Partos necesarios

Uno masculló “que comience al baile”
y fui madrina del carrusel.
Estar aquí
y allí
y el acoplarse
era el vino de los acordes.
Por eso me callé cuando reconocí imprecisión
y me daban de mamar con palabras afónicas.
Mientras fui lazarillo sin ciego
o Gulliver sin enanos.
Por eso sonreí cuando maldita la gracia,
por eso asentí no estando de acuerdo
y miré en mis bolsillos,
llenitos de paja.

Un día , para mí,
quise desnudarme
de mi estupidez,
Pero no hubo forma.

Y
Grité.
O mascullé -no recuerdo-
“que acabe el carnaval”
y me hice titán de mi barrio.
Evidencié las dudas
y exigí vocablos preñados.

Luego
fui bastón de los tuertos
y me entendí de relativa estatura.

Hoy
sonrío de medio lado
y cultivo los nones en cualquier plaza.

L E T R A S... letras


Desde el púlpito de mis letras

 trazo el auditorio, el oyente suspirado y cabal,

 los ojos leedores que arrullan.

 Adquiero la concordia, gano el clímax.

Con el contenido de mis imperceptibles lágrimas

 escasamente bosquejadas en papel,

 desbordo los ríos, colmo todas las copas,

 doy de beber al sediento.

 

A ti, que no escuchas,

 averíguame.

 Conquista estos mendrugos de fábula

 y cósete un abrigo, un abrigo largo para el invierno

 que ineptamente renuncias  a sentir.

Mayo


Un mayo en el que ni caen las sombras ni se levanta el sol, un mayo en el que ni siquiera importa que nunca haya existido Prometeo. Un mayo parado, un mes sin atajos, un atascadero.

Podría soplar por encima de mi hombro, podría sacudirme los mantos de desahucio de las recortadas capas de mi pelo, admitir que ahora ya. Admitir, al menos.

Pero hay algo que aletargado pervive, se palpa su presencia. Promete. Los peces no me han abandonado, mantienen su curso: desde la misma punta del dedo gordo del pie al núcleo de mis mareos, a la cima de esta cabezota redonda, circular, repensante y obsesiva.

 

Hay un pájaro que pasa desapercibo por el ruido, un pájaro que no es nada comparado con todos estos motores, un pájaro que pía, un ser cálido y sensible, un pequeño corazón que late. Invisible y, a pesar, ¿quién va a negar la existencia de ese pájaro?

 

El viento corre, aunque admito que despacio, longitudinalmente en la calle, viento del norte anegado por el aliento de los transeúntes, viento disipado en lo onírico de este conjunto de papel; viento, hoy, sin importancia. Viento al fin.

 

La frescura de la vida se balancea, incluso en las mentes moribundas que este mes no tienen planes, pero se angustian por resolver sus tareas. Agua que no moja porque las pieles se han puesto el impermeable, pero no porque haya perdido su humedad. Vida.

 

Esas ideas que no se desperezan del todo, pero que habitan las azoteas de la imaginación que dan de comer a las hambrientas fauces del deseo; ecos que habitan las buhardillas iluminadas y rojas de los hombres grises que, descalzos, no dudan en coser botas, en abrigarse los pies, en confesar esa inclinación a lo nuevo, a lo siguiente, a tapar la ausencia, a esa falta que llenar tanta falta les hace. A lo maravilloso, después de todo.

 

Luces, los cuentos Guy de Maupassant, los latidos del dos mil uno, los gérmenes del noventaiséis. Las fotos de la Plaza del charco, las acrobacias de mi bola de plástico, tu desconsuelo. El pájaro, el viento, la vida. Todo un recipiente el de este mayo, que no es gris, que es azulado.

 

 

"Cuatro cosas hay que nunca vuelven más: una bala disparada, una palabra hablada, un tiempo pasado y una ocasión desaprovechada."


Aquel que me maldice muta en mi esclavo.

 

El tiempo, capa a capa de polvo, conforma la vida

y desbanca las pretensiones con su incomparable poder.

Sólo hay una evidencia…

El tiempo.

Sólo él.

 

Los verbos son naderías cerca de su pulso,

Las naciones de los nacidos, pueblos fantasmas,

Mi desembarco, un olvido.

Las canciones de ayer, sólo quejidos baratos

Que fueron cronometradas por niños

Y arrinconadas por sus juegos.

 

La vida, esa menudencia  que no existe.

Todo es tiempo.

Tiempo para descreerse,

Tiempo para recoger tus antiguas cosas y emprender el vuelo.

Tiempo para desabrocharse,

Tiempo para acatar la vejez de lo que amabas,

Tiempo para esperar las baratijas que aún no llegan.
 
