¿Será ya primavera?

¿Qué fue primero, la gallina o el huevo? Eso pensaba yo hoy ante un huevo de oca.

¿Qué me duele más lo que no llegó a nacer o el renacer en el que me estoy instaurando? Ni idea. Esta incapacidad mía general, este irresistible mutismo. Esta parálisis ante lo que no comprendo.

Qué miedo me dan los fantasmas.


 


Los incontenibles deseos de escribir empiezan a preocuparme.
Este imperioso automatismo,

los dedos (casi solos)
colocándose encima de cada tecla.
Todo lo que soy
 Go
       Te
            An
                   do

 en la yema de los dedos.
Yo esparcida entre
                                   consonantes,

 vocales,         
                      comas
 y
                                         tildes.

Y la verdadera fuerza,
la auténtica soberana de este acontecer que no llega.
La respuesta, sea la que sea, la necesidad que no se manifiesta,
la urgencia que no me da su nombre.
La ausencia que no sé si es una, o son todas.

Nada es suficiente.
Nunca es bastante.
Nunca se sacia el monstruo que me devora las entrañas, la psique, mi adentro.

El motor crece, abastecido con lo que quiera que se abastezca.
A mí me exige algo que no puedo proporcionarle
porque ni sé qué es, ni sé si dispongo de ello.
Pero no se marcha.
Devora mis tripas como si fueran miguitas de pan.
Las absorbe, me moja salivando y enseñándome los colmillos.

No hay paz.​

El amor es tal y como describía la Poética Aristóteles, funciona mejor si es imposible, pero verosímil, que siendo inverosímil pero posible.

Tu amor dolía. Era algo así como ir tirando del padrastro del dedo meñique hasta la sangre y vuelta a empezar, al día siguiente; mejor aún, si las plaquetas ya habían acudido al festín.

Tu amor dolía. Si me decías que me amabas, se derrumbaban sobre mi cabeza todos los edificios de la ciudad; y ese terror a que, lo que me daba la vida, me la fuera quitando. Después, una nube de polvo no me dejaba ver hasta dónde llegaba el desastre, ni dónde me encontraba yo, en medio de todo eso.

Tu amor dolía porque, si me lo confesabas, en tus ojos punzaba la posibilidad de abandonarme: un minuto después. Antes de haber acabado la frase, incluso.

Tu amor dolía tanto. Y yo me sentía tan pequeña, tan mísera, tan desgraciada de haber sido bendecida con esa suerte de querer. Con esa leyenda, con ese rumor de viejas desdentadas.

El misterio de por qué tanto miedo. Tanto vértigo. Tanto dolor.

Tu amor dolía como te duele cuando escuchas la canción que más has amado, esa melodía que se te clava justo debajo de las costillas y lloras. Lloras porque qué felicidad reconocer la belleza del desastre y, a pesar de, acudir corriendo en su búsqueda. Lanzarte al vacío y, en el primer segundo, advertir lo rápido que vas a estrellarte.
He llorado de alegría al volver a verte allí, tu negro uniforme de nuevo en el sofá de siempre.
Atrás queda la caja que era tu pulmón, el único lugar que, creías,
te abría los brazos.
Pero hace un lustro te esperábamos, cuando tu sombra vagaba por el pasillo
y escuchábamos ruiditos de arte en la última puerta del fondo.
He llorado de amor por el misterio que significa
que se deshaga solito un nudo de años
y me mire sonriente levantando su frente.

Doy las gracias como sé. Mi pecho está constituido de átomos verdes.
Explotan. Exploto.
Gracias.
Con el lenguaje de un niño de siete años, vuelvo a casa contándome un cuento;
mis pestañas se caen esa noche con la suavidad y sencillez del sueño de ese niño.

Tu negro que se desenvuelve grácil,
tus alas azules que se baten de nuevo en la recién parida primavera de tu casa.

Tu casa.
Tu casa.
Tu casa.

Todo ventanas, todo bosque, todo música.

Ya sin paredes.

Ya sin mi pena.

Soy un fantasma

(Menos mal que  aún me obsesiono con algunas cosas y soy algo más que simplemente lo que esta rendija sistema exhala por la boca y vuelve a recoger por la nariz; como soy una inadaptada, resbalo por su barbilla y voy a romperme los dientes justo al lado de su clavícula.)


Cómo me gusta esta extraña alegría que me emborracha algunas mañanas, que no sé de qué depende ni por qué me hace tan feliz. Si el día, mi cuerpo -y sobre todo, mi psique- amanecen así, poco importan los pasillos metálicos del metro, sus diminutas figuritas grises sin rostro que lo recorren con malhumor, ni que aquel machito apoyado en la barra del bar me haya lamido entera y me haya dejado llena de babas, ni que no sepa muy bien si lo que me dispongo a hacer me gusta o no. Ni que haya más ruido que musica, ni más críticas que sexo.


(Me elevo como un globo.)


La semiótica de tus ojos aprendida al milímetro.
La grafía de tus besos bordeando mis caderas
y mis muslos.
Leerte(me) en las líneas de tu mano, mientras tú
tomas café con alguna otra persona.
Te clavo mi mirada aguja desde la esquina sucia de los aseos
y empiezas a respirar con dificultad.
Soy un fantasma.

Hoy tú y yo abríamos a la vez, por pura inercia, el mismo periódico,
por la misma página.
Verbo tú; y yo, tinta.
Tilde tú; y yo, alófono,
hacemos el amor en la página de política.

Soplas mi pelo mientras subo los peldaños de la programación
y, cuando llego al chiste gráfico, ya estoy completamente enamorada de ti.
Me siento a mirarte en el editorial: eres tú.

Me has visto en la esquina sucia de los aseos.
Tomas café con alguna otra persona.

Soy un fantasma.


QUÉ BELLEZA

"Pregunten a un sapo qué es la belleza, lo bello fundamental, el to kalon. Les responderá que es su hembra con sus dos grandes ojos redondos que le salen de la pequeña cabeza, una jeta ancha y aplastada, vientre amarillo, espalda parda. Pregunten a un negro de Guinea; lo bello para él es una piel negra, aceitosa, ojos hundidos, nariz chata.
Pregunten al diablo; les dirá que lo bello es un par de cuernos, cuatro garras y una cola. Consulten, por fin, a los filósofos, les responderán con un galimatías.

[...] para dar a cualquier cosa el nombre de belleza, es necesario que provoque admiración y placer."


Belleza es todo aquello que ha venido a soplarme esta mañana sobre las pestañas. Lo relativo no tiene aquí su lugar y yo me pregunto: ¿a qué viene tanta belleza?