Quiero mi oquedad


(Lo ideal es caminar con los pies descalzos, hacerte callo con la ayuda de las chinitas del camino y no tener miedo nunca a perder los zapatos.)

 

 

 

Da igual qué mes es hoy, da igual el día. Es una mañana cualquiera de un día cualquiera de una semana cualquiera de un mes cualquiera de cualquier año. Es una situación cualquiera de una persona cualquiera, cuales quiera que sean sus circunstancias.

Es una verdad aviesa que puede ser mía, puede ser tuya o tal vez sea compartida por todos los mortales. Yo soy mortal, aquél lo es y todo lo que (no) tenemos vendrá algún día a llevárselo ella. Todo le pertenece y de nada vale que tú patalees y muestres tu queja con furia o con el disgusto no contenido de una niña pequeña.

 

Claudicas. Y sabes que, durante un tiempo, estarás adormecida por el dolor y que a pesar de ensalivar tu herida, ésta necesita el tiempo que necesita para desaparecer.

Lo sabes tú.

Nada de esto te sirve.

Lo ignoras todo.

Sólo te reconoces en lo arrebatado. Sólo crees ser todo aquello que te han quitado.

 

Una mañana cualquiera de un día cualquiera, cualquiera que sea el que pasa por esto, se levanta un día, busca su cicatriz y se enfada porque casi se encuentra borrada.

La necesita porque se reconoce como sujeto por ella.

 

No está.

La quieres.

Lo ignoras todo, excepto que hasta ayer eras esa persona cualquiera que tenía una queja.

No encuentras lo que te han quitado. Eres cualquier cosa excepto esa cicatriz que olfateas pero que el tiempo, vencedor, ha borrado.

 

Lele


Durante los últimos años me pregunto habitualmente en qué momento te darías tú cuenta de que ya no ibas a tener futuro, de que en realidad estabas muerto, al cuidado de manos que, con paciencia, nunca olvidaran tu medicación y respirando, por inercia,  porque nadie es capaz de aguantar lo suficiente la respiración como para dejarse morir. Espero que la consciencia de esa realidad no durara lo suficiente como para atormentarte, pero sí sé que tenías –muy de vez en cuando- momentos de lucidez. En esos momentos, tu mirada ausente desaparecía, así como desaparecía el relax de tus músculos y tus ojos se agravaban con el poso de toda tu verdad, te ponías rígido, trágico. Y era en esos momentos cuando yo te veía llorar. Me conmovías.

Recuerdo, con cariño, el día que me 'secuestraste' cargándome en tu hombro y yo tenía miedo. Te tenía miedo.
El caso es que tu locura fue llevarme al quiosco de helados y comprar un polo de chocolate por la parte de arriba y vainilla en la parte de abajo y me preguntaste que sabor prefería. Yo elegí el chocolate y tú, sonriente, esperaste la vainilla y sentados con las piernas cruzadas en el césped hablando de pájaros y con la boca manchada –yo de chocolate, tú de vainilla- entendí que no éramos tan distintos y que tú necesitabas amor, como yo, como todos. Y que eras dulce y niño. Y sé que en esa tarde, cuando volvíamos a casa cogidos de la mano, dejé de sentirme secuestrada por un loco, para guiarte cogido de mi mano, a través de las calles y los semáforos, cuidándote y poniéndote a salvo de nuevo en tu corrala, junto a tus recuerdos y te sentí, si no más pequeño que yo, sí mucho más vulnerable y necesitado de cariño. Y así era. Y así eras.




 

¿Qué es un laberinto?

      En el filo del vaso danzan mis sueños

      Me miran mirarlos y se ponen orgullosos

      Y galopan como galopan los días

      Se ande o no preparado para ello.

      Ajena al motín que escucho en el afuera

      Bajo los párpados.

      Creo.

      No es tal el laberinto visto desde arriba

      Ni tristeza la pena desde este consuelo.

     


(" Qué arma tan afilada la de tu boca, qué abismo sin enmienda, qué tóxico inapelable, cuánta pérdida alineada en filo de tus dientes. Desviada para la trampa como una escopeta de feria. Tapizada de mugre, hambrienta de holocausto y tristemente alimentada de sangre.")