“Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra
sus muertos y guarda las llaves. Solo en sueños, en la poesía, en el juego
–encender una vela, andar con ella por el corredor- nos asomamos a veces a lo
que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.”
(Julio Cortázar)
De ti aprendí a amar las
palabras, a colocarlas justo en el vértice exacto entre aquel silencio prudente
y ese otro cargado de elocuencia. A fabular para protegerme de los lobos con
piel de cordero. Y sobre todo a ver la luz, a cazarla en la más monstruosa
oscuridad, a descubrirla pendida encima de la cabeza de algunas personas, que
se creen rotas y sin embargo…
Me dabas de merendar cuentos,
refranes, acertijos. Y apenas comprendía yo que estabas cosiendo para mí un
mapa; el único que tengo. Así, un día, pregunté ¿qué? Y tú me respondiste: pan.
Desde entonces, nunca he vuelto a tener hambre.
Me enseñaste, ya digo, a amar las
palabras, a pesar de que ahora no sea capaz de expresarte, de decirle a la
gente en qué cantidad justa te respiro, si acaso eres gas o líquido, si luego
pasas a formar parte de mi sangre o quizá seas la nube azul que está sobre mi
frente cuando sueño.
Lo único que tiene el peso cabal,
el significado preciso y la rotundidad meridiana es, cuando ausente y sin
conciencia, te nombro.