Cuánto ruido hace una lata al caer


La luz que vi en ti solo era un fogonazo que me pertenecía, estaba en esa fe que yo tenía de creer haberte descubierto. La conexión se produce a través de una lógica aparentemente azarosa, de instrumentos que hacen permutaciones con la información. El chispazo no era menos falso que dicha información.

Parece que delante hay todo un paisaje de morados, malvas, lilas, violetas. Me deslumbro. Primer error. Delante, finalmente, no había nada de eso.

Te pierdo en la lógica frenética del aparato y sus entresijos, no soy capaz de aseverar que haya sido a causa de un fallo de método independiente, concibo tu extravío como una elección humana. Tú eliges la interrupción. Dudo, es propio de mí, y no descarto que algo no haya ido bien; así que decido buscarte y resulta fácil reencontrarte. Te pregunto. Dices no saber.

Formulas rápido, basándote en algún manoseado guion. Participo, ajena, pero debes saber que no del todo. Fraseas acerca del deber ser pero muestras obscenamente tus haciendas: el lugar donde moras y un puñado de pretendidas ideas. Lo veo, mas crees que no he visto nada. Encriptas los mensajes. Recojo el guante, respondo lo que no era.

Solo es en un momento en el que quitas el piloto automático cuando te descubro. Tienes capacidad de fascinación. Al día siguiente conectas de nuevo el interruptor. Me desagradas.

Ofreces tu plaza para la lidia, porque allí tienes ventaja. Crees proponer con transparencia pero todo es abismalmente opaco. Practicas mal. Pero hablas mucho. Me descubro elástica ante ti, llego mucho más lejos porque además estoy menos retorcida. Mi claridad me hace jugar en casa. Tu sombra cree saber leer mejor que yo. Yerras, humano.

Todo es tan fascinantemente sencillo que tienes que comenzar a enrevesarlo; te hablas a ti mismo de dispositivos aviesos en esa inercia tan tuya de castigarlo todo.
Te ves tal y como eres. Te descubres. Te justificas. Y enuncias una teoría de mierda que no hay por donde cogerla.

Llega el asco


El asunto de las relaciones personales es cosa seria. Acostumbro a analizarlas y colocarlas en un mapa, un eje de coordenadas capitaneado por diferentes variables, es un ejercicio divertido, dinámico y que suele mostrar no poca información.

La Distinción de Bourdieu pone las bases, luego la expectación y observación –participante, en ocasiones-, la indagación, el análisis y las conclusiones cogen primera fila.

Imagínense: ese capital cultural –con lo que conlleva chupar culturalmente, teniendo en cuenta qué es cultural aquí donde yo vivo- marcando las pautas, ya que quizás sea la prepotencia encarnada sin más la que legitima moverse así creando tendencia en el dúctil eje de coordenadas. Así pues, quedan relegados a aceptar esos estilos, los más desfavorecidos de esa “bendición” del capital cultural. Hacen fila. Dan fe. Buscan el sucedáneo, si nos le da para el original. Aceptan. Aunque sin entender mucho el producto, ya que les es ajeno, lo consumen, los publicitan, lo certifican. Y pretenden un favor del mismo, esperan que les sirva cuando, en ocasiones, no es más que fetiche, revelándose cómplices de esa relación que les domina y que no aciertan a ver. De este modo, no hay forma de que los menospreciados tengan nada que decir. Pasa que, en ocasiones, alzan la voz pero no es más que la voz de los que se encuentran enfrente en el eje de coordenadas, enfrente y debajo. Si todo va bien, llega el asco, pero la aversión no siempre es bidireccional.

Si somos capaces de ver a qué juegan en el tablero aquellos que solo parece que están, habremos descubierto las cartas. Llega el asco.

Predicador


Si es un narrador omnisciente, huye. Da la espalda a su soliloquio abultado y petulante y sonríe. Compadécele, sin más, por ese complejo que lleva en el cuello a modo de corbata; al fin y al cabo, cada uno trajina con sus heridas como mejor puede. Hasta ahí, la cosa es humana, aceptable y compartida.

El problema de los predicadores es ese juicio, esa pretensión de verdad absoluta vetada de crítica y exclusión de los que no comulgan con su hostia sagrada, ese trozo de pan ácimo y rancio que elevan por encima de sus hombros y bendicen, creyéndose con derecho a exigir que los demás consuman habiendo, eso sí, expiado anteriormente sus culpas.

Si es un predicador, indudablemente, emigra. Escapa de sus misas en las que te nombra a ti, pecador, y te enseña el recto camino, el camino de los iluminados, de aquellos tocados por la varita mágica de la divinidad. Deserta. O entra en su templo con antorchas y muéstrale todos sus rincones.

Si es un propagandista, quema todos sus panfletos. Haz una hoguera para él del tamaño de su ego.