¿?

La pregunta era amarilla con motas marrones,
un sarpullido de barro sobre un sol inmenso
que antes ardía sobre los niños,
una pregunta asustadiza en su decisión,
petulante pero acomplejada,
una pregunta suicida y temblorosa,
que ha venido a errar por definición.


La he hecho girar sobre las palmas de mis manos,
convirtiéndola en una bola firme y sucia
para después colocarla a la intemperie,
esperando la lluvia ácida, la bomba de Hiroshima,
al ahorcado en la plaza del pueblo.
Allí, anodina en su exposición,
se chascaba los dedos esperando la última misa.

Los perros han hecho pis sobre ella,
tres japoneses le han hecho alguna foto,
una banda callejera ha tocado el saxo,
y el contrabajo, y un acordeón
afincados en sus aledaños traseros.

Una bola absurda que no ha llegado a conocer el debate,
la lid, la disputa,
una simple esfera manoseada
para rodar de la duda a la desaparición.


 

"Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo"

Un niño dibuja con tiza un círculo inacabado para no quedarse encerrado en el centro, me mira como para que yo le comprenda, necesita mi mano para salir por el hueco del trazo incompleto. Cuatro años, quizás, y acaba de regalarme la más exacta metáfora del tiempo; luego, coloca la tiza sobre mi mano, no tiene ninguna intención de ser el responsable del encierro que es la circularidad. Le sonrío. Cierro el círculo.
 
La circularidad, esa vía de servicio de las patologías, de los traumas, de esa historia de vida que te cuenta alguna víctima, con ese pesar que huele a reprodución, a clonación, a duplicación y así ad infinitum. En esos casos, uno debe decir algo así como te comprendo, pero no puedo hacer nada para rescatarte, órbita enferma. Gira. Gira. Tu suerte y tu desgracia es que nunca vas a estrellarte lo suficientemente en serio como para no volver a retomar la curva que es tu gran obra.
 
El niño ha salido despavorido del círculo y corre en línea recta, abandona el parque buscando césped.



 

Un enero díscolo


Enero. Este es un enero de contrastes, un enero hecho a sí mismo, que no cumple con lo que se esperaba de él; apenas ha pelado las copas de los árboles ni ha sabido siquiera helar al plátano de sombra que se yergue como si apenas hubiese girado la esquina el otoño para adentrarse en esta ciudad que, decían, era sádicamente golpeada por los inviernos. Pero no por este, que viene con un enero díscolo y contestatario; lunero y picaflores nos sube el mercurio un día y, a la jornada siguiente, me trae algo enredado en mis bronquios que juguetea con el humo veneno que yo aspiro. Mis bronquios se quejan, me dan la serenata en las noches mientras trato de adormecerlos con nanas de pseudoefedrina. A veces, sirve.

Es un enero seco, eso me decía el taxista la otra noche, ay, que tiene que llover, que parece que no nos damos cuenta, que las máculas de polución, que no se respira bien, que el transporte público; algo de la tasa de licencias. Que si los campos. Yo veía, por la ventanilla, a los plátanos de sombra de Santa Engracia correr, ágiles y campantes, como si tal cosa. En el norte ya ni llueve, le oigo decir, y vuelvo al habitáculo. Hace falta que llueva, le sigo la corriente; pero ahora ya no le importa que llueva porque le indignan los Podemitas.

A veces llueve mucho dentro de un taxi.

Hoy, este enero, como para llevarle la contra al taxista, barbudo y de izquierdas (y del norte, quise pensar yo), ha descargado un océano sobre los plátanos de sombra, sobre las máculas, sobre el sistema respiratorio del taxista, sobre los campos, sobre el norte. Sobre la elegancia castiza que tiene esta villa. Y es que, cuando llueve, Madrid se pone muy bonita. Muy trágica y novelera, así como nos ponemos las mujeres cuando, al pintarnos la raya negra del ojo, nos convertimos en amantes abandonadas, viudas, o damas melancólicas que escriben una carta de despedida. La raya negra del ojo es como la lágrima del pierrot, no así la raya verde, ni la azul. Ni la blanca, que son festivas y carnavaleras.

Madrid se pinta la raya negra del ojo como para ponérselo a huevo al poeta, que sale a la calle a cortarse las venas en un banco cerca de la Cuesta de los Ciegos. Se viste de negro, poca ropa, cuaderno de baratillo y el bolígrafo de hacerlo bonito. Todo poeta que se precie debe tener un bolígrafo, un lápiz, una pluma, de hacerlo bonito. Mi poeta es bello y, a veces, seco; otras, un océano, así como este enero. También es contestatario y hecho a sí mismo. Y luego es de izquierdas, como el taxista, pero no es del norte, sino del sur, de otro sur; y se pinta la raya negra en el ojo como las plañideras. Mi poeta es un abril, pero le encantaría ser un enero.

Se quiere enfermo, trastocado, como el mes. De vinagre. Pero es melaza, aunque cualquiera se lo dice, no quisiera ser yo quien le desproveyera de lo lírico, de lo bucólico, de lo inspirado, de lo poético, de lo erótico, de lo pastoril, de lo campestre. De la raya del ojo. De la Cuesta de los Ciegos.

Mi poeta no es de estas latitudes y, aunque ama Madrid cuando se pone dramática, no conoce todas sus fábulas, y yo le cuento la leyenda de la Cuesta de los Ciegos. Tal vez ni escuche. Le digo que San Francisco (y se queja de la religión, de las guerras en su nombre), a su paso por Madrid hacia el Camino de Santiago (que se enamoró allí de una holandesa, que ampollas en los pies, que se lo comían las chinches), atravesó la Cuesta de los Ciegos (que si me fijé en los plátanos de sombra de la Cuesta, que si no parece enero) y les ungió con aceite sus ojos (que ayer vio las fotos de cuando era niño, con los ojos achinados muerto de la risa, mamá que lo besa y él que quería ser grande, pero que ya no, que si le gustaría hacerse pequeñito, una porción de lo que es, del poeta, del llorón, del enamorado, del extranjero) y sucedió el milagro de devolverles la vista (y me mira; por fin me ve, y me habla de amor, de lo que significa para él el lápiz que le he comprado; que el deseo, su hambre, su sexo, mi media sonrisa).

Ávido de un no. De una raya negra en el ojo. Y que así le lleguen los poemas para acabar el enero.

Lo dejo lloverse, claro. Porque yo lo quiero poeta y porque este enero no le va a dar la lluvia cuando le venga en gana y porque enero no entiende de poesía ni mi poeta entiende este enero que necesita de plátanos de sombra, por si se disparase el mercurio.