Pero mi tristeza era tu tristeza,
la daga que me atravesó el costado
era la misma
que trepanó tu nuez.
Era la palabra tergiversada, el harapo
al retortero.
Tus dedos índice y corazón enredados
en un juramento.
Aquel puñal, tu palabra de honor.
Tu garantía.
Mi fe.

Para María Apero hacer pan es un arte. Harina, levadura, aceite, sal. Un padrenuestro y dos salves. Y el horno. Le gusta su delantal de flores malvas, al que su madre dio un trote sin igual, el que su abuela cosió, el que pende –cuando no rodea su cuerpecillo diminuto- del gancho de la puerta de la cocina, sobre el que se limpia las manos sin miramientos; ese trapo ajado que la ha visto canturrear copla, que no rechista cuando se queja de sus quehaceres, mientras distrae sus quejas precisamente con quehaceres, el trapo de flores malvas que pierde la color cuando lo restriega contra la piedra de la pila. Y canturreaba copla, o se queja, o reza algún padrenuestro y unas salves.

María Apero no es precisamente una mujer de su tiempo, si entendemos por su tiempo el tiempo en el que habita; pero es toda una mujer de su tiempo, si mantenemos la idea de que su tiempo es el tiempo en el que María Apero abría las caderas de su madre haciéndose paso sobre unas sábanas encarnadas de sangre, llegando a este mundo literalmente de la mano de Asunción, la partera de Cañasbajas.

 Al frente unos retratos, la boda de sus abuelos; en la habitación contigua, el padre, liando unos cigarros, sentenciaba: se llamará María Emilia, María Emilia Apero Monsalve. Con los años, la vida se comió al Emilia y, además, María siempre tuvo esa inocente y pálida cara de María, esa dulzura en la voz que sólo tienen las Marías y estuvo siempre desprovista del fuerte carácter de las Emilias.

Anda de boca en boca por las calles de este pueblo que, bendecido por el dios Eolo, hace volar los rumores de calle en calle, de casa en casa, de boca en boca y, allí, se meten en las sábanas perturbando los sueños y excitando las mentes más indecentes.

Señalaba que da que hablar que María no conoció nunca varón, que tiene el himen y la inocencia tan intacta como cuando Asunción la arrancaba de las entrañas de su madre. En Cañasbajas saben que María es panadera, pero no saben que el truco de ese pan migoso y moreno no es precisamente el padrenuestro y los salves, sino una sonrisa retozona que se le pone en la cara a María cuando recuerda a Hilario, el pastor, que una noche se fue de juerga y estuvo desaparecido quince días. Ni la Guardia Civil ni los perros echados a los campos daban con el cabrero en parte alguna, mas a las dos semanas se le volvería a ver, vara en mano, tan campante, bajando la calle del Cristo y silbando una letrilla.

María se tropezó con Hilario una siesta en la que bajó a lavar al río, el sol estaba encendido como sólo en ese pueblo suele estarlo, riguroso y haciendo cantar hasta desgañitarse a las chicharras. María meneaba su cuerpecillo para retorcer unas sábanas que iba a dejar secándose al sol; bajo una higuera, Hilario miraba a la panadera masticando, cada vez con más furia, una ramita de hinojo que sostenía en los labios. María aspiró el olor a bestia que despedía ese hombre y se embriagó de campo, Hilario olisqueó el jabón hecho con sosa con el que esa mujer lavaba su pelo y aplacó su hambre con pan.

La casa de María es un hogar callado y ventilado de cortinas recogidas y patios plagados de Pericones, o como a ella les gusta llamarlos, Galanes de noche, que a la puesta de sol abren sus campanitas mientras María escucha un poco la radio y se cepilla el pelo, casi dos metros de cabello salvaje que, a la mañana, cuando los pericones vuelvan a cerrar sus corolas y se despidan del patio de María, esta recogerá con paciencia y horquillas.

La puerta de su casa siempre está abierta, no sólo porque despacha pan de siete de la mañana a tres de la tarde y, en ocasiones, en horario ininterrumpido, sino porque otra habilidad de María es leer el futuro –y el pasado- a través de un péndulo, heredado de su abuela, como heredó el delantal de flores malvas y un bello lunar, que sólo le vio Hilario, el pastor, una siesta de verano, sobre su nalga izquierda.

