Me gusta que sea viernes y me
gusta que sea trece. De noviembre, elijo sólo el nombre.
Un viernes trece viajaba yo al
norte. Éramos tres: el conductor, mi jaqueca y yo y, de algún modo, formábamos
una perfecta comitiva. “Eres Satán”, me
dijo mi acompañante, y un nudo de desconsuelo se me formó en la boca del estómago,
mientras mi fe volaba por el habitáculo enano saliendo por la ventanilla,
sobrevolando prados verdes, vacas bellas como las del anuncio de Milka, ovejas
estúpidas que, plácidamente, existían a pesar mi abatimiento y que rumiaban con
cara de memas.
Sería largo explicar por qué el
conductor me comparó con el diablo; largo, incomprensible y tan aleatorio que
referirme a ello no sería más que una de las versiones posibles. Por tanto, qué
más da. Satán, una neuralgia descomunal y un desalmado personaje, a los mandos,
escalan la Península a 140 kms por hora un viernes trece. Allí, en el norte, el
sol era más generoso; en mi cabeza, la nebulosa se había hecho fuerte.
Creo que aquel viernes trece
engendré un pequeño ser en mi vientre y, en mi “almendra fabuladora”, atribuyo
el dolor de cabeza a la gestación de ese engendro (aunque la realidad es que
era debido a una resaca). No sé cuántos meses tardó en estar completamente formado:
los colmillos afilados, los ojos pérfidos como los de su padre, las babas
permanentes en la comisura de los labios, las ancas con las que más tardes
saltaría obstáculos y treparía paredes y mentiras. De color gris ceniza nacería
y sería tan repulsivo como pelmazo. Esa criatura salvaje, más tarde, me
salvaría la vida.
Quién sabe si, en realidad, yo no
sería ciertamente un poco Satán porque qué otro ser podría haber amado con
tanta enajenación a ese espécimen que permanecía agazapado entre mis costillas,
alerta, escuchando con atención demente cualquier signo que le permitiera
salir -babas en ristre- a jugarse la vida, a darme de beber bilis que iba
alimentando, primero mi confusión, después mi lucidez, finalmente mi instinto
asesino. Y resultó que matar me salvó la vida porque en distintas costillas,
que no acierto a ubicar ni acerté nunca, existía otro ser torpe e inocente, tan
incauto y ensimismado que estaba abocado o bien a vivir en ese estado de
alelamiento permanente, o bien a caerse impresionado por cualquier cosa y a
romperse la crisma. Así que ni lo uno ni lo otro. El engendro y yo le entrenamos
para que comprendiera que había de morir, que su existencia era anodina.
Y murió porque yo se lo ordené,
lo cual me satisfizo poderosamente. Había nacido sin mi permiso y con mi orden
de fusilamiento desaparecería, bajo la
ineludible supervisión del monstruo gris ceniza, claro.
Este viernes trece palpo mis
costillas preguntándome si sería capaz de gestar ahora mismo vida a partir de
un sentimiento. Algo bello luminoso que abra el paso quitando las malas
hierbas, o tal vez algo horripilante y oscuro que mate a los sujetos insustanciales
que te obligan a hacerte cargo de fardos sin sentido.
Pero no hay jaqueca, ni espero el
norte, ni hay palabras capaces de herirme lo suficiente. Un simple “Eres Satán”
podría servirme.
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