Creyente


Escribir es también un modo de exorcizarse y es obligado cuando hay que sacar algo del fondo, de ese núcleo enganchado en el justo centro, en la diana donde se enraízan las cosas que en algún momento tuvieron el sentido que necesitabas para ti. El sentido, pasado el tiempo, se presenta como una subjetividad remota, una ficción que coloreaste de azul para pasearte por ella, el falso espejo en el que te mirabas para verte, un devaneo que ahora toca destruir.


Me confieso creyente: creo en la lealtad como un modo de caminar por el mundo, creo en los sucedáneos si estos sirven para alimentarte, creo en la palabra, sobre todo en la palabra, como un sortilegio creador cargado de energía, creo en mí, en la fortaleza que me arranco del punto en el que pende mi timo, apéndice de la emoción. Creo en la certeza de mi abuela y en ese modo que tenía de mostrarme la vida entre cuentos y tardes para colorear, creo en la belleza bienintencionada que sale de unos labios ajenos (o propios). Creo en la verdad como pasaporte para darte a los otros, creo en la mentira dulce que nace para quitar el dolor, creo en la sencillez con la que miran unos ojos que no tienen motivo para apartarte la mirada. Creo en mi hermano cuando me cuenta lo que siente y creo en el manantial de sus frases describiendo una herida, creo en el dolor como un preámbulo de las necesarias cicatrices. Creo en la cuadratura del círculo que expreso en quejas cuando una injusticia me quita el sueño, creo irremediablemente en el otro hasta que el otro se muestra como una alienación. Creo en mi vocación, y creo en mi frustración como los combustibles que me llevan a pelear cada día, creo en los artistas que no se exhiben, y en los magos que no tienen truco alguno.


Hoy he dejado de creer en ti.

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