Ocho gestos


En el espejo, yo niña, cierro las hebillas de aquellos zapatitos. Me veo desde arriba, la coronilla inocente y la díscola curva de las pestañas. La puntilla del vestido azul, circulándome como un hula-hop suspendido en el aire.

 Un gesto. Dos gestos. Y me veo crecer, la cabeza desproporcionada con respecto al cuerpecillo, la primera fe apenas visible enterrada entre fracasos y miedos. El cabello se oscurece y las piernas se alargan. La canción infantil que volvía como un boomerang, ajena al tiempo, se ha quedado colgada del árbol del columpio. Las manos regordetas son ahora mazorcas de maíz, llenas de urgencia.

Tres gestos. Desde arriba. Las mazorcas de maíz enredan mis rizos en un moño alto, la nariz se ha afilado y está prevenida para resolver el enigma. Los pies en puntillas porque no llego a ver las cuencas vacías en los ojos de la sombra que he elegido para mi destino. El pecho despunta. La imaginación me llena de heridas la frente. Huele a sangre.

Cuatro gestos. Cinco gestos. Desde atrás. Un hueco en mi espalda muestra que una zarpa me ha herido en el pecho. El cabello se desparrama en mi espalda. Las gomas de pelo, los moños altos, las horquillas han sido olvidadas en un cajón para siempre. Subo la cremallera de unas botas de piel de yo niña. Para siempre.

Seis gestos. Recojo los granos del maíz de mis dedos, que hora son ligeros tallos de un verde azulado. Se oye una música que perfora cualquier verdad que así sea nombrada. Desde abajo. La mano anota vertiginosamente nombres que han galopado esos labios. Los tacho con pena, excepto uno. Lo nombro. Uno está en el bolsillo. Para cada uno de los días, aunque jamás vuelva a reconocerlo.

Siete gestos. El cuerpo es tal y como la semilla del mundo quiso que existiera. Está flotando, apenas es capaz de mantenerse un segundo fijo en el suelo. El cuerpo ha sido acariciado con la luz más cegadora que hasta ahora había visto. Huele a dolor. Al perfecto placer de dolerse con la belleza del fuego. Cada rastro de caricias es una llaga que acaba convergiendo en el ombligo. Amo esa pena. Tacho el nombre anterior y, sobre el tachón, coloco Otro. El más afilado. Desde un lateral. El alma es más vieja. Canto alguna cosa que he escuchado a Otro. Otro es el hueco del pasillo detrás del paragüero. Otro es el aire helado en las mañanas. Otro es el hambre, cuando llega. Otro es el pincel en la mano temblorosa, el agua salada y caliente cayendo de los ojos. El pan si está duro. El pan si está tierno.

¿Ocho gestos?

 

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