Palabra

 Nombrar es conjurar, crear, invocar, moldear, o parir, desde el verbo, el mundo. La palabra es poderosa, capaz de amanecer el día a las siete de la tarde, capaz de levantar a un muerto, de matar a un alma. 

De alejarte.


El hueco en el que hubo de estar la palabra es, de igual modo, poderoso. Apela a la carencia, al ruidoso silencio de negar el nombre, la explicación, el consuelo.

Aquello que no nos dijimos tiene un relato, un trotar lastimoso, casi sin ganas. El cuento que se dice antiguo, que ya nos explicaron las mujeres de antes. Las sin respuesta, las que esperaron estériles y yermas. Confiadas. Aquellas mujeres de Lorca. Que ya sabían que no. Que callaban. Las invisibles. "Quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies, quiero bordar mis enaguas y no encuentro los hilos." 

Así, tu no palabra.

Ea, mi niño, ea

 

Estoy a punto de acabar de leer uno de los libros más bellos que he leído y, sin embargo, uno de los más tristes que han caído en mis manos, a cuenta de su aniversario, a cuenta de dejar de huir de ese escritor que no me parece amable, ni simpático, ni veo genialidad en sus maneras, ni belleza en su cara. A cuenta de unas cosas, suceden otras; a cuenta de arriesgar o de bajarse de la cárcel de los prejuicios, uno se abre al mundo. Y así, hoy juro por Mortal y rosa, que amo sus letras, las lentes geniales de describir la vida, la cosa, el sexo, la enfermedad, la pérdida de un niño, de tu niño, a través de una precisión de poesía afilada, que te deja llena de arañazos obligatorios, de sangre y verdad, por dentro.

¿Por qué no lo acabo? Porque no puedo, porque abandonar esas páginas es quedarme con la idea central del diario, el niño que está ausente, que se enferma, que se muere; y prescindir del paisaje con el que esto me ha sido contado, obviar la risa del niño, su pizarra de elefante en la que él traza números cuatro como si fueran escaleras, o sillas; despojarme de las mañanas llenas de exterioridades por el mero hecho de transitar la vida de la mano de un niño: “El niño lleva en las manos raíces, armas, frutos secos, objetos, cosas, realidades. Yo llevo periódicos, sólo periódicos, palabras, palabras, palabras”. Y sería quedarme solo con la palabra del mundo adulto. Llevar la muerte en las manos.

Si concluyo la lectura, decía, mato al niño que no deja de transitar en cada página, con su risa de acuarela, con su silla pequeñita de paja, con sus meriendas, pionero de cualquier arte, por muy reinventada que esté ya la técnica; sobre el niño no pesa la historia, ni la cultura, contiene toda la belleza salvaje de un recién llegado.

Si concluyo habré de aceptar que “la vida no es noble, ni buena ni sagrada”, así como Lorca le cantaba a Walt Withman. Eso que el padre ya se ha contado a sí mismo en sus letras: “La vida es suicida y necia cuando se encarniza contra el niño, se niega a sí misma, y el mal de los niños tiene todo el horror de una profanación. Un niño enfermo es una blasfemia que profiera la vida”.

Pero hube de concluirlo al fin, dolientemente, a golpe de mecedora, en ese calmo mecer que significa dormir a un niño (a veces, para siempre). Eaeaea. Ea, mi niño, ea. Eaminiñoea. La poesía solo puede ser un niño que habla ya casi dormido.

J.

 Somos diferentes, y en esa polaridad, nos reconocemos. En una melodía, mi madre sería el sonido y yo el silencio que le sucede, pero necesario para cargarle de sentido y, a su vez, el segundo dependiente del primero. Una compleja relación de negación y dependencia. Pero lo cierto es que juntas sonamos.

Es que nunca te arreglas, acostumbra a señalar ella. Y debo darle la razón. Cada vez que coloco sobre mi cuerpo una prenda desgastada o poco favorecedora, tengo la poderosa sensación de que, de sus mangas, bolsillos, o de entre su botonera, va a aparecer ella con cara de disgusto, apreciando una vez más mi falta de coquetería. Y eso es justo lo que siento ahora, tras introducir mi cabeza por el cuello de este viejo jersey de lana, lleno de bolitas y con un par de tallas más de las que me correspondería.

