Tú nunca te has ido

Solo quedan ocho días para que te esfumes. El 23 de diciembre siempre ha sido un buen día para los bares, pero los bares no tienen razón de ser hoy si no es para que me engullan de una manera enferma que no iba a curarme nada. Ocho días.

Trato de recordar cómo naciste, yo te recibía comiendo las uvas en tutú, había corrido una carrera y las agujetas estaban allí ya desde la primera campanada. Te recibía sudada y dolorida, ibas a ser duro conmigo, venías para golpearme fuerte.

Hoy D. me hablaba de cañas. Gracias. Te quiero. Pero no. El 23 de diciembre siempre fue una gran noche para los bares. He elegido café como droga dura y abrir el Word como autolesión. Ocho días.

Y pareciera que soy feliz, pareciera no necesitar nada más y sin embargo me faltan tantas cosas, tantas personas. A veces la ausencia lo llena todo y las presencias no ocupan nada. La muerte llena de viveza el mundo y los vivos están llenos de fantasmas. Ocho días.

En el camino iba a atravesar varias pantallas: reto 1, reto 2. Iba a medirme con faquires y charlatanes de medio pelo, iba a crecer, iba a menguar, iba a coger todas las monedas para una vida extra, iba a perder amigos por el camino que decidieron alejarse e iba a reconocer la belleza de lo esencial con un solo vistazo. Iba a pasar una pantalla en el trabajo a más velocidad y con más riesgos, iba a cambiar de casa, iba a reír, iba a llorar, iba a presentir cosas.

Venías para que nos abrazáramos en un hospital, ibas a enseñarnos que en una sala de espera de cuidados intensivos se ama mucho, a los ajenos, a cualquiera que espere, a cualquiera que pulse el botón automático con miedo y con ilusión. Era verano y hacía frío. Y la esperanza pasa de ser fina como el papel de fumar a ser una manta zamorana. O al revés.

Ocho días.

El 21 de septiembre volvía el verano.  “Luz, más luz”. La ventanas abiertas, la sonrisa, besos. Palabras, besos, caricias, te quieros, consejos, domingos, pastas, paseos. Luz más luz. Verano un 5 de noviembre. Fotos, imágenes. Amor. Las ventanas abiertas, la sonrisa, besos. Una comida: Javi, tú y yo, de nuevo. El mantel lleno de amor. Un yogur.

En el colegio aprendí a hacer raíces cuadradas, a nombrar las partes de la célula; estudié la mitosis, la meiosis, memoricé fechas, y lo olvidé todo luego. En la universidad me licencié y, más tarde, hice un postgrado y lo olvidé todo luego; nadie me enseñó a intuir que algo puede ir mal dentro del cuerpo de la gente que más amas. Ocho días. Me da mucho miedo la tos.

Hoy hace frío, en la calle los niños han acabado el colegio y el intermitente de un coche me ha mostrado obscenamente el absurdo que significa la continuidad a veces. Luz, no luz, luz, no luz, luz. No luz.

El invierno llegó un 30 de noviembre, desde entonces hay un sonido hueco que lo ocupa todo. He bajado a por tabaco y en mi puerta hay un Papa Noel que he colgado yo. Ha sido horrible darme cuenta de que hace unos días decidí colgarlo. Soy una alucinada que no comprende casi nada, ni a la gente ni este discurrir absurdo. Sentir, sentir. Sentir. Emocionarme porque una compañera de trabajo ha llorado, conmoverme con su fragilidad y esa humildad bella. Y los mordiscos que son para todos, y ese Papá Noel. Y su foto, y la última vez que iba a escuchar su voz a través del teléfono. Ocho días solo para que el bisiesto se esfume. Toda mi vida para ti. Siempre.

Estamos todos juntos, mañana estaremos todos juntos. Volveré a colgar el ridículo y odioso Papá Noel más veces, haré un poema con la palabra mitosis y con la palabra meiosis, volveré algún día a comprar un yogur, habrá más invierno, más bares, creceré, menguaré, conseguiré una vida extra, volveré a reír, a llorar, volveré a cambiar de casa, a presentir cosas, miraré asqueada algún intermitente, tal vez vuelva a correr una carrera en tutú, algunos amigos se irán, se esfumará este oscuro bisiesto. Ocho días.


 Pero Ella siempre estará. Conmigo. Por encima de cualquier invierno.

