Enterrada en el destierro


Una vez me obligaron a irme de mi patria y desde entonces no sé muy bien a qué lugar pertenezco o si me importan algo las cosas.

Mi patria, tal vez, no era la más bonita y con seguridad no era la más cálida, pero era mi patria y, con los pies sobre ella, yo tenía una identidad, un idioma, una gastronomía y un modo de hacer las cosas que poco a poco voy olvidando.

Siempre me dije que pertenecemos a ese lugar que nos enseñó el significado de un amanecer, la importancia de una conquista, la humildad y la pena de perder una guerra, pero ahora que mi patria ya no me quiere me pregunto qué soy, por qué y hasta cuándo. Y de este modo vivo en un eterno destierro.

Allí la enfermedad recorre las calles, sube los peldaños de los edificios, alterna en los bares, te besa en la boca con su lengua fría y descarada, te telefonea para advertirte de la fiebre que tendrás esa noche e inflama por igual ganglios y lacrimal, sin avisar, despiadadamente ; sin embargo, nosotros, que no podíamos evitar estar cada dos por tres enfermos, nos habíamos acostumbrado a ella y con total naturalidad la esperábamos con las defensas bajas y el corazón a galope. A veces con las palabras adecuadas y paños calientes  conseguía desprenderla de toda virulencia y esa noche me atrevía a dormir desnuda, con las ventanas y el alma abiertas de par en par.

Qué bonita mi patria cuando no estaba en cuarentena.

 

El idioma. Mi idioma. Los idiomas. Mis idiomas. Cada día un dialecto, una jerga, otro habla. Hoy lenguaje fonético, mañana gráfico; pasado, gestual. Y algunos jueves éramos capaces de comunicarnos en lenguas que creíamos extintas. Esos jueves eran los mejores jueves, esos jueves eran los mejores días.

Allí, siendo pequeñita y yendo descalza, me contaron las primeras leyendas, me hablaron de los conquistadores de esas tierra, de porqué se habían extraviado, para que yo –niña advertida- nunca me perdiera. Pero fui un desastre de alumna y una peor exploradora.

Qué bonita mi patria cuando yo la conquistaba.

 

En mi patria se comía fe, sólo fe. Y era difícil encontrarla, aunque yo me hice experta en cultivarla a la verita de mi casa. Mi fe era verde y jugosa.

Desde que partí de allí no he vuelto a probar la fe y ni siquiera sé si ya me gusta.

 

Ahora soy más libre porque habito todos los lugares sin pertenecerle a ninguno, lo que otorga una ligereza despreocupada. Y una tristeza enana pero constante.

 

No voy a volver. Nunca. Del mismo modo que nunca voy a dejar de pertenecerle.