“Ningún perro engorda lamiendo”.


Hoy que soy perro y que sé que lamo y que me veo cada día más flaca. Esta noche que tampoco he cenado, porque no siempre el cuerpo está para esos menesteres, y que mi vientre se alimenta de brea y de recomponer el alrededor tras la hecatombe. Esta noche los elefantes rosas del pasillo son, si caben, más burlones, veo como se contonean y como aumentan la manada. Ya no los ahuyento porque ya no sé vivir sin ellos, he aprendido a ser boyero de sus orejas.
Los creé un agosto que, recuerdo, los pintaba mientras me desplazaba entre un sol látigo y una flora verdinegra, agrietada por el fuego, cuando me iba expulsada de la clase por levantar la mano y preguntar a destiempo, enjugaba mi cara con pañuelos que habían sido adquiridos como seda y resultaron ser compañeros de viaje, de una excursión al exilio de mí misma.
Rememoro que en un alto del camino, tras la angustia, apareció el sueño camarada que cambió la realidad por un ensueño seductor, mentiroso y lastimero. Me creí la sensación que no era más que emanación de mi misma, de mis deseos y carencias.

Fruto de todo lo pactado es la noche plañidera. Culpable yo y esa ventana que retuerce el gesto con ese picaporte grave y que yo siempre interpreté como un guiño.

No beberé más agua que yo no haya testado como dulce porque hay paladares inventados y hay que alimentarse masticando, a dentelladas, añadiría, defendiendo la pobre hierba que siempre fue tuya porque el resto ni es raíz ni es para siempre.

Niqitoa ni Nesaualkoyotl:
¿Kuix ok neli nemoua in tlaltikpak?
An nochipa tlaltikpak:
san achika ya nikan.
Tel ka chalchiuitl no xamani,
no teokuitlatl in tlapani,
no ketsali posteki.
An nochipa tlaltikpak:
san achika ye nikan.”
De los alfileres que tú y yo hemos engullido, rescato los de la locura, los que nos hicieron aullar de dolor por amarnos, los que agujerearon tus muñecas y los que pernoctan aún en mi garganta.

Colecciono amaneceres ebrios de tristeza, observando cómo se llevaba el alba nuestras esperanzas, prendidas del oxígeno del día que nacía, agónicas ellas en su existencia de plomo, con todo el peso del fracaso y del reintento. Con la música triste que se extingue, cargado de sinsabores su regazo.

Pero al fondo, muy al fondo en mis pupilas, retengo una imagen aún más viva que los grises. Un a pesar de todo, un y sin embargo, dos manos que se estrechan y se buscan, incluso después de haber perdido todas las batallas.



Y, a veces, encuentras palabras que, sin ser tuyas, lo son.

Yo igualmente sé zapatear destrozando tacones, lo que sucede es que, a veces, se venera tanto la pieza que se resuelve por puntear con el más noble de los cuidados.

Aunque siempre, o al menos la mayoría de las veces, sabiendo que el insecto te ha aguijoneado, una se hace dueña de ese veneno, lo hace suyo y emula, del tábano, sus zumbidos.
Ya no se me hace necesario protegerme de él, si el mismo me ha visto y me ha lastimado, aún habiéndome reconocido.

Si por estas cosas que tiene la vida, se me hiciera demanda bajarme del barco, lo haría con la barbilla apuntando hacia arriba, porque esta pobre que hoy teclea estas letras, amarrada a la vela se amotinó en tempestades, quiso entender que bailaba entre mareas y se hizo sal con sol cuando se amainaron las aguas.
No habrá falta ni desatino mientras me dirija a tierra porque supe amar todo lo que me enseñó la alta mar, incluidas las tormentas y su repiqueantes resacas.