Cuando tú me decías Venus


(Cuando tú me decías Venus.

Y yo era Venus.)

En tu casa yo me dejé esas cosas que eran tan mías
Y de las que tú eras tan culpable
Mi vientre alado por primera vez,
Mi vientre recogiendo tus poses, tus miedos,
Mi vientre alargado hasta el cuello de Adán
Hasta la vulva de Eva.
Mis caricias de niña sobre niño, recogiendo tu cabeza
Cuando el mundo, allá afuera, era granadas, tumultos,
Prisioneros de guerra.
Y en tu casa, mis caricias de niña, sobre ti, niño.
Y verte vencido por el sueño sobre mis piernas
Mientras yo me desaguaba en amor y no dormía.
Tu casa se ha quedado con las chinitas que yo recogí
Para ti en algún parque,
Con un par de calcetines abrigados,
Con una utopía dedicada.

No recuerdo en qué lugar de esta ciudad estaba tu casa,
Ni como llegaba a ella algunos lunes
Para beber vino contigo

Y verte caer sobre mis piernas.

Poema, poema. Poema

Puedo ser muy cursi cuando llego a tu espalda.
Me descalzo agitada en la parte más chulesca de tu omóplato
y digo la palabra poema tres veces, mientras tomo medidas y dibujo trazos
de delineante escrupuloso mirando tu nuca: poema, poema. Poema.

Resbalo en el canal salvaje que atraviesa tu envés y que siempre me maltrata
con su brutal litografía, burlándose a medias.
Antes de llegar allí me enfado, indefectiblemente, ineficazmente,
con alguna venus que debió verterse allí un poco
y me corrijo en la tradicional genuflexión que te regalo
entre tu inmensidad y mi intemperie.

Siempre ganas, porque yo camino descalza y un poco
desnuda para entender la jerga de tu piel, el galimatías de tus lunares.
En tu lumbar izquierdo, una verruga se yergue
con la seguridad de ser bella, aunque verruga,
aunque insolente allí, en esos parajes;
se sabe interesante, la cicatriz del tipo duro de cualquier peli.
Su prepotencia gira mi nuca. Veo tu nalga.
Y me siento a rezar un avemaría, dos salves.


Concierto para piano

No puedo dormir porque, en lugar de la mujer de Cortázar, tengo una posibilidad atravesada en los párpados. Mi necesidad de ella la hace neciamente vanidosa, se viene hacia mí en la oscuridad del cuarto y me muestra su esplendor en diferentes tonos. Ahora naranja, ahora en un cámel traslúcido que asemeja la fotografía de algún error antiguo, oxidado, una hecatombe pretérita que ocurrió en otros tiempos. Respiro. Concluyo que mi posibilidad es un futurible aún nonato. Pero aún. Solo aún.

Entra por la ventana de mi nariz abriéndose paso en una intoxicación perniciosa, pierdo la conciencia en lo que ella llena toda mi cabeza con su potencial existencia, me vacía aleatoriamente de cualquier otra presencia con vida objetiva. Asesina recuerdos, traumas, heridas, deseos. Sale por mi boca entornada que permanece en la agitación de una expectativa, aprovechando para lamerme la cavidad bucal sinuosamente, ágil e insinuante hasta que me arrebata y consigue girarme un poco los ojos.

La veo a través del blanco de los ojos. Lleva sombrero, gorra, boina, tricornio. Un casco. Turbante, birrete. Una toca. Montera. Me mira y se ve en mí, se sabe en mí. Me hace el amor de cinco a siete de la mañana. Luego se fuma un cigarro suspendido en mis labios. Él/ ella  lo aspira, pero soy yo la que se marea un poco.

En los preliminares me ha susurrado su nombre. Eme. Eme. Toca el piano. Bien. Muy bien. Y un poco. Poco, la guitarra.

Mayo del 2016, dice. Retorna. Enrocada/o en un pensamiento, una pared blanca, que llena de recortes. Una pared blanca que se vacía de esos mismos recortes. Solo quedan dos palabras suspendidas, en otro idioma. Suspendidas para que luego yo también las leyera, para que luego yo también las escuchara en una nota de piano. Fa. Fa. Asimetría en Fa en 2ª.

Una reja retorcida de color verde como telonera. Detrás, el concierto. Nuestra canción.

