"Escribir pese a todo, pese a la desesperación"   Marguerite Duras.

"Escribir es la manera más profunda de leer la vida"   Francisco Umbral.

"Las palabras constituyen la droga más potente que ha inventado la humanidad"  Rudyard Kipling.

("Si un escritor se enamora de ti, nunca morirás")



Ella siempre quiso ir a Berlín. Una vez hubo conocido la ciudad, empezó a fantasear con alguna coordenada imposible para poder ser feliz por ser incompleta, del mismo modo que nunca se compró una boina verde botella porque era el color ideal para una boina y, por tanto, no debía existir entre sus manos, si quería seguir siendo la dueña de ese fútil ensueño.

Siempre quiso concebir hijos, numerosos hijos que fueran su orgullo y llenaran su vida de ruido; su vida tan acostumbrada al silencio. Pero su vientre nació seco como el barro, incapaz de hacer brotar ninguna vida. Al principio le echó la culpa a sus amantes; más tarde, a alguna clase de divinidad enfadada: de pequeña se había tocado con su primo, primero curioseando, después, varias veces y sin arrepentimiento. La culpa sólo emergía tras los espasmos del clímax para olvidarla después y repetir tantas veces como la naturaleza se lo permitió, hasta que la pubertad resultó descarada y el pudor puso punto y final a esa práctica.

 Colmó su instinto maternal creando historias: parió piratas de mares innombrables, niños recién escapados del reformatorio, poetas ahogados en alcohol, chamanes de tribus de África.
Escribió para dar luz, para alumbrar la vida.

Solía repetir que cada uno tiene un motivo para hacer las cosas que hace. Decía que hay cosas que se hacen por inercia, otras porque te las han enseñado, cosas que se llevan a cabo porque deseas matarte y algunas porque amas. Ella amaba sin duda al hijo no nacido, a la niña no parida, a la quimera de sus pechos rebosantes de leche.

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