Vencer a la máquina.

Y le dí esquinazo. Aunque no fue fácil, me perseguía en el espejo cuando me despertaba. Allí estaba mirándome dentro de mis ojos: su nariz aguileña, su inteligente mirada y brillante, como su brillante cabeza. Recuerdo haber apagado incluso la luz para lavarme las manos. Peinaba mi cabello, intuyéndolo porque los espejos me quedaron prohibidos en aquella época de huidas y sobresaltos. Uno de mis principales enemigos era el ascensor, se abrían las puertas y allí estaba ¡dentro de mis ojos! Una de las más espeluznantes historias de posesión que yo haya escuchado y vivido, amigos, en mis propias carnes.

Todo se volvió enemigo: los lavabos, el ascensor, escaparates, cristales del metro, retrovisores, cucharas, bombillas… Descubrí todo un mundo de objetos y lugares de reflejo, rincones en los que habitaba mi acosador. Y estaba dentro de mí, ¡en mis ojos! Consiguió que no pudiera volver a mirarme de frente. Huía de él, de mi reflejo, de mis ojos y, por ende, de mi misma. ¿Se os ocurre peor tortura?

Él era inteligente, brillante y, después de él, habitaba en todo lo reluciente, en los destellos. Maldita sea, en mis ojos.

Recuerdo que cuando le frecuentaba, me embelesaba viéndole ser el protagonista de todas las conversaciones y su perfil, de nariz aguileña, me ponía contra las cuerdas. Había algo pérfido en su inteligencia y creo que también en su nariz. Era frío y calculador: sus gestos, el inicio de cada movimiento, sus palabras, sus sílabas, el aire que cogía para luego expulsarlo en sus cantinelas estaba construido milimétricamente con toda la ingeniería de la que le había dotado la naturaleza. Era una máquina, una máquina con pulso y creo que por eso no repelía al resto de mortales, que confundían su perfecta constitución con un don de la naturaleza. Pero no, no era natural, era un artilugio.

Físicamente era un atleta, socialmente era puro protocolo, sexualmente incombustible y mentalmente era simplemente un genio. Recuerdo cuando paseando por su jardín -jardín que él cultivaba- me hablaba de astronomía, de física, de literatura, recorría con soltura la historia universal, era poeta, albergaba todos los refranes, esa ducho en mecánica, dietética, filosofía, geometría. Era esteta, agricultor, artista, científico y, en definitiva, perfecto.

Su cabeza estaba coronada por un silvestre pelo rizado, sus manos eran finas pero viriles y su voz modulada y grave. Sólo rompía su impecable armonía esa afilada nariz. Hoy sé que era el verdadero emblema de su engranaje.

De perfil fue que empecé a sospecharle. Instantáneamente él lo supo, como habría ser de otro modo. Y empezó mi huida y, a la par, su persecución. Si hablaba, yo le objetaba, inicialmente verbalizándolo, pero cuando percibí cuánto le incomodaba, comencé a hacerlo mentalmente aunque, inevitablemente, él siempre lo sabía. Objeté su aplomó, dudé sobre sus formas, deformé sus manos, hice de su tono de voz cacofonías, le agoté carnalmente, le hice preguntas trampa, alisé su pelo y, por supuesto, le referí su nariz cada vez que fue posible.

Se fue desfigurando. Lo perdió todo. Todo excepto su nariz y, he de admitir, que conservó hasta el ultimo día ese brillo astuto en sus ojos.

Según se ajaba, supe que se nutría del reflejo en los demás. Era un narciso y yo había removido sus aguas. La espectadora pasó a ser la protagonista y él y su maquinal cerebro decidieron que para que yo no le disputara debía hacer algo y ¿qué decidió? Vivir en mí, ser yo. Yo ser él. Así nunca le polemizaría.

Allí empezó la pesadilla que os relataba. Fueron meses de huida de mí misma. Pero le derroté, supe hacerlo. Aparqué mi vanidad, olvidé mi coquetería, dejé de leer, de pensar, de brillar y, una mañana, de refilón, vi en el espejo que ya no estaba, había desaparecido de mis ojos. Había desaparecido.

2 comentarios:

  1. Genial relato; Demuestras destreza manejando fantasía y toques de realidad. Entiendo que deseas mostrarnos el mundo de las obsesiones, atracciones y fantasmas; huellas que "la otra persona" puede dejar en nosotros.

    L.C

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Se pide la voluntad.