Como buena excursionista de los límites
de la realidad y lo quimérico, como una paseadora confesa de otras “realidades
son posibles”, desde el momento en que me sentía extasiada imaginando que los
cuentos que me contaba mi abuela coexistían en el mundo gris y acartonado que
me ofrecían los otros adultos, he vivido buscando otras manera de mirar y otras
maneras de entender que me saquen de la inadaptación permanente en la que me
hallo desde que tengo uso de razón.
Leía una frase de Ida Vitale hace
unos días que rezaba: “cuando se es niño y se lee, conviene estar rodeado de
libros que no solo sean los que en teoría convienen a la edad. No comprender es
importante (sin ignorancia es imposible la fascinación)”. Y doy fe. No
comprender es importante porque también te permite criticar, comparar lo que
conviene de lo que no conviene y tratar de acoplar la conveniencia a algún tipo
de mecanismo perverso que interesa.
De pequeña leía a hurtadillas libros
de mi madre de WC Andreus, una literatura abominable tipo culebrón cutre que se
acodaba en el escándalo de relaciones incestuosas que una niña pequeña no
acierta a interpretar. La niña, que además de no ser católica, no entiende cuál
es el tejido morboso en el que se está envolviendo el producto, empieza a
incorporar a su imaginario toda clase de prácticas sexuales, personajes que le
llevan del vértigo al asco y acaba entendiendo que las relaciones adulteras o
incestuosas forman parte del devenir de los adultos. Y no lo cuestiona. Es el
tiempo el que, más tarde, te hace golpearte con una versión gore de “Flores en
el ático” con una porción de hiperrealismo en una página del periódico, por
ejemplo. Y encajas, pero encajas del modo que se encaja leyendo el periódico,
sabiendo que hay una columna vertebral que ensarta como si fuera un pincho
moruno desde la portada hasta la página de la programación. Todo en un bloque.
Manduca adecuada y prescrita.
Llegado el caso, una no sabe si
lo que da asco es la repulsiva trilogía de WC Andreus o cualquier página del
periódico abierta al azar.
Necesitamos alternativas, aunque sea
para cuestionarlas, en este uniformado sistema perpetuador del poder, del
consumo, de lo que sí y de lo que no. Así que, eso me convierte en una
victimita que abre mucho los ojos, como cuando mi abuela me contaba un cuento,
cuando se me pone delante cualquier persona que me muestra una elección diferente
en su modus vivendi. Hasta aquí, todo fabuloso. Soy una ojeadora de disidentes.
El problema es la inconsistencia
de la praxis frente a la teoría. El otro día en el chiringuito de la playa,
tras finalizar mi comida, se me antojó un helado industrial, y el simple hecho
de pensar en disfrutarlo me hacía feliz; elegí uno que por un lado era un
helado almendrado y por el otro un sándwich de galleta relleno de más helado.
Lo imaginé antes de ir a pedirlo y, cuando llegué al quiosco, en la foto, era tal y como
cualquiera lo hubiera deseado: un chute de glucosa helada que me transportara a
una felicidad efímera y azucarada. El quiosquero me sonrío y dijo que lo
llevaría a mi mesa, así me senté a esperarle como el que espera el fin del
hambre en el mundo. Cuando abrí el flamante papel, el helado estaba
completamente derretido, el chocolate almendrado se había convertido en una
especie de cascara flotando en una papilla de vainilla. En lugar de quejarme,
le pedí al camarero una cucharilla. Y lo comí muy rápido, decepcionada y
queriendo hacer desaparecer de mis ojos ese engendro de promesa.
Así me siento cuando me encuentro
ante personas que parecieran con una luz especial, con una mirada crítica, con
una política transformadora. Y que luego, en su praxis, sufren de enanismo. Es
como tener una relación sexual con un feminista radical y que te trate peor de
lo que te habían tratado en tu vida. Que no sabes si pedirte una cucharilla, o
quejarte y que te devuelvan tu suspicacia.