Ea, mi niño, ea

 

Estoy a punto de acabar de leer uno de los libros más bellos que he leído y, sin embargo, uno de los más tristes que han caído en mis manos, a cuenta de su aniversario, a cuenta de dejar de huir de ese escritor que no me parece amable, ni simpático, ni veo genialidad en sus maneras, ni belleza en su cara. A cuenta de unas cosas, suceden otras; a cuenta de arriesgar o de bajarse de la cárcel de los prejuicios, uno se abre al mundo. Y así, hoy juro por Mortal y rosa, que amo sus letras, las lentes geniales de describir la vida, la cosa, el sexo, la enfermedad, la pérdida de un niño, de tu niño, a través de una precisión de poesía afilada, que te deja llena de arañazos obligatorios, de sangre y verdad, por dentro.

¿Por qué no lo acabo? Porque no puedo, porque abandonar esas páginas es quedarme con la idea central del diario, el niño que está ausente, que se enferma, que se muere; y prescindir del paisaje con el que esto me ha sido contado, obviar la risa del niño, su pizarra de elefante en la que él traza números cuatro como si fueran escaleras, o sillas; despojarme de las mañanas llenas de exterioridades por el mero hecho de transitar la vida de la mano de un niño: “El niño lleva en las manos raíces, armas, frutos secos, objetos, cosas, realidades. Yo llevo periódicos, sólo periódicos, palabras, palabras, palabras”. Y sería quedarme solo con la palabra del mundo adulto. Llevar la muerte en las manos.

Si concluyo la lectura, decía, mato al niño que no deja de transitar en cada página, con su risa de acuarela, con su silla pequeñita de paja, con sus meriendas, pionero de cualquier arte, por muy reinventada que esté ya la técnica; sobre el niño no pesa la historia, ni la cultura, contiene toda la belleza salvaje de un recién llegado.

Si concluyo habré de aceptar que “la vida no es noble, ni buena ni sagrada”, así como Lorca le cantaba a Walt Withman. Eso que el padre ya se ha contado a sí mismo en sus letras: “La vida es suicida y necia cuando se encarniza contra el niño, se niega a sí misma, y el mal de los niños tiene todo el horror de una profanación. Un niño enfermo es una blasfemia que profiera la vida”.

Pero hube de concluirlo al fin, dolientemente, a golpe de mecedora, en ese calmo mecer que significa dormir a un niño (a veces, para siempre). Eaeaea. Ea, mi niño, ea. Eaminiñoea. La poesía solo puede ser un niño que habla ya casi dormido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Se pide la voluntad.