Busco en mi armario la combinación perfecta para este suéter, entre montones y montones de ropa descolocada, hambrienta de plancha y desfasada; hallo unos vaqueros raídos y que me quedan algo pesqueros, ¿por qué no?, me digo, y me introduzco dentro. Remato con unas zapatillas deportivas que heredé de mamá y que conseguí rescatar justo cuando las conducía derechitas al cubo de la basura. Para no descasar con el atuendo, recojo mi pelo en una descuidada coleta caída sobre mi espalda. ¿Me favorece? No. ¿Cumple su función? Perfectamente.

Chequeo el resultado final, observándome en el espejo del baño, enmarcada por una ambarina luz que me devuelve una espectral imagen en la que se agudizan todos mis defectos.

Qué poco le gustaría mi aspecto a mamá. Porque mamá es todo volante, tacón y todo pulcritud. Emplea cuarto de hora en maquillar sus labios y, cuando se pone a la tarea con los ojos, tengo comprobado que me da tiempo a escuchar casi completamente mi disco favorito de Bob Dylan. Ella cepilla sus pestañas, yo grito "Now and then theres´s a fool such as I."

Cuando camino, tiendo a llevar el cuerpo extrañamente encorvado, es decir, mi cabeza siempre le lleva un par de pasos de ventaja a mi cuerpo; en cambio, ella camina vaporosa, pareciera que sobrevuela el suelo, su voz es delicada y sus maneras en público son exquisitas. 

Indiscutiblemente, yo me parezco a mi padre, que seguramente sea el único fracaso conocido de mamá. Bueno, más bien su relación con él, que hace diez años que se limita a lo justo.

Desde hace un tiempo era un secreto a voces que mi madre está viviendo alguna historia de amor, pero la mantenía envuelta en un macizo halo de misterio, salpicado en susurrantes conversaciones telefónicas, escapadas nocturnas, sonrisas bobaliconas y un par de ramos de flores enviados a casa, o que subió Justino, el portero. De uno de ellos pendía una tarjeta en la que ponía, con esmerada caligrafía: Morirán en unos días, pero son bellísimas. Larga vida a lo nuestro, y lo firmaba "J".

El tal J me resultaba un hombre bastante cursi, pero debo reconocer que agudizó mi imaginación de una manera desbocada: le otorgué mil aspectos, le imaginé con múltiples profesiones, aficiones, nacionalidades y nombres: Javier, José, Jorge, entre otros exóticos nombres extranjeros. 

Algunas noches, cuando mi madre se arreglaba para la misteriosa cita, yo la espiaba con una ansiedad incomprensible; me arrodillaba en la moqueta del pasillo y observaba cómo iba cepillando mimosamente su pelo; lo hacía tantas veces, que su cabello se iba mágicamente electrizando, haciendo flotar por unos segundos algunos cabellos en el aire, dibujando, de ese modo, una preciosa escena. Por último, atravesaba etérea el pasillo, dejando la casa anegada de su particular perfume, anunciando así su partida.

Yo, entre las sombras, la seguía hasta la antiquísima escalera de nuestro edificio, atalaya última desde la que veía alejarse desde arriba su impecable recogido. La veces en las que fui más osada, la seguí hasta abajo y vi como se subía, imponente, en un taxi.

Sin embargo, anoche, atravesé a hurtadillas el portal. Era una noche lluviosa, pero cálida, en la que una excitación casi infantil me insufló la idea de seguirla hasta su destino. Ella flotaba mágicamente bajo la lluvia, mirando coquetamente su reflejo en cada escaparate. Yo, en chándal, la seguía los pasos, tras ella iban todas las imágenes y todas las ideas construidas de J, apunto de desnudar la verdad. La verdad de J.

Tras una bocacalle, llegó J. Y al borde del mareo, presencié el beso más apasionado que había visto hasta entonces. Presencié también a J., que, a pesar de tanta fantasía persiguiendo su identidad, no me había acercado ni mínimamente a su realidad.

Mi madre y J, ajenas a mi intromisión, continuaron el beso: carmín sobre carmín, enredando sus faldas y sobrándolas la calle, los cines y, por supuesto, mis excesivos ojos fisgones. 

Me alejo sin dejar de escuchar su acompasado sonar y mi avergonzado silencio.