Se cae la tarde y Madrid apenas puede sujetarla. Es así. Es
una tarde de junio fea. Y es, por cierto, la tarde de junio.
Veo las ventanas alineadas como un ejército de madrigueras;
unas de cortinas recogidas y aire melancólico, otras repeinadas de macetas;
algunas otras, de profunda mirada negra, de cuenca de ojo vacío, de ausencia.
Dentro las gentes sobreviven y tratan de olvidar los
desplantes de los propios y el brillo de los ajenos, disimulan frente al
televisor la ilusión que han perdido, las ganas que estaban y ya no encuentran,
el amor que vino a caballo a liberarlos de su tedio y que ahora anda lleno de
pelusas debajo de la cama.
La tarde se cae y los coches bufan, acelerándose hacia un
futuro que nunca llega y que se oculta tras los carteles de Coca-cola y la
chica del gloss en los labios y el pelo inerte. Mentiras de oxígeno, mentiras
que ahogan y disparan sobre el colmo del absurdo haciéndolo trizas.
Se desparrama la tarde, esta tarde de junio, amoratada y
fiambre, dando sombra en las terrazas, en los parques, quitándole el sol a
estas gentes que no lo necesitan para nada. A las comidas familiares tan de
domingo y tan necias, tan escaparate.
Los niños son la luz y patinan e inventan otros escenarios;
sus risas y murmullos escapan del fantasma que saben les observa desde el
cielo, aún pueden y riman piel con vida y sangre con fuego.
La tarde se escurre. Tarde de gris cielo.
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Se pide la voluntad.