Lele


Durante los últimos años me pregunto habitualmente en qué momento te darías tú cuenta de que ya no ibas a tener futuro, de que en realidad estabas muerto, al cuidado de manos que, con paciencia, nunca olvidaran tu medicación y respirando, por inercia,  porque nadie es capaz de aguantar lo suficiente la respiración como para dejarse morir. Espero que la consciencia de esa realidad no durara lo suficiente como para atormentarte, pero sí sé que tenías –muy de vez en cuando- momentos de lucidez. En esos momentos, tu mirada ausente desaparecía, así como desaparecía el relax de tus músculos y tus ojos se agravaban con el poso de toda tu verdad, te ponías rígido, trágico. Y era en esos momentos cuando yo te veía llorar. Me conmovías.

Recuerdo, con cariño, el día que me 'secuestraste' cargándome en tu hombro y yo tenía miedo. Te tenía miedo.
El caso es que tu locura fue llevarme al quiosco de helados y comprar un polo de chocolate por la parte de arriba y vainilla en la parte de abajo y me preguntaste que sabor prefería. Yo elegí el chocolate y tú, sonriente, esperaste la vainilla y sentados con las piernas cruzadas en el césped hablando de pájaros y con la boca manchada –yo de chocolate, tú de vainilla- entendí que no éramos tan distintos y que tú necesitabas amor, como yo, como todos. Y que eras dulce y niño. Y sé que en esa tarde, cuando volvíamos a casa cogidos de la mano, dejé de sentirme secuestrada por un loco, para guiarte cogido de mi mano, a través de las calles y los semáforos, cuidándote y poniéndote a salvo de nuevo en tu corrala, junto a tus recuerdos y te sentí, si no más pequeño que yo, sí mucho más vulnerable y necesitado de cariño. Y así era. Y así eras.




 

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Se pide la voluntad.