Fiebre

Cuando tú apareciste, como por arte de magia, tras la butaca de un teatrillo del centro, me hallaba yo inmersa en una pesadilla voraz: unos bichos, silentes pero ruidosos, me comían el espacio, adueñándose de las pocas cosas que sé utilizar para mi equilibrio, véanse mis amigos, algunas canciones, un par de historias. 
Lavaba mi armario a altas temperaturas, por si sus imaginados huevos pudieran estar incubándose allí; cerraba los ojos y veía sus larvas de color rosa palo, chorreantes y con la elasticidad como talante, así se estiraban rozando el suelo para volver casi automáticamente, recreándose en su inercia, a mi armario a darse la vida padre.
Los escuchaba moverse, podía intuirlos a mi espalda lanzándose en plancha hacia mí con el único propósito de quitármelo todo, excepto el miedo. Se trabajaban mi respeto hacia ellos a través de una finísima obsesión que iban hilando en mi tórax con paciencia oriental y precisión de cirujano.
Yo, que me solidificaba en la locura, no existía si no era en la batalla que libraba contra ellos. 
Los rojos eran los peores, según un niño anciano me había explicado, porque los rojos eran rápidos a diferencia de los negros que eran muy vagos y se conformaban con que mi locura fuese incipiente, o una locura media. Los rojos no, me decía el hombrecillo, los rojos solo cobran sentido en tu delirio, se alimentan de él y de esa capacidad inmensa que tienes de creer en ellos.
Yo estaba prácticamente segura de que los rojos eran superiores en número y de que estaban colonizando a los negros y de que, mediante la cópula exogámica, se estaban mezclando.
 
Cuando te vi, lo primero que me llamó mi atención fue que llevaras zapatos con hebillas, las hebillas me hicieron confiar en ti, pensé en hablarte de los horribles bichos rojos, de sus huevos rosa palo flexibles, de que se reproducían a través de penetración traumática rompiéndose la concha de manera espantosa; de que yo lo había visto, o lo había creído, o que yo así lo sentía. Hablarte de mi miedo. Pero las hebillas no fueron bastante, temí que dudaras de si mi abrigo habría sido lavado a temperatura suficientemente alta. Y me callé.
Lo primero que hiciste aquel día en el teatro fue hablarme del agua porque, decías, en el agua estaba el principio de la vida, porque el agua era mucho más Dios que la célula, porque habías notado que el agua era la magia de la que todo el mundo hablaba, pero que nadie sabía dónde radicaba. Por eso tú siempre estabas mojado. Y vivo. Sonreíste mientras me entregabas una linterna acuática: para que puedas bucear la vida, me espetaste.
Al principio yo vi a mis bichos en tu agua nadando libremente, después los aprecié bastante desmejorados, luego observé que daban bocanadas de asfixia; finalmente, flotaban boca arriba.

1 comentario:

Se pide la voluntad.