A la hora del ángelus


Vine a astillarme contra mi credo

en la suficiencia de la norma y su desatino,

en capítulos patéticos  del deber contra el ser,

en la nocturnidad y alevosía de comer poco

y mal.

 

Para que no estallase mi templo,

para creer tener la seguridad enferma y mentirosa

del estar y el comprender,

del para siempre, perdiéndome el ahora

y el conmigo.

 

Me senté de rodillas en altares carcomidos,

mis manos dispuestas para el rezo,

sin estado de gracia y en liturgias

que llenaban de moho y de larvas mi pan

y mi fe.

 

Reniego de los pilares sobre los que un día

asenté la religión a la que no pertenezco,

ya que bastaron dos salves y un yo confieso

para que a la hora del ángelus ya fuera una mujer conversa

e impía.

 

Índigo

Antaño, cuando yo era niña
y mis sístoles diastoleaban por ti,
me dejaste huérfana y afanada
en levantar mis rodillas del suelo.

Recuerdo que yo era rubia entonces
y tu voz arroyo que me arrullaba.

Algo te causé, me dices, sombrío,
algún pájaro mio negro debió merendarse
tus blancas palomas.
Me designaste cuervo.
Y azul.
Me nombraste destierro.

Como castigo tomaste mi mano
y me dejaste, menguante,
en las vías del tren.
Así me atropellaron, así fui
azul gris marengo.

Pero es que yo te perdoné la falta,
Índigo azulenco.

Mas cómo perdonarte, amor añil,
que cada jueves que caiga en medio,
me tomes azul gris marengo de nuevo
de la mano,
cazada por ser hoy pájaro bruno
y vuelvas a tumbarme en las vías
para que vuelen tus buitres sobre
mi pena azul cielo.