Te advierto acumulando el verdor de esos campos en tus ojos, toda esa beldad que se espatarra obscenamente delante de nosotros.
En tu cara, el gozo y la libertad, se ocupan de tus rasgos. Sobre los hombros, mi descompuesto ceño muta en urna de cristal que va revelando mis precipitados pensamientos y mis lúgubres fantasías.

(He visto una escalera de madera podrida que suena bajo nuestros pies y que a mí me parece un mal presagio de lo que vendrá.
Un pie. Y otro pie...
Y mi sensibilidad avizor y mi feroz pensamiento encumbrándose por encima de la tarde más apacible con la que me he topado últimamente –eso sí, fuera de mí-

Te distingo yéndote, a veces, despacio; otras altanero y diligente, ocupándote exclusivamente de tus propios pies. Yo me veo detrás, en otra atmósfera y veo cómo me elevo y luego, arriba, me desinflo).


Algo has dicho que me ha sacado de mi ensimismamiento; entonces te sonrío y retorno a encerrarme de nuevo en mi particular maraña de hilos inconexos que me ponen sobre aviso de una manera urgente de algo apremiante.

Antes del alumbramiento de mi visión, me empiezo a ocupar de tergiversar el futuro.
Fructificaré los segundos de esa noche para ser uno contigo. Para ser, mañana, dos y, desde mañana, para siempre.
Antes de que amanezca, te habré desmantelado, porque lo he visto y siempre es igual.
No deseo en mí cara pucheros, ni escaleras podridas, ni estar alerta, ni quiero elevarme y, mucho menos, desinflarme arriba.

No volveré a fantasear con las negras probabilidades hasta que me ocupen todas las entrañas otra bella tarde como ésta.

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