Tu amor dolía. Era algo así como ir tirando del padrastro del dedo meñique hasta la sangre y vuelta a empezar, al día siguiente; mejor aún, si las plaquetas ya habían acudido al festín.

Tu amor dolía. Si me decías que me amabas, se derrumbaban sobre mi cabeza todos los edificios de la ciudad; y ese terror a que, lo que me daba la vida, me la fuera quitando. Después, una nube de polvo no me dejaba ver hasta dónde llegaba el desastre, ni dónde me encontraba yo, en medio de todo eso.

Tu amor dolía porque, si me lo confesabas, en tus ojos punzaba la posibilidad de abandonarme: un minuto después. Antes de haber acabado la frase, incluso.

Tu amor dolía tanto. Y yo me sentía tan pequeña, tan mísera, tan desgraciada de haber sido bendecida con esa suerte de querer. Con esa leyenda, con ese rumor de viejas desdentadas.

El misterio de por qué tanto miedo. Tanto vértigo. Tanto dolor.

Tu amor dolía como te duele cuando escuchas la canción que más has amado, esa melodía que se te clava justo debajo de las costillas y lloras. Lloras porque qué felicidad reconocer la belleza del desastre y, a pesar de, acudir corriendo en su búsqueda. Lanzarte al vacío y, en el primer segundo, advertir lo rápido que vas a estrellarte.