Tengo una posibilidad atravesada en los párpados.

Tengo tu posibilidad atravesada en los párpados.


Te tengo (DO) atravesado en los párpados.
Hay una marca de agua dentro de mi cabeza,

Tengo un yo dentro de mi cabeza, delgado

Y exigente.

Hambriento.

Hay un naufragio ajeno dentro de mi cabeza.

Niños

Y baúles que flotan

En la patente de alguna subasta antigua,

Soberana que tiene


El monopolio de mis escuelas.

Sirope de luna


Qué tendrá la tristeza que es a veces tan afilada y tan niña, mostrándose entera, subiéndose la falda para enseñarle al mundo sus braguitas llenas de barro, sus rodillas magulladas, esa cicatriz de ir por el pueblo sin ruedines.

Hoy es sábado, un sábado que tiene en su nombre más oes que aes, que ha perdido su esdrujulismo festivo y se sienta, llano, en el alfeizar de la ventana a fumarse un cigarro. La noche intenta tragarse ese cielo aún iluminado pero no le sale abrir bien la boca, la luz se sigue colando entre los plátanos de sombra y una trompeta llora al otro lado de la calle.

La urraca ha encontrado la anilla de la lata, y esconde su lamentable tesoro de los ojos muertos del anciano de verde. Esa niña llena su boca de burbujas calientes de la lata que parió el patético tesoro que se lleva la urraca. La trompeta es la banda sonora del patio donde vive el padre de esa niña que llena su boca de burbujas calientes.

El anciano de verde reza un padrenuestro; perdona nuestras ofensas, se dice. Y un cierre echa la cremallera frente a todo el cretinismo que un bar contiene. Beba Coca cola, reza. Y un mitin improvisado de campaña electoral se escucha dentro de un coche.

La niña es la tristeza, pero aún no lo sabe. Eructa despacio al sábado estúpido y, aburrida, comienza a levantarse la falda.

 

Cazador cazado

Me dejo venderme en silábica forma
al trazo tuyo de tu prosa verdugo.
Cedo, afásica yo, a tu palabra afilada;
tus letras malvas en mis párpados fáciles.
El sol expresando diáfano
tu cháchara sobre mis carnes.
Después, me miras, quebrándote,
sujetándome sobre tus culpas.
A los muertos, que cuando apenas se los ha olvidado, vuelven para dar la lata.
 
(también a tu aterrizaje forzoso que te ha desollado los talones).
 
 
 
Quién sabe, si acaso, yo no te acompañe en esas horas de desvelo y decida ser, en lugar de un montón de dióxido de carbono, tu endecasílabo, libadora de jazz, el otro lado del cuadrilátero.
Veo la luz caerte sobre la frente y, así, comprendo quien eres, y es entonces que todas mis fuentes de ternura se me desaguan.
Me vas contando que no entiendes aquello, o que te gusta eso otro e intuyo una indescriptible pena, idéntica a la mía, alojada en algún lugar próximo a tus costillas. Con ella decides abrir tus alas y concederme una fábula.
La fábula es azul y te traba un poco la lengua y yo, sin mapa, recorro entera tu fábula, tropezándome las más de las veces. Mas, al final, no solo la comprendo, sino que apenas puedo distinguirme de tu fábula, de tu lengua trabada, de nuestra indescriptible pena alojada en algún lugar próximo a tus costillas.
El sol sale. Me disipo del dióxido de carbono. Abro los ojos para que tú me cuentes una fábula; tú, después, cierras tus ojos.


¿?

La pregunta era amarilla con motas marrones,
un sarpullido de barro sobre un sol inmenso
que antes ardía sobre los niños,
una pregunta asustadiza en su decisión,
petulante pero acomplejada,
una pregunta suicida y temblorosa,
que ha venido a errar por definición.


La he hecho girar sobre las palmas de mis manos,
convirtiéndola en una bola firme y sucia
para después colocarla a la intemperie,
esperando la lluvia ácida, la bomba de Hiroshima,
al ahorcado en la plaza del pueblo.
Allí, anodina en su exposición,
se chascaba los dedos esperando la última misa.

Los perros han hecho pis sobre ella,
tres japoneses le han hecho alguna foto,
una banda callejera ha tocado el saxo,
y el contrabajo, y un acordeón
afincados en sus aledaños traseros.