A la casa de María acuden mujeres embarazadas para conocer el sexo de su futuro hijo, labriegos angustiados a consultar cómo vendrá ogaño la cosecha, enfermos de calenturas que sólo quieren saber si esas fiebres no acabarán consumiéndolos como sucedió con Amalia, la hija del alguacil, que una mañana la temperatura empezó a deshidratarla y a llenarle de llagas los labios y, cuando llegó el médico, con los ojos consumidos por el ardor, la pobre niña sólo acertó a decir: no me toque Don Tomás y llame usted al cura. Y cuando el cura llegó la calentura había sido sustituida por un rigor mortis.

María, tras escuchar la pregunta, deja oscilar el péndulo sobre un trapo negro de raso, y este tiene movimientos en giros horarios (en el sentido de las agujas del reloj) y antihorarios (en contra de las agujas del reloj), o puede oscilar vertical, horizontal y diagonal, hacia la derecha o hacia la izquierda. Y, de este modo, da respuestas de sí, no; sí, pero en el pasado; sí, pero en el futuro.

Tanto matiz en las respuestas crea situaciones indeseadas como cuando Paquita, la chica del tuerto, preguntó acerca de si su Fermín, un figura en Cañasbajas, la quería y el péndulo, más sincero que con tiento, respondía un sí, pero en el pasado.

 

Parascevedecatriafobia


Me gusta que sea viernes y me gusta que sea trece. De noviembre, elijo sólo el nombre.

Un viernes trece viajaba yo al norte. Éramos tres: el conductor, mi jaqueca y yo y, de algún modo, formábamos una perfecta  comitiva. “Eres Satán”, me dijo mi acompañante, y un nudo de desconsuelo se me formó en la boca del estómago, mientras mi fe volaba por el habitáculo enano saliendo por la ventanilla, sobrevolando prados verdes, vacas bellas como las del anuncio de Milka, ovejas estúpidas que, plácidamente, existían a pesar mi abatimiento y que rumiaban con cara de memas.

Sería largo explicar por qué el conductor me comparó con el diablo; largo, incomprensible y tan aleatorio que referirme a ello no sería más que una de las versiones posibles. Por tanto, qué más da. Satán, una neuralgia descomunal y un desalmado personaje, a los mandos, escalan la Península a 140 kms por hora un viernes trece. Allí, en el norte, el sol era más generoso; en mi cabeza, la nebulosa se había hecho fuerte.

Creo que aquel viernes trece engendré un pequeño ser en mi vientre y, en mi “almendra fabuladora”, atribuyo el dolor de cabeza a la gestación de ese engendro (aunque la realidad es que era debido a una resaca). No sé cuántos meses tardó en estar completamente formado: los colmillos afilados, los ojos pérfidos como los de su padre, las babas permanentes en la comisura de los labios, las ancas con las que más tardes saltaría obstáculos y treparía paredes y mentiras. De color gris ceniza nacería y sería tan repulsivo como pelmazo. Esa criatura salvaje, más tarde, me salvaría la vida.

Quién sabe si, en realidad, yo no sería ciertamente un poco Satán porque qué otro ser podría haber amado con tanta enajenación a ese espécimen que permanecía agazapado entre mis costillas, alerta, escuchando con atención demente cualquier signo que le permitiera salir -babas en ristre- a jugarse la vida, a darme de beber bilis que iba alimentando, primero mi confusión, después mi lucidez, finalmente mi instinto asesino. Y resultó que matar me salvó la vida porque en distintas costillas, que no acierto a ubicar ni acerté nunca, existía otro ser torpe e inocente, tan incauto y ensimismado que estaba abocado o bien a vivir en ese estado de alelamiento permanente, o bien a caerse impresionado por cualquier cosa y a romperse la crisma. Así que ni lo uno ni lo otro. El engendro y yo le entrenamos para que comprendiera que había de morir, que su existencia era anodina.

Y murió porque yo se lo ordené, lo cual me satisfizo poderosamente. Había nacido sin mi permiso y con mi orden de fusilamiento desaparecería, bajo  la ineludible supervisión del monstruo gris ceniza, claro.

Este viernes trece palpo mis costillas preguntándome si sería capaz de gestar ahora mismo vida a partir de un sentimiento. Algo bello luminoso que abra el paso quitando las malas hierbas, o tal vez algo horripilante y oscuro que mate a los sujetos insustanciales que te obligan a hacerte cargo de fardos sin sentido.

Pero no hay jaqueca, ni espero el norte, ni hay palabras capaces de herirme lo suficiente. Un simple “Eres Satán” podría servirme.