 

 

 

El cuento, esa genial mentira




Sé lo que me gusta que me cuenten relatos, reconozco lo que me gustan los cuentos, reconozco que a veces, inconscientemente, cambio la historia; admito que soy una cuentista.

Mucho de lo que cuento en primera persona como si se tratara de una autobiografía es pura mentira. Ahora, que esas mentiras puedan tener una cantidad de verdad dentro, es otra cosa.
Rosa Montero


No sé en qué momento comenzó mi inclinación por la farsa, en el sentido más literario, pero sí sé de qué modo se posó ese germen en la punta de mi nariz, desde entonces, allá donde vaya, el sainete me precede. Fue la boca de mi abuela que, con sus finos labios y sus múltiples vocecillas, me enseñó a imaginar las cosas a su modo que, ahora, es el mío.

Las siestas se acurrucaban con una mejorada versión de Pedro y el lobo, protagonizada por una niña que suplantaba a Pedro, llamada Rosarillo, y un ente que suplía al lobo: la temida Zarpa. La Zarpa era una cosa que nunca fue descrita, pero que no era difícil imaginar, porque mi abuela, como los grandes maestros, no contaba, mostraba.

Desconozco cómo sería la Zarpa de mi hermano, pero la mía era una alimaña oscura y perversa, con muchas piezas dentales y mucho pelo. Sigilosa, inteligente y única en el universo, que habitaba el fondo del río donde Rosarillo iba a lavar sus cacharritos de juguete. A diferencia del lobo de Pedro, la Zarpa de mi abuela no era de una especie animal reconocible, era infrahumana y, hasta que devora a Rosarillo, tan sólo una superstición en la aldea. Lo que dota a nuestra Zarpa de un universo misterioso y oscuro, y da mucha más tensión a su presencia. Los aldeanos nunca la habían visto, Rosarillo nunca la había visto, mi hermano y yo nunca la habíamos visto, pero mi abuela, Rosarillo, mi hermano y yo, sabíamos de su existencia. La sombra de la Zarpa pendía del techo de nuestra alcoba desde la primera tarde que nos contó aquel cuento. Ya quisiera el gigantesco King Kong o el recauchutado Frankestein tener el carisma de la Zarpa de mi abuela.

Su manera de crear la tensión te hacía encogerte a las cuatro de la tarde, con el nerviosismo y el miedo que, sin el narrador adecuado, habría precisado de la medianoche. Iba poniéndote en vilo, haciendo que doblaras cada vez más las piernas, cuando contaba por enésima vez que Rosarillo había gritado “Socorro, la Zarpa” y había aparecido todo el pueblo dotado de antorchas, mientras la niña acababa burlándose de cada uno de ellos. A veces la mentira se sucedía hasta en cinco o seis ocasiones; otras veces, mi abuela nos sorprendía con la aparición de la Zarpa en el segundo intento de broma. Y siempre, sin excepción, había un sobresalto por nuestra parte.

Mi parte favorita era cuando la fábula daba el giro final, es decir, cuando aparecía el monstruo que emergía de sopetón en la superficie del río. Después, mi abuela, sin exceso de explicaciones y sin detalles desagradables, narraba líricamente el modo en el que el río se teñía de rojo. Para el oyente quedaba el privilegio de imaginar las dentelladas y desollamientos de la pequeña.

 “Un manto rojo cubría len-ta-men-te las aguas”. Y así asumías el trágico final de esa niña, por mentirosa y cuentista.

Desde entonces, cada vez que miento, la silueta de la Zarpa se acomoda en mi hombro y me recuerda que un manto rojo puede cubrir len-ta-men-te mis aguas.

Aparte de las narraciones propias de su cosecha, también era transmisora de historias populares, como el Romance de la condesita que, lejos de despertar mi parte romántica, me hacía cuestionar al conde Flores, traidor y enamorado de chichinabo donde los haya.

Para la ocasión, mi abuela, solía ponerse de pie y levantar mucho la voz. Al grito de Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar…”, Javi y yo habríamos mucho la boca y dejábamos de respirar en el acto.

La idea de que una condesa se vista de peregrina y salga a buscar a su amor andando siete reinados y se lo encuentre a punto de casarse con otra, según le cuenta un vaquerito, me repugnaba. Pero adoraba escuchar a mi abuela recitar.

El Mago de Oz, Juanita la Larga, Garbancito, Juan Sinmiedo, Ricitos de Oro, La princesa y el guisante, y un sinfín de historietas y personajes que mi abuela colaba en la siesta, entre la merienda y el parque, en invierno, en verano, y desde que tengo uso de razón.

Por eso, aunque nunca te lo digo, gracias por todo eso que has puesto dentro de mí y que nada ni nadie podrá quitarme.

“Yo no sé muchas cosas, es verdad. Pero me han dormido con todos los cuentos... Y sé todos los cuentos.”
León Felipe