Predicador


Si es un narrador omnisciente, huye. Da la espalda a su soliloquio abultado y petulante y sonríe. Compadécele, sin más, por ese complejo que lleva en el cuello a modo de corbata; al fin y al cabo, cada uno trajina con sus heridas como mejor puede. Hasta ahí, la cosa es humana, aceptable y compartida.

El problema de los predicadores es ese juicio, esa pretensión de verdad absoluta vetada de crítica y exclusión de los que no comulgan con su hostia sagrada, ese trozo de pan ácimo y rancio que elevan por encima de sus hombros y bendicen, creyéndose con derecho a exigir que los demás consuman habiendo, eso sí, expiado anteriormente sus culpas.

Si es un predicador, indudablemente, emigra. Escapa de sus misas en las que te nombra a ti, pecador, y te enseña el recto camino, el camino de los iluminados, de aquellos tocados por la varita mágica de la divinidad. Deserta. O entra en su templo con antorchas y muéstrale todos sus rincones.

Si es un propagandista, quema todos sus panfletos. Haz una hoguera para él del tamaño de su ego.




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