Una bola absurda que no ha llegado a conocer el debate,
la lid, la disputa,
una simple esfera manoseada
para rodar de la duda a la desaparición.


 

"Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo"

Un niño dibuja con tiza un círculo inacabado para no quedarse encerrado en el centro, me mira como para que yo le comprenda, necesita mi mano para salir por el hueco del trazo incompleto. Cuatro años, quizás, y acaba de regalarme la más exacta metáfora del tiempo; luego, coloca la tiza sobre mi mano, no tiene ninguna intención de ser el responsable del encierro que es la circularidad. Le sonrío. Cierro el círculo.
 
La circularidad, esa vía de servicio de las patologías, de los traumas, de esa historia de vida que te cuenta alguna víctima, con ese pesar que huele a reprodución, a clonación, a duplicación y así ad infinitum. En esos casos, uno debe decir algo así como te comprendo, pero no puedo hacer nada para rescatarte, órbita enferma. Gira. Gira. Tu suerte y tu desgracia es que nunca vas a estrellarte lo suficientemente en serio como para no volver a retomar la curva que es tu gran obra.
 
El niño ha salido despavorido del círculo y corre en línea recta, abandona el parque buscando césped.



 

Un enero díscolo


Enero. Este es un enero de contrastes, un enero hecho a sí mismo, que no cumple con lo que se esperaba de él; apenas ha pelado las copas de los árboles ni ha sabido siquiera helar al plátano de sombra que se yergue como si apenas hubiese girado la esquina el otoño para adentrarse en esta ciudad que, decían, era sádicamente golpeada por los inviernos. Pero no por este, que viene con un enero díscolo y contestatario; lunero y picaflores nos sube el mercurio un día y, a la jornada siguiente, me trae algo enredado en mis bronquios que juguetea con el humo veneno que yo aspiro. Mis bronquios se quejan, me dan la serenata en las noches mientras trato de adormecerlos con nanas de pseudoefedrina. A veces, sirve.

Es un enero seco, eso me decía el taxista la otra noche, ay, que tiene que llover, que parece que no nos damos cuenta, que las máculas de polución, que no se respira bien, que el transporte público; algo de la tasa de licencias. Que si los campos. Yo veía, por la ventanilla, a los plátanos de sombra de Santa Engracia correr, ágiles y campantes, como si tal cosa. En el norte ya ni llueve, le oigo decir, y vuelvo al habitáculo. Hace falta que llueva, le sigo la corriente; pero ahora ya no le importa que llueva porque le indignan los Podemitas.

A veces llueve mucho dentro de un taxi.

Hoy, este enero, como para llevarle la contra al taxista, barbudo y de izquierdas (y del norte, quise pensar yo), ha descargado un océano sobre los plátanos de sombra, sobre las máculas, sobre el sistema respiratorio del taxista, sobre los campos, sobre el norte. Sobre la elegancia castiza que tiene esta villa. Y es que, cuando llueve, Madrid se pone muy bonita. Muy trágica y novelera, así como nos ponemos las mujeres cuando, al pintarnos la raya negra del ojo, nos convertimos en amantes abandonadas, viudas, o damas melancólicas que escriben una carta de despedida. La raya negra del ojo es como la lágrima del pierrot, no así la raya verde, ni la azul. Ni la blanca, que son festivas y carnavaleras.

Madrid se pinta la raya negra del ojo como para ponérselo a huevo al poeta, que sale a la calle a cortarse las venas en un banco cerca de la Cuesta de los Ciegos. Se viste de negro, poca ropa, cuaderno de baratillo y el bolígrafo de hacerlo bonito. Todo poeta que se precie debe tener un bolígrafo, un lápiz, una pluma, de hacerlo bonito. Mi poeta es bello y, a veces, seco; otras, un océano, así como este enero. También es contestatario y hecho a sí mismo. Y luego es de izquierdas, como el taxista, pero no es del norte, sino del sur, de otro sur; y se pinta la raya negra en el ojo como las plañideras. Mi poeta es un abril, pero le encantaría ser un enero.

Se quiere enfermo, trastocado, como el mes. De vinagre. Pero es melaza, aunque cualquiera se lo dice, no quisiera ser yo quien le desproveyera de lo lírico, de lo bucólico, de lo inspirado, de lo poético, de lo erótico, de lo pastoril, de lo campestre. De la raya del ojo. De la Cuesta de los Ciegos.

