que sexo.


(Me elevo como un globo.)


La semiótica de tus ojos aprendida al milímetro.
La grafía de tus besos bordeando mis caderas
y mis muslos.
Leerte(me) en las líneas de tu mano, mientras tú
tomas café con alguna otra persona.
Te clavo mi mirada aguja desde la esquina sucia de los aseos
y empiezas a respirar con dificultad.
Soy un fantasma.

Hoy tú y yo abríamos a la vez, por pura inercia, el mismo periódico,
por la misma página.
Verbo tú; y yo, tinta.
Tilde tú; y yo, alófono,
hacemos el amor en la página de política.

Soplas mi pelo mientras subo los peldaños de la programación
y, cuando llego al chiste gráfico, ya estoy completamente enamorada de ti.
Me siento a mirarte en el editorial: eres tú.

Me has visto en la esquina sucia de los aseos.
Tomas café con alguna otra persona.

Soy un fantasma.


QUÉ BELLEZA

"Pregunten a un sapo qué es la belleza, lo bello fundamental, el to kalon. Les responderá que es su hembra con sus dos grandes ojos redondos que le salen de la pequeña cabeza, una jeta ancha y aplastada, vientre amarillo, espalda parda. Pregunten a un negro de Guinea; lo bello para él es una piel negra, aceitosa, ojos hundidos, nariz chata.
Pregunten al diablo; les dirá que lo bello es un par de cuernos, cuatro garras y una cola. Consulten, por fin, a los filósofos, les responderán con un galimatías.

[...] para dar a cualquier cosa el nombre de belleza, es necesario que provoque admiración y placer."


Belleza es todo aquello que ha venido a soplarme esta mañana sobre las pestañas. Lo relativo no tiene aquí su lugar y yo me pregunto: ¿a qué viene tanta belleza?

Líquido amniótico


Todo lo demás no importa, me digo. Nada más importa y además lo creo. Sólo pesa este líquido amniótico en el que nado y media docena de historias que me cuento. Lo de afuera no manda, lo que me insinúan pierde su valía en el eco de la oquedad en la que respiro. Soy ese hueco que queda entre el mundo hostil y la inconsciencia. No tengo más pasaporte, ni sé respirar por otro orificio. Nado en todas las sopas. Y me agarro a todas las cornisas.

Hay un sol en mi ombligo solo porque afuera diluvia los martes, los jueves, los sábados y el primer, tercer, quinto y séptimo día de la semana. 

A veces quiero escaparme de esta ciudad que me conforma, invento neologismos y me adapto al invierno.

No sirve. No sirvo para esto. Y vuelvo al sol de mi ombligo. Y me cuento un cuento. Y cierro los ojos. Y me tapo fuerte los oídos. Me convierto en polisíndeton. Y líquido amniótico. Y hueco.

(Henri Matisse)

No importa aquella herida, es de un malva morado si cierro los ojos y la busco; está allí y no la encuentro. Quién diría que yo vine a desangrarme por aquella abertura, que los demonios entraban y salían por allí. Y se quedaron un verano y un otoño y un invierno, y toda una primavera.  En verano la sal hizo la proeza de soplarla: sana, sana, maldita heridita. Ciérrate ya.

Y abrí los ojos y la piel. De nuevo.

No importa aquella magulladura, aquel desgarro. No. Pero aún, si cierro los ojos y la busco, malva está allí y no la encuentro. Quién diría que yo cantaría una misa por aquella abertura, que las letras entrarían y saldrían igual de impolutas por allí. Y le cantaron una líquida noche de invierno.  Llego el verso y la lamió entera: dónde, dónde, bella llaguita. Dónde estás.

 

 

Nadie se conjura contra su recuerdo

"Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida."
 
 

 



 

Qué certeza tan mamífera, qué epitafio tan común.

Qué asuntos para postergar que no serán jamás desatendidos.

¿Quién ha negado el sol? ¿Quién su linfa recorriendo lo único que significa?

Llegará el hambre, llegará el frío, la guerra devorando la aldea de tus padres,

Los pies cansados, la sangre más densa, los colores todos mezclados.

Y el cuaderno del latido será la cinta rosa que mantiene atadas las petunias,

El vino derramado en la única misa que rezaste, el cuerpo de cualquier dios levantado,

El pelo revuelto a media tarde, la urgencia del deseo, la baraja de seis ases.

El único tictac que no picaba.

La belleza que te descarnó y dolió, por viva.

La llamarás, la evocarás, la implorarás.

 Bendito undécimo mandamiento.

¿Quién va a negar que un día así sea?

¿Qué vida habrá servido sin nada de ello?