Llega el asco


El asunto de las relaciones personales es cosa seria. Acostumbro a analizarlas y colocarlas en un mapa, un eje de coordenadas capitaneado por diferentes variables, es un ejercicio divertido, dinámico y que suele mostrar no poca información.

La Distinción de Bourdieu pone las bases, luego la expectación y observación –participante, en ocasiones-, la indagación, el análisis y las conclusiones cogen primera fila.

Imagínense: ese capital cultural –con lo que conlleva chupar culturalmente, teniendo en cuenta qué es cultural aquí donde yo vivo- marcando las pautas, ya que quizás sea la prepotencia encarnada sin más la que legitima moverse así creando tendencia en el dúctil eje de coordenadas. Así pues, quedan relegados a aceptar esos estilos, los más desfavorecidos de esa “bendición” del capital cultural. Hacen fila. Dan fe. Buscan el sucedáneo, si nos le da para el original. Aceptan. Aunque sin entender mucho el producto, ya que les es ajeno, lo consumen, los publicitan, lo certifican. Y pretenden un favor del mismo, esperan que les sirva cuando, en ocasiones, no es más que fetiche, revelándose cómplices de esa relación que les domina y que no aciertan a ver. De este modo, no hay forma de que los menospreciados tengan nada que decir. Pasa que, en ocasiones, alzan la voz pero no es más que la voz de los que se encuentran enfrente en el eje de coordenadas, enfrente y debajo. Si todo va bien, llega el asco, pero la aversión no siempre es bidireccional.

Si somos capaces de ver a qué juegan en el tablero aquellos que solo parece que están, habremos descubierto las cartas. Llega el asco.

Predicador


Si es un narrador omnisciente, huye. Da la espalda a su soliloquio abultado y petulante y sonríe. Compadécele, sin más, por ese complejo que lleva en el cuello a modo de corbata; al fin y al cabo, cada uno trajina con sus heridas como mejor puede. Hasta ahí, la cosa es humana, aceptable y compartida.

El problema de los predicadores es ese juicio, esa pretensión de verdad absoluta vetada de crítica y exclusión de los que no comulgan con su hostia sagrada, ese trozo de pan ácimo y rancio que elevan por encima de sus hombros y bendicen, creyéndose con derecho a exigir que los demás consuman habiendo, eso sí, expiado anteriormente sus culpas.

Si es un predicador, indudablemente, emigra. Escapa de sus misas en las que te nombra a ti, pecador, y te enseña el recto camino, el camino de los iluminados, de aquellos tocados por la varita mágica de la divinidad. Deserta. O entra en su templo con antorchas y muéstrale todos sus rincones.

Si es un propagandista, quema todos sus panfletos. Haz una hoguera para él del tamaño de su ego.