Mi poeta no es de estas latitudes y, aunque ama Madrid cuando se pone dramática, no conoce todas sus fábulas, y yo le cuento la leyenda de la Cuesta de los Ciegos. Tal vez ni escuche. Le digo que San Francisco (y se queja de la religión, de las guerras en su nombre), a su paso por Madrid hacia el Camino de Santiago (que se enamoró allí de una holandesa, que ampollas en los pies, que se lo comían las chinches), atravesó la Cuesta de los Ciegos (que si me fijé en los plátanos de sombra de la Cuesta, que si no parece enero) y les ungió con aceite sus ojos (que ayer vio las fotos de cuando era niño, con los ojos achinados muerto de la risa, mamá que lo besa y él que quería ser grande, pero que ya no, que si le gustaría hacerse pequeñito, una porción de lo que es, del poeta, del llorón, del enamorado, del extranjero) y sucedió el milagro de devolverles la vista (y me mira; por fin me ve, y me habla de amor, de lo que significa para él el lápiz que le he comprado; que el deseo, su hambre, su sexo, mi media sonrisa).

Ávido de un no. De una raya negra en el ojo. Y que así le lleguen los poemas para acabar el enero.

Lo dejo lloverse, claro. Porque yo lo quiero poeta y porque este enero no le va a dar la lluvia cuando le venga en gana y porque enero no entiende de poesía ni mi poeta entiende este enero que necesita de plátanos de sombra, por si se disparase el mercurio.

 

Fiebre

Cuando tú apareciste, como por arte de magia, tras la butaca de un teatrillo del centro, me hallaba yo inmersa en una pesadilla voraz: unos bichos, silentes pero ruidosos, me comían el espacio, adueñándose de las pocas cosas que sé utilizar para mi equilibrio, véanse mis amigos, algunas canciones, un par de historias. 
Lavaba mi armario a altas temperaturas, por si sus imaginados huevos pudieran estar incubándose allí; cerraba los ojos y veía sus larvas de color rosa palo, chorreantes y con la elasticidad como talante, así se estiraban rozando el suelo para volver casi automáticamente, recreándose en su inercia, a mi armario a darse la vida padre.
Los escuchaba moverse, podía intuirlos a mi espalda lanzándose en plancha hacia mí con el único propósito de quitármelo todo, excepto el miedo. Se trabajaban mi respeto hacia ellos a través de una finísima obsesión que iban hilando en mi tórax con paciencia oriental y precisión de cirujano.
Yo, que me solidificaba en la locura, no existía si no era en la batalla que libraba contra ellos. 
Los rojos eran los peores, según un niño anciano me había explicado, porque los rojos eran rápidos a diferencia de los negros que eran muy vagos y se conformaban con que mi locura fuese incipiente, o una locura media. Los rojos no, me decía el hombrecillo, los rojos solo cobran sentido en tu delirio, se alimentan de él y de esa capacidad inmensa que tienes de creer en ellos.
Yo estaba prácticamente segura de que los rojos eran superiores en número y de que estaban colonizando a los negros y de que, mediante la cópula exogámica, se estaban mezclando.
 
Cuando te vi, lo primero que me llamó mi atención fue que llevaras zapatos con hebillas, las hebillas me hicieron confiar en ti, pensé en hablarte de los horribles bichos rojos, de sus huevos rosa palo flexibles, de que se reproducían a través de penetración traumática rompiéndose la concha de manera espantosa; de que yo lo había visto, o lo había creído, o que yo así lo sentía. Hablarte de mi miedo. Pero las hebillas no fueron bastante, temí que dudaras de si mi abrigo habría sido lavado a temperatura suficientemente alta. Y me callé.
Lo primero que hiciste aquel día en el teatro fue hablarme del agua porque, decías, en el agua estaba el principio de la vida, porque el agua era mucho más Dios que la célula, porque habías notado que el agua era la magia de la que todo el mundo hablaba, pero que nadie sabía dónde radicaba. Por eso tú siempre estabas mojado. Y vivo. Sonreíste mientras me entregabas una linterna acuática: para que puedas bucear la vida, me espetaste.
Al principio yo vi a mis bichos en tu agua nadando libremente, después los aprecié bastante desmejorados, luego observé que daban bocanadas de asfixia; finalmente, flotaban boca arriba.