A los muertos, que cuando apenas se los ha olvidado, vuelven para dar la lata.
 
(también a tu aterrizaje forzoso que te ha desollado los talones).
 
 
 
Quién sabe, si acaso, yo no te acompañe en esas horas de desvelo y decida ser, en lugar de un montón de dióxido de carbono, tu endecasílabo, libadora de jazz, el otro lado del cuadrilátero.
Veo la luz caerte sobre la frente y, así, comprendo quien eres, y es entonces que todas mis fuentes de ternura se me desaguan.
Me vas contando que no entiendes aquello, o que te gusta eso otro e intuyo una indescriptible pena, idéntica a la mía, alojada en algún lugar próximo a tus costillas. Con ella decides abrir tus alas y concederme una fábula.
La fábula es azul y te traba un poco la lengua y yo, sin mapa, recorro entera tu fábula, tropezándome las más de las veces. Mas, al final, no solo la comprendo, sino que apenas puedo distinguirme de tu fábula, de tu lengua trabada, de nuestra indescriptible pena alojada en algún lugar próximo a tus costillas.
El sol sale. Me disipo del dióxido de carbono. Abro los ojos para que tú me cuentes una fábula; tú, después, cierras tus ojos.